—¿Qué hizo este tipo? —le pregunté, mientras veía volar por el patio una hoja de colores brillantes perteneciente a algún periódico.
Debs echó un vistazo a la lista.
—Alice Bronson —dijo—. Robaba dinero de una cuenta de la oficina… Cuando la interrogaron al respecto, les amenazó con pegarles y matarlos.
—¿Las dos cosas a la vez? —pregunté, pero Debs me fulminó con la mirada y sacudió la cabeza.
—No sacaremos nada en limpio —comentó, y yo me sentí inclinado a darle la razón, pero el trabajo policial se compone sobre todo de hacer lo evidente y confiar en tener suerte, de modo que nos desabrochamos el cinturón de seguridad y nos dirigimos hacia la puerta principal entre las hojas y la basura del jardín. Debs llamó a la puerta como un autómata, y oímos que el golpe resonaba en el interior de la casa. Estaba tan vacía como mi conciencia.
Deborah contempló la lista que sostenía en la mano y encontró el nombre del sospechoso que, en teoría, vivía allí.
—¡Señorita Bronson! —llamó, pero aún obtuvo menos respuesta, porque su voz no retumbó en la casa como su golpe—. Mierda —repitió Debs. Llamó de nuevo con el mismo resultado: nada.
Sólo para asegurarnos por completo, rodeamos la casa una vez y miramos por las ventanas, pero no había nada que ver, salvo unas cortinas verdes y marrones feísimas que colgaban en la sala de estar, por lo demás vacía. Cuando volvimos de nuevo hacia la parte delantera, había un chico al lado de nuestro coche, sentado en una bicicleta y mirándonos. Tendría unos once o doce años de edad, el pelo largo trenzado con rastas y ceñido en una cola de caballo.
—Están ausentes desde abril —dijo—. ¿También os debían dinero a vosotros?
—¿Conocías a los Bronson? —preguntó Deborah al muchacho.
Éste ladeó la cabeza y nos miró, como un loro que intentara decidir si aceptar la galletita o morderte el dedo.
—¿Sois polis?
Deborah alzó la placa y el muchacho avanzó en la bicicleta para echarle un vistazo.
—¿Conocías a esta gente? —repitió Debs.
El chico asintió.
—Sólo quería asegurarme. Montones de gente llevan placas falsas.
—Somos policías de verdad —intervine—. ¿Sabes adónde fueron los Bronson?
—No. Según mí padre debían dinero a todo el mundo, de modo que se cambiaron el apellido, huyeron a Sudamérica o algo por el estilo.
—¿Y cuándo fue eso? — preguntó Deborah.
—En abril. Ya te lo he dicho.
Deborah le miró con irritación reprimida, y después me miró a mí.
—Lo hizo —confirmé—. Dijo abril.
—¿Qué han hecho? —preguntó el chico, un poco demasiado ansioso, pensé.
—Probablemente nada —le contesté—. Sólo queríamos hacerles algunas preguntas.
—Caramba —comentó el chico—. ¿Asesinato? ¿Va en serio?
Deborah meneó la cabeza de una forma extraña, como si quisiera ahuyentar una nube de moscas.
—¿Por qué crees que fue asesinato? —le preguntó.
El chico se encogió de hombros.
—Por la tele. Si es asesinato, siempre dicen que no es nada. Si no es nada, dicen que es una violación grave del código penal o algo así. —Lanzó una risita—. Código Peneal —explicó, y se aferró la entrepierna.
Deborah miró al chico y sacudió la cabeza.
—Tiene razón otra vez —le dije—. Lo vi en CSI .
—¡Jesús! —exclamó Debs, sin dejar de sacudir la cabeza.
—Dale tu tarjeta —sugerí—. Le encantará.
—Sí —confirmó el chico, y sonrió satisfecho—, y dime que te llame si se me ocurre algo.
Deborah dejó de sacudir la cabeza y resopló.
—De acuerdo, chaval, tú ganas. —Le entregó su tarjeta, y el chico la cogió con delicadeza—. Llámame si se te ocurre algo.
—Gracias —contestó el muchacho, y aún seguía sonriendo cuando subimos al coche y nos alejamos, aunque no podría decir si porque le gustaba la tarjeta, o porque estaba contento de haber acabado con la paciencia de Deborah.
Eché un vistazo a la lista.
—Brandon Weiss es el siguiente. Hum, escritor. Escribió algunos anuncios que no les gustaron, y lo despidieron.
Deborah puso los ojos en blanco.
—Un escritor. ¿Qué hizo, amenazarlos con una coma?
—Bien, tuvieron que llamar a seguridad y expulsarle por la fuerza.
Deborah se volvió para mirarme.
—Un escritor. Anda ya, Dex.
—Algunos pueden ser muy violentos —maticé, aunque a mí también me parecía un poco forzado.
Deborah clavó la vista en el tráfico, asintió y se mordisqueó el labio.
—¿Dirección?
Miré de nuevo el papel.
—Esto suena más apropiado —aventuré, y leí una dirección situada al lado de North Miami Avenue—. Está justo en Miami Design District. ¿A qué otro lugar iría un diseñador homicida?
—Supongo que tú lo sabrías —dijo, con bastante grosería, pensé, pero más o menos la normal, de modo que lo pasé por alto.
—No puede ser peor que los dos primeros —observé.
—Sí, claro, el tercero será un amor —me espetó Deborah con amargura.
—Vamos, Debs. Has de hacer gala de un poco de entusiasmo.
Deborah salió de la autopista y entró en el aparcamiento de un antro de comida rápida, lo cual me sorprendió mucho porque, en primer lugar, aún era temprano para comer, y en segundo, porque las cosas que servían en aquel local no eran comida, por rápida que fuera.
Pero no hizo ademán de entrar en el restaurante. En cambio, paró el coche y se volvió hacia mí.
—Joder —rezongó, y me di cuenta de que algo la estaba atormentando.
—¿Es por ese chico? —le pregunté—. ¿O aún estás cabreada por lo de Meza?
—Ni una cosa ni otra —replicó—. Es por ti.
Si me había sorprendido su elección de restaurante, me quedé patidifuso por el tema propuesto. ¿Yo? Repasé la mañana en mi cabeza y no descubrí nada inaceptable. Me había comportado como el buen soldado del malhumorado general. Hasta había limitado el número de ideas y comentarios inteligentes, por lo cual debería estarme agradecida, pues solía ser el objetivo de ambos.
—Lo siento. No sé a qué te refieres.
—A ti —dijo, cosa que no sirvió de gran ayuda—. En general.
—Todavía no sé a qué te refieres —repetí—. No hay mucho que decir.
Deborah dio un manotazo sobre el volante.
—Maldita sea, Dexter, tus chorradas ya no me hacen gracia.
¿Os habéis dado cuenta de que, de vez en cuando, escucháis una frase asombrosamente clara y enunciativa, pronunciada con tal fuerza y determinación que te mueres de ganas de saber lo que significa, debido a que es tan rotunda y cristalina? ¿Y que deseas seguir al que la ha pronunciado, aunque no le conozcas, sólo para averiguar lo que significa y cómo afectaría a las vidas de los implicados?
Así me sentía yo en esos momentos: no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero ardía en deseos de saberlo.
Por suerte para mí, la espera no fue larga.
—No sé si podré seguir haciendo esto —comentó.
—¿Hacer qué?
—Voy en un coche con un tipo que ha asesinado a… ¿diez, quince personas?
Nunca es agradable que te subestimen de una forma tan grosera, pero no me pareció diplomático decírselo.
—Más o menos —contesté.
—¡Y se supone que he de atrapar a gente como tú y encerrarla, pero resulta que eres mi hermano! —gruñó, dándole guantazos al volante para subrayar cada sílaba, cosa que no necesitaba hacer, porque la oía con toda claridad. Por fin comprendí el motivo de su reciente malhumor, aunque no tenía ni idea de por qué había tardado tanto en desfogarse acerca del tema.
Hacía muy poco que mi hermana había descubierto mi pequeño pasatiempo y, tras reflexionar, me di cuenta de que existían muchos motivos sensatos de que desaprobara mi actividad. Estaba el acto en sí, para empezar, el cual debo admitir que no es para todos los públicos. Añadamos a eso el hecho de que todo cuanto yo era había sido aprobado, e incluso construido, por su padre, San Harry del Traje Azul. Harry, cuyo pulcro y reluciente camino ella pensaba estar siguiendo. Y ahora había descubierto que existía un camino alternativo, hollado por aquellos mismos sagrados pies, un camino que se adentraba en lugares oscuros del bosque y se regodeaba en ellos. Todo lo que ella era se alzaba contra lo que para mí era maravilloso, y los dos habíamos sido diseñados por la misma mano bendita. Parecía algo salido de la Biblia, si te parabas a pensarlo.
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