Dexter no se hace falsas ilusiones. Sabe mejor que la mayoría que la vida no es justa. Los humanos inventaron la idea de la justicia para intentar igualar las condiciones y poner las cosas un poco más difíciles a los depredadores. Y me parece bien. Personalmente, me encanta el desafío.
Pero aunque la Vida no es justa, se supone que la Ley y el Orden sí. Y la idea de que Doncevic fuera a salir libre, mientras Deborah yacía en el hospital, con tantos tubos entrando y saliendo de su cuerpo, se me antojaba muy… Está bien, lo diré: no era justo. O sea, sé que debe haber otras palabras más precisas, pero Dexter no se escabullirá porque esta verdad, como tantas otras, sea relativamente fea. Pensaba que existía una gran injusticia en todo el asunto, y por eso me puse a reflexionar sobre qué podía hacer yo para devolver cierto orden a la situación.
Medité durante varias horas de papeleo rutinario y tres tazas de un café bastante horrible. Y también durante un almuerzo por debajo de la media en un pequeño local que se autoproclamaba mediterráneo, lo cual sólo era cierto si aceptabas que el pan rancio, la mayonesa cuajada y los fiambres grasientos son mediterráneos. Y después, medité durante varios minutos más tras reordenar los objetos del escritorio de mi pequeño cubículo.
Y por fin, en algún lugar de la lejana niebla del paisaje cerebral limitado de Dexter, un pequeño y tenue gong emitió una nota diminuta. Bong , dijo sin alzar la voz, y una luz turbia empezó a bañar el Coco Tenebroso de Dexter.
Me habían reprendido por no ser de gran ayuda, y creo que había percibido la verdad de dicha acusación. En realidad, Dexter no había sido de gran ayuda. Estaba malhumorado en el coche cuando hirieron a Debs, y tampoco había logrado protegerla del ataque del abogado de la calva reluciente.
Pero había una forma de ser muy útil, algo en lo que yo era un especialista. Podía eliminar un puñado de problemas de una tacada: los de Deborah, los del departamento, y mis problemas especiales, todo al mismo tiempo, de un solo golpe delicado…, o de varios tajos, si me sentía particularmente juguetón. Lo único que debía hacer era relajarme y adoptar mi maravillosa Personalidad especial, al tiempo que ayudaba al pobre Doncevic a caer en la cuenta de los errores de su vida.
Sabía que Doncevic era culpable. Le había visto apuñalar a Deborah con mis propios ojos. Y existían bastantes probabilidades de que hubiera asesinado y dispuesto los cuerpos que estaban causando tanto escándalo y poniendo en peligro nuestra economía turística vital. Deshacerme de Doncevic era mi deber cívico. Como se encontraba en libertad bajo fianza, si desaparecía, todo el mundo daría por supuesto que había huido. Los cazadores de recompensas se esforzarían por localizarle, pero a nadie le importaría que fracasaran.
Me sentí muy satisfecho por haber encontrado esta solución. Es agradable que las cosas salgan tan bien, y la pulcritud del método apetecía a mi monstruo interior, ese pequeñito al que tanto le gusta ver los problemas bien empaquetados y tirados a la basura. Además, era de justicia.
Maravilloso: iba a pasar un rato estupendo con Alex Doncevic.
Empecé comprobando en el ordenador cuál era su situación, y lo fui volviendo a comprobar cada cuarto de hora cuando quedó claro que lo iban a poner en libertad. A las cuatro y treinta y dos minutos, su papeleo se encontraba en las últimas fases, así que bajé al aparcamiento y me acerqué en el coche a la puerta principal del centro de detención.
Llegué justo a tiempo, y mucha gente se me había adelantado ya. Simeon sabía montar fiestas, sobre todo si participaba la prensa, y todos estaban esperando, formando una turba enorme e indisciplinada: furgonetas, antenas parabólicas y bonitos cortes de pelo competían en hacerse un hueco. Cuando Doncevic salió del brazo de Simeon, se produjo un estruendo de cámaras y multitud de codazos para intentar abrirse camino, y la muchedumbre se precipitó hacia delante como una jauría de perros en pos de carne cruda.
Vi desde mi coche que Simeon pronunciaba un largo y vibrante discurso, contestaba a algunas preguntas, y después se abría paso entre la multitud, arrastrando a Doncevic. Entraron en un Lexus todoterreno negro y se alejaron, y al cabo de un momento les seguí.
Seguir a otro coche es relativamente sencillo, sobre todo en Miami, donde siempre hay tráfico, y siempre se comporta de manera irracional. Como era hora punta, todo parecía mucho más exagerado. Sólo tuve que mantenerme algo alejado, dejando dos coches entre el Lexus y yo. Simeon no dio a entender en ningún momento que se hubiera dado cuenta de que les seguían. Aunque se hubiera fijado en mí, habría dado por sentado que era un reportero, confiado en tomar una entrañable foto de Doncevic llorando de gratitud, y no habría hecho otra cosa que ofrecer su perfil bueno a la cámara.
Les seguí a través de la ciudad hasta North Miami Avenue, y me rezagué un poco cuando doblamos por la calle Cuarenta Noreste. Yo estaba bastante convencido de saber adonde iban, y en efecto, Simeon frenó delante del edificio donde Deborah había conocido a mi nuevo amigo Doncevic. Pasé de largo, di una vuelta a la manzana y volví a tiempo de ver que Doncevic bajaba del Lexus y entraba en el edificio.
Por suerte para mí, había un hueco para aparcar desde el que podía ver la puerta. Lo ocupé, apagué el motor y esperé a la oscuridad, que llegó como hacía siempre, con Dexter preparado para su abrazo. Y esta noche, por fin, después de una estancia tan larga y horrible en el mundo de la luz diurna, más que dispuesto a unirme a ella, a refocilarme en su música dulce y salvaje, y a tocar algunos acordes del minueto compuesto por Dexter. Descubrí que me sentía impaciente con el pesado sol, que tardaba tanto en ponerse, ansioso por la llegada de la noche. Notaba que se estaba estirando para mí, dispuesta a expandirse gracias a mí, flexionando las alas, desentumeciendo los músculos que durante demasiado tiempo habían estado sin utilizar, preparados para saltar…
Mi teléfono sonó.
—Soy yo —dijo Rita.
—Estoy seguro —contesté.
—Creo que he tenido una muy buena… ¿Qué has dicho?
—Nada —repliqué—. ¿Una muy buena qué?
—¿Qué? Ah, he estado pensando en lo que hablamos. Acerca de Cody.
Retiré mi mente de la vibrante oscuridad que había estado alimentando y traté de recordar qué habíamos dicho acerca de Cody. Algo relativo a ayudarle a salir de la cáscara, pero no recordaba qué habíamos decidido, aparte de unas cuantas vaguedades pensadas para que Rita se sintiera mejor, mientras yo plantaba con sumo cuidado los pies de Cody en el Camino de Harry.
—Ah, claro —me limité a decir, con la esperanza de tirarle un poco de la lengua—. ¿Sí?
—He estado hablando con Susan, ya sabes, la del ciento treinta y siete. La del perro grande.
—Sí —dije—. Me acuerdo del perro.
Ya lo creo. Me odiaba, como todos los animales domésticos. Todos reconocen lo que soy, aunque sus amos no lo hagan.
—Su hijo, Albert, está viviendo una experiencia muy positiva con los Lobatos. He pensado que tal vez le iría bien a Cody.
Al principio, la idea me pareció absurda. ¿Cody, en los Lobatos? Era como servir bocadillos de pepinillo y té a Godzilla. Pero mientras intentaba tartamudear una respuesta, pensar en algo que no fuera una negativa indignada ni una carcajada histérica, me di cuenta de que no era una mala idea. De hecho, era una idea excelente, que se combinaría a las mil maravillas con el plan que conseguiría encajar a Cody entre los niños humanos. Y así, atrapado entre la negativa irritada y la aceptación entusiasta, dije con mucha claridad:
—A uamba buluba barambambu.
—Dexter, ¿te encuentras bien? —me preguntó Rita.
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