Jeff Lindsay - Dexter por decisión propia

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Dexter por decisión propia: краткое содержание, описание и аннотация

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Psicópata desde la infancia, Dexter Morgan fue instruido por su padre en el arte del camuflaje: el forense diurno de la policía de Miami deja paso, cuando cae la noche, al asesino en serie de aquellos criminales que han escapado a la acción de la justicia. Pero haber conseguido el disfraz perfecto le va a servir de poco.
Al regreso de su luna de miel parisina, Dexter debe investigar la aparición de una serie de cadáveres dispuestos como obscenas obras de arte. Y, cuando su hermana es salvajemente atacada por el asesino, nuestro lunático favorito se verá luchando por salvar aquello que tanto le había complicado la vida: su propia familia.
En el cuarto episodio de su entrañable personaje, Jeff Lindsay vuelve a mostrarse tan sangriento como ingenioso. Y los fans de la serie televisiva disfrutarán aún más, ya que estas aventuras siguen caminos paralelos pero diferentes a los de la pequeña pantalla.

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—Sargento Morgan, herida de arma blanca —dije—. Acaban de ingresarla.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Familiar cercano —respondí, con la estúpida idea de que me dejaría pasar enseguida. De hecho, la mujer sonrió.

—Estupendo. Muy bien. Justo el hombre con el que necesitaba hablar.

—¿Puedo verla?

—No. —Me agarró por el codo y empezó a guiarme con firmeza hacia una oficina minúscula.

—¿Puede decirme cómo se encuentra?

—Siéntese aquí, por favor —dijo, y me empujó hacia una silla de plástico moldeado que había delante de un pequeño escritorio.

—Pero ¿cómo está? —insistí, negándome a ser chuleado.

—Lo averiguaremos dentro de un momento —me respondió—. En cuanto rellenemos estos papeles. Siéntese, por favor, señor… ¿Señor Morton?

—Morgan —rectifiqué.

La mujer frunció el ceño.

—Aquí pone Morton.

—Es Morgan —dije—. M-O-R-G-A-N.

—¿Está seguro? —me preguntó, y la naturaleza surrealista de toda la experiencia hospitalaria me invadió y propulsó hacia la silla, como si un enorme almohadón mojado me hubiera golpeado.

—Muy seguro —contesté sin apenas voz, al tiempo que me derrumbaba en la silla todo cuanto permitía su exigüidad.

—Tendremos que cambiarlo en el ordenador —comentó la mujer con el ceño fruncido—. Maldita sea.

Abrí y cerré la boca varias veces, como un pez fuera del agua, mientras ella pulsaba las teclas. Era demasiado. Hasta su lacónico «maldita sea» era una ofensa a la razón. Estaba en juego la vida de Deborah. ¿No deberían brotar ristras de blasfemias perentorias de todas las personas físicamente capaces de andar y hablar? Tal vez podría arreglar que Hernando Meza viniera y dictara un taller de abordaje lingüístico correcto de la muerte inminente.

Tardé mucho más tiempo del que me pareció posible o humano, pero al fin conseguí rellenar todos los formularios y convencer a la mujer de que, como pariente cercano y empleado de la policía, tenía todo el derecho del mundo de ver a mi hermana. Pero, por supuesto, como las cosas son como son en este valle de lágrimas, no conseguí verla. Me quedé en un pasillo, atisbé por una ventana en forma de portilla y vi lo que parecía una gran multitud en pijama verde lima agrupada alrededor de la mesa, ocupada en hacer cosas terribles e inimaginables a Deborah.

Me quedé mirando durante varios siglos, y a veces me encogía cuando una mano o un instrumento ensangrentados aparecían en el aire por encima de mi hermana. El olor a productos químicos, sangre, sudor y miedo era casi abrumador. Por fin, cuando ya sentía que la tierra se estaba muriendo y se vaciaba de aire, y el sol envejecía y se enfriaba, todos se apartaron de la mesa y varios empezaron a empujarla hacia la puerta. Retrocedí y vi que atravesaban unas puertas y se alejaban por el pasillo, y entonces así el brazo de uno de los hombres de mayor edad que salieron. Tal vez cometí un error: mi mano tocó algo frío, húmedo y viscoso, y cuando la alejé vi que estaba manchada de sangre. Por un momento me sentí mareado, sucio, y hasta me entró un poco de pánico, pero cuando el médico se volvió a mirarme, ya me había recuperado.

—¿Cómo está? —le pregunté.

Miró en la dirección del pasillo por la que se estaban llevando a mi hermana, y después se volvió hacia mí.

—¿Quién es usted?

—Su hermano. ¿Se pondrá bien?

Me dedicó la mitad de una sonrisa poco halagüeña.

—Es demasiado pronto para saberlo. Ha perdido muchísima sangre. Puede que se recupere, o que surjan complicaciones. Todavía no lo sabemos.

—¿Qué clase de complicaciones? —Me pareció una pregunta muy razonable, pero el hombre lanzó un suspiro de irritación y sacudió la cabeza.

—De todo, desde infección hasta lesiones cerebrales. No lo sabremos hasta dentro de uno o dos días, de modo que tendrá que esperar hasta que sepamos algo, ¿de acuerdo?

Me dedicó la otra mitad de la sonrisa y se alejó en dirección opuesta a la que había tomado Deborah.

Le vi marchar, pensando en las lesiones cerebrales. Después, me volví y seguí a la camilla que se había llevado a mi hermana pasillo abajo.

12

Había tantas máquinas alrededor de Deborah que tardé un momento en localizarla entre los trastos que zumbaban y gorjeaban. Estaba tumbada en la cama sin moverse, con tubos que entraban y salían de ella, la cara medio cubierta por una mascarilla respiratoria, casi tan pálida como las sábanas. Me quedé mirándola un momento, sin saber qué hacer. Había utilizado toda mi concentración para conseguir verla, y ahora que lo había logrado, no recordaba haber leído nada sobre el procedimiento correcto que debías adoptar cuando visitabas a un ser querido en la UCI. ¿Debía sostenerle la mano? Parecía probable, pero no estaba seguro, y además tenía sujeta una intravenosa a la mano más cercana a mí. No me parecía una buena idea correr el riesgo de extraerla sin querer.

Así que cogí una silla, encajada bajo una de las máquinas de respiración asistida. La acerqué a la cama a una distancia prudencial y me dispuse a esperar.

Al cabo de tan sólo un par de minutos oí un ruido en la puerta y vi a un delgado policía negro al que conocía. Wilkins. Asomó la cabeza por la puerta.

—Hola. Dexter, ¿verdad?

Asentí y levanté mis credenciales.

Wilkins cabeceó en dirección a Deborah.

—¿Cómo está?

—Demasiado pronto para saberlo.

—Lo siento, tío —dijo, y se encogió de hombros—. El capitán quiere que alguien vigile, de modo que estaré fuera.

—Gracias —repliqué, y dio media vuelta para ocupar su puesto ante la puerta.

Intenté imaginar cómo sería la vida sin Deborah. La idea en sí ya resultaba muy inquietante, aunque era incapaz de decir por qué. No se me ocurrían enormes y evidentes diferencias, y eso consiguió que me sintiera algo avergonzado, de modo que me esforcé un poco más. Probablemente, la próxima vez conseguiría comer el coq au vin caliente. No tendría tantos moratones en los brazos como consecuencia de los brutales mamporros en el brazo, famosos en el mundo entero. Y no tendría que preocuparme por la posibilidad de que me detuviera, claro está. Todo era positivo. ¿Por qué estaba preocupado?

De todos modos, la lógica no era terriblemente convincente. ¿Y si vivía, pero sufría lesiones cerebrales? Eso podría afectar a su carrera en el cuerpo. Necesitaría asistencia continuada, alimentación con cuchara, pañales para adultos… Nada de esto le convendría para su trabajo. ¿Y quién se encargaría de la tediosa e interminable tarea de cuidarla? Yo no sabía gran cosa de seguros médicos, pero sí lo bastante para ser consciente de que la asistencia continuada no era algo que ofrecieran generosamente. ¿Y si tenía que ocuparme de ella? Se comería la mayor parte de mi tiempo libre. Pero ¿quién más había? No tenía más familia en todo el mundo. Sólo contaba con el Querido y Sumiso Dexter. Nadie más empujaría su silla de ruedas, le prepararía los cereales y le secaría tiernamente las comisuras de la boca cuando babeara. Tendría que cuidar de ella durante el resto de mi vida, hasta los años de senectud, los dos sentados mirando partidos, mientras el resto del mundo proseguía su jubiloso camino, matándose y maltratándose sin mí.

Justo antes de hundirme bajo una gigantesca ola de autocompasión, me acordé de Kyle Chutsky. Llamarle novio de Deborah no era muy apropiado, puesto que llevaban viviendo juntos más de un año, lo cual daba a entender que era algo más que eso. Además, ya no era un crío. Tenía al menos diez años más que ella, grandote y hecho polvo, pues le faltaban la mano y el pie izquierdo como resultado de un encuentro con el mismo cirujano aficionado que había modificado al sargento Doakes.

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