Jeff Lindsay - Dexter por decisión propia

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Dexter por decisión propia: краткое содержание, описание и аннотация

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Psicópata desde la infancia, Dexter Morgan fue instruido por su padre en el arte del camuflaje: el forense diurno de la policía de Miami deja paso, cuando cae la noche, al asesino en serie de aquellos criminales que han escapado a la acción de la justicia. Pero haber conseguido el disfraz perfecto le va a servir de poco.
Al regreso de su luna de miel parisina, Dexter debe investigar la aparición de una serie de cadáveres dispuestos como obscenas obras de arte. Y, cuando su hermana es salvajemente atacada por el asesino, nuestro lunático favorito se verá luchando por salvar aquello que tanto le había complicado la vida: su propia familia.
En el cuarto episodio de su entrañable personaje, Jeff Lindsay vuelve a mostrarse tan sangriento como ingenioso. Y los fans de la serie televisiva disfrutarán aún más, ya que estas aventuras siguen caminos paralelos pero diferentes a los de la pequeña pantalla.

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Y tenía mucha razón en lo que decía, y si yo hubiera sido tan listo como me considero, habría sabido que esta conversación iba a tener lugar en un momento u otro, y habría estado preparado para ella. Pero había asumido estúpidamente que no hay nada en el mundo más poderoso que el statu quo, y Deborah me había pillado por sorpresa. Además, por lo que yo podía ver, no había nada en el pasado reciente capaz de desencadenar este tipo de confrontación. ¿De dónde salían estas cosas?

—Lo siento, Debs —dije—, pero, hum, ¿qué quieres que haga?

—Quiero que pares —repuso ella—. Quiero que seas diferente. —Me miró, sus labios temblaron, y después desvió la vista de nuevo por la ventana, más allá de la U.S. 1, hacia los raíles elevados del Transporte Hectométrico—. Quiero que… seas el tipo que siempre pensé que eras.

Me gusta pensar que cuento con más recursos que casi todo el mundo. Pero en aquel momento era como si estuviera atado y amordazado a las vías del tren.

—Debs —dije. Poca cosa, por lo visto el último cartucho que me quedaba en la recámara.

—Maldita sea, Dex —gritó, al tiempo que propinaba tal tortazo al volante que todo el coche tembló—. Ni siquiera puedo hablar del tema, ni siquiera con Kyle. Y tú… —Le arreó otro viaje al volante—. ¿Cómo puedo saber que estás diciendo la verdad, que cumples los designios de papá? —No sería exacto decir que me sentía herido en mis sentimientos, pues estoy muy seguro de que no tengo ninguno, pero la injusticia del comentario me resultó muy dolorosa.

—Yo no te mentiría —le respondí.

—Me has mentido cada día de tu vida que no me has dicho qué eras en realidad —replicó.

Estoy tan familiarizado con la filosofía de la Nueva Era y el doctor Phil [4] El doctor Phil McGraw, o doctor Phil a secas, ofrece asesoramiento sobre «estrategias de vida», basadas en su experiencia como psicólogo clínico, en un famoso programa de la televisión norteamericana (N. del T.) como cualquiera, pero llega un momento en que la realidad ha de imponerse, y me dio la impresión de que habíamos llegado a ese punto.

—De acuerdo, Debs. ¿Qué habrías hecho de haber sabido quién era en realidad?

—No lo sé —reconoció—. Todavía no lo sé.

—Pues eso —dije.

—Pero debería hacer algo.

—¿Por qué?

—¡Porque has matado a gente, maldita sea!

Me encogí de hombros.

—No puedo evitarlo. Y la verdad es que se lo merecían.

—¡No es correcto!

—Es lo que papá quería —aduje.

Un grupo de chicos en edad de estar en la universidad pasó junto al coche y nos miró. Uno de ellos dijo algo y todos rieron. Ja ja. Fijaos en esa pareja tan rara que se está peleando. El tipo dormirá esta noche en el sofá, ja ja.

Salvo que si no podía convencer a Deborah de que todo era como debía ser, por los siglos de los siglos, quizás esta noche dormiría en una celda.

—Debs —dije—, papá lo organizó así. Sabía lo que estaba haciendo.

—¿De veras? ¿O te lo estás inventando? Y aunque lo organizara así, ¿hizo lo correcto, o sólo era otro policía amargado y quemado?

—¡Era Harry! —exclamé—. Era tu padre. Claro que hizo lo correcto.

—Necesito más que eso.

—¿Y si no hay más?

Desvió la vista al fin y no golpeó el volante, lo cual fue un alivio. Pero estuvo callada durante tanto rato que empecé a desear que lo hiciera.

—No sé —dijo por fin—. No sé.

Eso era. Es decir, me di cuenta de cuál era el problema de mi hermana. ¿Qué hacer con el hermano homicida? Al fin y al cabo, era agradable, se acordaba de los cumpleaños y hacía regalos estupendos. Un miembro productivo de la sociedad, un tipo trabajador y abstemio… Si de vez en cuando salía a matar tipos malos, tampoco había para tanto.

Por otra parte, en la profesión de ella solía verse mal esa actividad. Técnicamente, su trabajo consistía en detener a gente como yo y acompañarla hasta el asiento reservado en la Freidora. Comprendía que podía provocarle algún tipo de dilema profesional, sobre todo cuando era su hermano quien se lo planteaba.

¿No?

—Debs —dije—, sé que esto es un problema para ti.

—Un problema —repitió. Una lágrima rodó por su mejilla, aunque no sollozó ni dio la impresión de estar llorando.

—Creo que él nunca quiso que lo supieras. Yo nunca debía decírtelo. Pero…

Pensé en encontrarla atada a una mesa con cinta adhesiva, y en mi verdadero hermano genético sobre ella, sosteniendo un cuchillo para él y otro para mí, y me di cuenta de que sería incapaz de matarla por más que lo necesitara, por más que eso me acercara a él, mi hermano, la única persona del mundo que me comprendía de verdad y me aceptaba tal como era. No podría hacerlo. Había vuelto a oír la voz de Harry, que me mantenía en el Camino.

—Joder —soltó Deborah—. ¿En qué coño estaba pensando papá?

Yo también me lo preguntaba a veces. Pero también me preguntaba cómo era posible que la gente se creyera las cosas que decía, y por qué yo no podía volar, y me parecía que esto pertenecía a la misma categoría.

—No podemos saber en qué estaba pensando —dije—. Sólo lo que hizo.

—Joder —repitió ella.

—Es posible. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Seguía sin mirarme.

—No lo sé. Pero creo que debo hacer algo.

Estuvimos sentados un largo rato sin nada más que decir. Después, puso el coche en marcha y volvimos a la autopista.

11

Hay pocas formas mejores de poner fin a una conversación que decirle a tu hermano que estás considerando la posibilidad de detenerle por asesinato, y hasta mi legendario ingenio no estaba a la altura de pensar en algo positivo que decir. De modo que circulamos en silencio, por la U.S. 1 hasta la 95 Norte, y después salimos de la autovía y entramos en Design District, pasado el desvío de la calzada elevada Julia Tuttle.

El silencio consiguió que el viaje se hiciera más largo de lo que era. Miré una o dos veces a Deborah, pero al parecer estaba absorta en sus pensamientos. Tal vez meditaba acerca de si utilizar conmigo las esposas buenas, o sólo el par extra barato que guardaba en la guantera. Fuera lo que fuera, mantenía la vista clavada al frente, giraba el volante como un autómata y entraba y salía del tráfico sin pensarlo, y sin dedicarme la menor atención.

Encontramos la dirección enseguida, lo cual fue un alivio, pues la tensión de evitar mirarnos y hablar era excesiva. Deborah frenó delante de una especie de almacén en la calle Cuarenta Noreste, y aparcó. Apagó el motor, todavía sin mirarme, pero hizo una pausa. Después, sacudió la cabeza y bajó del coche.

Supongo que yo debía seguirla como siempre, la sombra gigante de la Pequeña Debs, pero aún me quedaba una pizca de orgullo, y la verdad, si iba a detenerme por unos cuantos asesinatos recreativos, ¿esperaba que la ayudara a resolver éstos? O sea, no me hace falta pensar que las cosas son justas (nunca lo son), pero esto me parecía forzar los límites de la decencia.

De modo que seguí sentado en el coche y no miré cuando Debs se plantó ante la puerta de la casa y tocó el timbre. Fue sólo por el rabillo desinteresado del ojo que vi abrirse la puerta, y apenas me fije en el aburrido detalle de que Deborah exhibía su placa. Y desde donde estaba sentado sin mirar, me fue imposible afirmar si el hombre la golpeó y ella cayó, o si sólo la tiró al suelo y después desapareció dentro.

Pero mi interés apenas se despertó de nuevo cuando se irguió sobre una rodilla, cayó y no volvió a levantarse.

Oí un claro zumbido en la Central de Alarmas: algo iba muy mal y todo mi enfado con Deborah se evaporó como la gasolina sobre el pavimento caliente. Bajé del coche y me puse a correr por la acera a toda la velocidad de mis piernas.

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