Jeff Lindsay - Dexter por decisión propia

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Dexter por decisión propia: краткое содержание, описание и аннотация

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Psicópata desde la infancia, Dexter Morgan fue instruido por su padre en el arte del camuflaje: el forense diurno de la policía de Miami deja paso, cuando cae la noche, al asesino en serie de aquellos criminales que han escapado a la acción de la justicia. Pero haber conseguido el disfraz perfecto le va a servir de poco.
Al regreso de su luna de miel parisina, Dexter debe investigar la aparición de una serie de cadáveres dispuestos como obscenas obras de arte. Y, cuando su hermana es salvajemente atacada por el asesino, nuestro lunático favorito se verá luchando por salvar aquello que tanto le había complicado la vida: su propia familia.
En el cuarto episodio de su entrañable personaje, Jeff Lindsay vuelve a mostrarse tan sangriento como ingenioso. Y los fans de la serie televisiva disfrutarán aún más, ya que estas aventuras siguen caminos paralelos pero diferentes a los de la pequeña pantalla.

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Cuando mi estómago empezó a gruñir de nuevo, decidí que debía ser de noche, pero un vistazo a mi reloj me informó de que todavía faltaban unos minutos para las cuatro.

Veinte minutos después, el Tipo de Chutsky llegó desde Bethesda. Yo no había sabido qué esperar, pero desde luego no aquello. El Tipo mediría un metro sesenta y cinco, era calvo y tripudo, con gruesas gafas de montura dorada, y entró con dos de los médicos que habían atendido a Deborah. Le seguían como dos críos de instituto a la reina del baile de gala, ansiosos por hacer hincapié en cosas que le hicieran feliz. Chutsky se puso en pie de un brinco cuando entró.

—¡Doctor Teidel! —exclamó.

Teidel saludó con un cabeceo a Chutsky y dijo «Fuera», con un movimiento de cabeza que me incluyó a mí.

Chutsky asintió y me agarró del brazo, y mientras me sacaba de la habitación Teidel y sus dos satélites ya estaban apartando la sábana para examinar a Deborah.

—Ese tipo es el mejor —me comentó, y aunque no dijo en qué era el mejor, yo di por sentado que debía ser algo relacionado con la medicina.

—¿Qué va a hacer? —le pregunté. El se encogió de hombros.

—Lo que haga falta —contestó—. Vamos a comer algo. No nos haría gracia ver esto.

Lo cual no sonó muy tranquilizador, pero era evidente que Chutsky se sentía mejor ahora que Teidel había tomado las riendas del asunto, de modo que le seguí hasta una cafetería pequeña y abarrotada de la planta baja del aparcamiento. Nos encajamos en una pequeña mesa del rincón y comimos bocadillos, y aunque yo no le pregunté nada, él me contó algunas cosas del médico de Bethesda.

—Ese tipo es asombroso —me dijo—. Hace diez años me recompuso. Estaba en un estado mucho peor que el de Deborah, créeme, y volvió a colocar todas las piezas en su sitio y logró que funcionaran.

—Lo cual es casi igual de importante —señalé, y Chutsky asintió como si estuviera escuchándome.

—Palabra de honor —replicó—, Teidel es el mejor. ¿Has visto cómo le trataban los demás médicos?

—Como si quisieran lavarle los pies y pelarle las uvas —contesté.

Chutsky emitió una sílaba de educada carcajada, «Uj», y una sonrisa igualmente breve.

—Ella se pondrá bien —dijo—. Seguro.

Pero no supe si estaba intentando convencerse a sí mismo o a mí.

13

El doctor Teidel estaba en la sala de descanso del personal cuando regresamos de comer. Se hallaba sentado a una mesa bebiendo una taza de café, lo cual se me antojó extraño e indecoroso, como un perro dispuesto ante una mesa sosteniendo cartas de póker en las patas. Si Teidel iba a ser el salvador milagroso, ¿cómo era posible que hiciera cosas humanas? Y cuando levantó la vista al oírnos entrar, sus ojos también me parecieron humanos, cansados, sin el brillo de la llama de la inspiración divina; y sus primeras palabras tampoco me embargaron de admiración.

—Es demasiado pronto para estar seguros —dijo a Chutsky, y yo agradecí la leve variación en el mantra médico acostumbrado—. Aún no hemos llegado al punto crítico verdadero, y eso podría cambiarlo todo. —Sorbió su café—. Es joven, fuerte. Los médicos de aquí son muy buenos. Está en buenas manos. Pero las cosas pueden salir mal.

—¿Hay algo que usted pueda hacer? —preguntó Chutsky, en tono muy vacilante y humilde, como si estuviera pidiendo a Dios una bicicleta nueva.

—¿Se refiere a una operación mágica o a un tratamiento nuevo fantástico? —dijo Teidel. Bebió más café—. No. Ni una cosa ni otra. Tendrá que esperar. —Consultó su reloj y se levantó—. He de coger un avión.

Chutsky se inclinó hacia delante y estrechó la mano de Teidel.

—Gracias, doctor. Le estoy muy agradecido. Gracias.

Teidel liberó la mano de la presa de Chutsky.

—De nada —replicó, y se encaminó hacia la puerta.

Ambos le vimos salir.

—Me siento muchísimo mejor —comentó Chutsky—. Que haya venido ha sido increíble. —Me miró como si yo hubiera dicho algo desdeñoso—. En serio. Se pondrá bien.

Ojalá yo me sintiera tan seguro como él. No sabía si Deborah iba a ponerse bien. Quería creerlo con todas mis fuerzas, pero no soy tan bueno en autoengañarme como la mayoría de los humanos, y siempre he sabido que sí las cosas pueden elegir una dirección, será casi siempre montaña abajo.

De todos modos, era algo que no podía decir en la UCI sin provocar cierta cantidad de sentimientos negativos dirigidos hacia mí, de modo que balbucí algo apropiado y volvimos a sentarnos al lado de Deborah. Wilkins seguía de guardia en la puerta, y no percibí ningún cambio en ella, y por más rato que seguimos sentados, o más fijamente que la miramos, no pasó nada, salvo por los ruiditos de la maquinaria.

Chutsky la miraba como si pudiera obligarla a incorporarse y a hablar mediante el poder de su mirada. No funcionó. Al cabo de un rato me miró a mí.

—El tipo que hizo esto —dijo—, lo trincaron, ¿verdad?

—Está encerrado —contesté—. En el centro de detención.

Chutsky asintió y dio la impresión de que iba a decir algo más. Miró hacia la ventana, suspiró y volvió a mirar a Deborah.

Dexter es famoso a lo largo y ancho del mundo por la agudeza y profundidad de su intelecto, pero era casi medianoche cuando se me ocurrió que era absurdo seguir sentado ahí contemplando la forma inmóvil de Deborah. No se había puesto en pie de un brinco debido a la intensidad de la mirada de Chutsky, digna de Uri Geller, y si había que dar crédito a los médicos, no iba a hacer nada de nada durante un tiempo. En cuyo caso, en lugar de estar sentado aquí e irme desplomando poco a poco al suelo, hasta convertirme en un fardo encorvado de ojos inyectados en sangre, lo más lógico era que Dexter se fuera a la cama para gozar de unas escuálidas horas de sueño.

Chutsky no protestó. Se limitó a agitar la mano y murmurar algo acerca de defender el fuerte, y yo me arrastré fuera de la UCI hasta salir a la noche calurosa y húmeda de Miami. Era un agradable cambio después del frío artificial del hospital, y me detuve para saborear el aroma de la vegetación y los gases de escape. Había un buen pedazo de pérfida luna amarilla flotando en el cielo y riendo para sus adentros, pero no sentí su tirón. No podía concentrarme en el gozoso brillo parejo que desprendería la hoja de un cuchillo en la salvaje danza nocturna de placer sombrío que debería anhelar. Con Deborah inmóvil dentro, no. No se trataba de que hubiera estado mal. No sentía nada, nada de nada, salvo cansancio, aburrimiento y vaciedad.

Bien, no podía curar el aburrimiento y la vaciedad, ni tampoco a Deborah, pero al menos podía hacer algo con el cansancio.

Me fui a casa.

Desperté temprano, con mal sabor de boca. Rita ya estaba en la cocina y me puso una taza de café delante antes de que me hubiera sentado en la silla.

—¿Cómo está? —me preguntó.

—Es demasiado pronto para saberlo —dije, y ella asintió.

—Siempre dicen lo mismo —contestó.

Tomé un largo sorbo de café y volví a levantarme.

—Voy a preguntar cómo está. —Cogí el móvil que descansaba en la mesa que había al lado de la puerta principal y llamé a Chutsky.

—Ningún cambio —dijo, con una voz que acusaba la fatiga—. Te llamaré si hay novedades.

Volví a la mesa de la cocina y me senté, con la sensación de que iba a caer en coma de un momento a otro.

—¿Qué han dicho? —me preguntó Rita.

—Ningún cambio —repetí, y me incliné hacia la taza de café.

Varias tazas de café y seis tortitas de arándanos después me sentía un poco recuperado y preparado para ir a trabajar, de modo que empujé la silla hacia atrás, me despedí de Rita y de los niños, y salí por la puerta. Me sumergiría en la inercia de la rutina como siempre, y dejaría que el ritmo habitual de mi vida artificial me calmara hasta alcanzar una serenidad sintética.

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