Jeff Lindsay - Dexter por decisión propia

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Dexter por decisión propia: краткое содержание, описание и аннотация

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Psicópata desde la infancia, Dexter Morgan fue instruido por su padre en el arte del camuflaje: el forense diurno de la policía de Miami deja paso, cuando cae la noche, al asesino en serie de aquellos criminales que han escapado a la acción de la justicia. Pero haber conseguido el disfraz perfecto le va a servir de poco.
Al regreso de su luna de miel parisina, Dexter debe investigar la aparición de una serie de cadáveres dispuestos como obscenas obras de arte. Y, cuando su hermana es salvajemente atacada por el asesino, nuestro lunático favorito se verá luchando por salvar aquello que tanto le había complicado la vida: su propia familia.
En el cuarto episodio de su entrañable personaje, Jeff Lindsay vuelve a mostrarse tan sangriento como ingenioso. Y los fans de la serie televisiva disfrutarán aún más, ya que estas aventuras siguen caminos paralelos pero diferentes a los de la pequeña pantalla.

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—Pero también tenemos cierto número de contratistas independientes que diseñan proyectos, ¿no? A veces no consiguen el contrato, y quién sabe si eso les disgusta demasiado.

—Pero un contratista siempre podría presentarse al siguiente proyecto, ¿verdad?

Noel volvió a encogerse de hombros, y dio la impresión de que el movimiento iba a poner en peligro sus orejas debido a tenerlos demasiado puntiagudos.

—Tal vez.

—De modo que, a menos que se produjera un desacuerdo definitivo, en que la oficina dijera que nunca más volvería a utilizar sus servicios, no es probable.

—En ese caso, nos ceñiremos a los despedidos —precisó, y en cuestión de unos momentos había impreso una lista con, tal como había dicho, menos de una docena de nombres y las Últimas Direcciones Conocidas, nueve para ser exactos.

Deborah había estado mirando por la ventana, pero cuando oyó el zumbido de la impresora se acercó y se inclinó sobre el respaldo de mi silla.

—¿Qué tenemos? —me preguntó.

Saqué la hoja de papel de la impresora y la levanté.

—Puede que no sea nada. Nueve personas que fueron despedidas. —Me arrebató la lista de la mano y la miró como si le estuviera ocultando pruebas—. La vamos a comparar con sus archivos, para saber si lanzaron alguna amenaza.

Deborah apretó los dientes, y adiviné que tenía ganas de salir corriendo por la puerta y recorrer la avenida hasta llegar a la primera dirección, pero al fin y al cabo ahorraría tiempo priorizarlos y poner a los auténticos sospechosos encabezándola.

—Bien —dijo por fin—. Pero date prisa, ¿eh?

Nos dimos prisa. Pude eliminar a dos trabajadores que habían sido «despedidos» cuando Inmigración les había obligado a abandonar el país. Pero sólo un nombre ascendió al número uno de la lista: Hernando Meza, que había empezado a desmandarse (ésa era la palabra que constaba en el expediente) y había tenido que ser expulsado del edificio por la fuerza.

¿Y lo más bonito? Hernando había diseñado exposiciones en aeropuertos y terminales de cruceros.

Exposiciones, como las que habíamos visto en South Beach y en los Jardines Fairchild.

—Maldita sea —rugió Deborah cuando se lo conté—. Tenemos un buen sospechoso, así, sin más.

Admití que merecía la pena pasar a charlar con Meza, pero una voz tenue y persistente me estaba diciendo que las cosas nunca son tan fáciles, que cuando tienes a un buen sospechoso así, sin más, por lo general te llevas un chasco o te sale el tiro por la culata.

Y como ya deberíamos saber a esas alturas, cada vez que predices un fracaso tienes excelentes posibilidades de estar en lo cierto.

9

Hernando Meza vivía en un barrio de Coral Gables que era bonito, pero no demasiado bonito, y de esta forma, protegido por su propia mediocridad, no había cambiado mucho durante los últimos veinte años, al contrario que el resto de Miami. De hecho, su casa se encontraba a poco más de kilómetro y medio de donde Deborah vivía, lo cual les convertía prácticamente en vecinos. Por desgracia, eso no pareció influir a ninguno de los dos para que se comportaran como tales.

Empezó justo después de que Deborah llamara con los nudillos a su puerta. Adiviné por la forma en que agitaba el pie que estaba alborozada y convencida de que íbamos por el buen camino. Y entonces, cuando la puerta se abrió con una especie de zumbido mecánico y reveló la presencia de Meza, el pie de Deborah dejó de agitarse y ella exclamó, «¡Mierda!». Por lo bajo, naturalmente, pero bastante audible.

Meza la oyó y contestó: «Bien, que te den por el culo», y la miró con una cantidad de hostilidad impresionante, considerando que iba en una silla de ruedas motorizada y con las extremidades, al parecer, inutilizadas, salvo tal vez algunos dedos de cada mano.

El hombre empleó un dedo para manipular un joystick que descansaba sobre una bandeja metálica sujeta a la parte delantera de su silla, y avanzó algunos centímetros.

—¿Qué coño quieren? —preguntó—. No parecen lo bastante listos para ser Testigos, de modo que deben vender algo. Me irían de coña unos esquíes nuevos.

Deborah me miró, pero no tenía nada que ofrecerle, ni siquiera consejos, de modo que me limité a sonreír. Por algún motivo, eso la irritó. Frunció el entrecejo y apretó mucho los labios. Se volvió hacia Meza y, con un perfecto acento de Poli Frío, le preguntó:

—¿Es usted Hernando Meza?

—Lo que queda de él —replicó éste—. Habla como si fuera de la policía. ¿Es porque corrí desnudo en el partido de los Marlins? [3] Equipo de béisbol de Miami (N. del T.)

—Nos gustaría hacerle un par de preguntas —prosiguió Deborah—. ¿Podemos entrar?

—No —respondió el hombre.

Deborah ya había levantado un pie, con el peso inclinado hacia delante, dando por sentado que Meza, como todo el mundo, la dejaría entrar de manera automática. Se detuvo y retrocedió medio paso.

—¿Perdón?

—Nooooooo —repitió el inválido, pronunciando la palabra como si estuviera hablando a un idiota que no entendiera la idea—. Noooooo, no pueden entrar.

El hombre movió un dedo sobre los controles de la silla y ésta se precipitó sobre nosotros con mucha agresividad.

Deborah saltó a un lado, y después recuperó su dignidad profesional y se plantó delante de él, aunque a una distancia prudencial.

—De acuerdo. Lo haremos aquí.

—Oh, sí —se burló Meza—, hagámoslo aquí. —Empezó a mover el dedo sobre el joystick , y la silla avanzó y retrocedió varias veces—. Sí, nena, sí, nena, sí, nena —canturreó.

Estaba claro que Deborah había perdido el control del interrogatorio del sospechoso, cosa que el manual desaprueba. Volvió a saltar a un lado, nerviosa por la simbología sexual de la silla de Meza, y él la siguió sentado en ella.

—¡Vamos, mamá, ríndete! —gritó el hombre con una voz a medio camino entre una carcajada y un resuello asmático.

Lamento que pueda dar a entender que siento algo, pero a veces experimento una punzada de compasión por Deborah, porque la verdad es que se esfuerza mucho. Por lo tanto, mientras Meza giraba su silla siguiendo en minicírculos a Deborah, me puse detrás de él, me incliné sobre el respaldo de su silla y desenchufé el cable de sus baterías. El zumbido del motor cesó, la silla se detuvo de golpe y lo único que se oyó fue una sirena lejana y el golpeteo del dedo de Meza sobre el joystick .

En el mejor de los casos, Miami es una ciudad de dos culturas y dos idiomas, y los que estamos inmersos en ambas hemos aprendido que una cultura diferente puede enseñarnos muchas cosas nuevas y maravillosas. Siempre he sido partidario de esta idea, y ahora me recompensó, cuando Meza demostró ser tremendamente creativo tanto en inglés como en español. Nos soltó una retahíla impresionante de lugares comunes, y después su faceta artística floreció en todo su esplendor y me llamó cosas que nunca habían existido, salvo tal vez en un universo paralelo diseñado por Jerónimo Bosch. La actuación adoptó un aire de improbabilidad sobrenatural, debido a que su voz sonaba muy grave y ronca, pero en ningún momento permitió que eso le detuviera. Yo estaba francamente admirado, y por lo visto Deborah también, porque ambos nos quedamos escuchando hasta que por fin se cansó y concluyó con «Soplapollas».

Le rodeé y me detuve al lado de Debs.

—No digas esas cosas —le espeté al hombre, y me traspasó con la mirada—. Es muy prosaico, y tú estás por encima de eso. ¿Qué es lo que has dicho? ¿«Saco comemierda de vómito de zarigüeya»? Maravilloso.

Reconocí sus méritos con un pequeño aplauso.

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