John Buchan - Los 39 Escalones

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Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista…
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.

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Tomamos el café en su estudio, una acogedora habitación llena de libros y trofeos, desorden y comodidades. Tomé la decisión de que si algún día me libraba de este asunto y tenía una casa propia, crearía una estancia igual que aquélla. Cuando hubimos terminado el café y encendido los cigarros, mi anfitrión apoyó sus largas piernas encima del brazo de su butaca y me pidió que iniciara mi relato.

– He obedecido las instrucciones de Harry -dijo-, y el soborno que me ofreció fue que usted me diría algo digno de oírse. Estoy preparado, señor Hannay.

Me sobresalté al oír que me llamaba por mi nombre verdadero.

Empecé por el principio. Le hablé de mi aburrimiento en Londres, y de la noche que había encontrado a Scudder frente a la puerta de mi piso. Le repetí lo que Scudder me había contado sobre Karolides y la conferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores, y eso le hizo fruncir los labios y sonreír.

Después llegué al asesinato, y volvió a ponerse serio. Escuchó atentamente la historia del lechero y el relato de mi estancia en Galloway y de las horas que había pasado descifrando las notas de Scudder en la posada.

– ¿Las tiene aquí? -preguntó vivamente, y lanzó un profundo suspiro cuando extraje la agenda del bolsillo.

No dije nada sobre su contenido. A continuación describí mi encuentro con sir Harry, y los discursos políticos. Se echó a reír estrepitosamente.

– Harry no debió decir más que tonterías, ¿verdad? No me extraña. Es muy buena persona, pero el idiota de su tío le ha llenado la cabeza de quimeras. Continúe, señor Hannay.

Mi día como picapedrero le excitó un poco. Me hizo describir con todo detalle a los dos hombres del coche, y pareció rebuscar en su memoria. Volvió a alegrarse cuando le relaté mi encuentro con el necio de Jopley.

Pero el anciano de la casa del páramo le hizo fruncir el ceño. También tuve que describírselo con todo detalle.

– Imperturbable y calvo, y parpadeaba como un pájaro… ¡Igual que un ave de rapiña! Y usted dinamitó su casa, después de que él le salvara de la policía. ¡No está mal!

Finalmente, llegué al término de mi relato. Se levantó con lentitud y me miró desde la chimenea.

– Puede olvidarse de la policía -dijo-. No tiene dada que temer por parte de la ley.

– ¡Válgame Dios! -exclamé-. ¿Han encontrado al asesino?

– No. Pero hace quince días le borraron de la lista de sospechosos.

– ¿Por qué? -pregunté con estupefacción.

– Principalmente porque recibí una carta de Scudder. Le conocía, y había trabajado para mí. Era medio loco, medio genio, pero honrado a carta cabal. Lo malo de él fue su empeño en querer actuar solo. Eso impidió que nos fuera de utilidad en el servicio secreto… una lástima, porque estaba excepcionalmente dotado. Creo que era el hombre más valiente de este mundo, porque siempre temblaba de miedo, y a pesar de ello nada le hacía desistir de su empeño. El treinta y uno de mayo recibí una carta suya.

– Pero entonces ya hacía una semana que estaba muerto.

– La carta fue escrita y echada al correo el día veintitrés. Al parecer, no temía un fallecimiento inmediato. Sus comunicaciones solían tardar una semana en llegarme, porque primero eran enviadas a España y después a Newcastle. Estaba obsesionado por ocultar sus huellas.

– ¿Qué decía? -balbuceé.

– Nada. Únicamente que se hallaba en peligro, pero que había encontrado refugio en casa de un buen amigo, y que recibiría noticias suyas antes del quince de junio. No me daba ninguna dirección, pero decía que vivía cerca de Portland Place. Creo que su propósito era librarle a usted de toda sospecha si ocurría algo. Cuando la recibí fui a Scotland Yard, revisé la transcripción de la encuesta judicial, y comprendí que usted era el amigo. Hicimos averiguaciones sobre usted, señor Hannay, y llegamos a la conclusión de que era un hombre respetable. Adiviné los motivos de su desaparición, no sólo la policía, sino también los otros, y cuando recibí la nota de Harry adiviné el resto. Le estoy esperando desde hace una semana.

Pueden imaginarse el peso que todo esto me quitó de encima. Volví a sentirme un hombre libre, pues ahora sólo debería enfrentarme a los enemigos de mi país, no a la ley de mi país.

– Ahora echemos una hojeada a esa agenda -sugirió sir Walter.

Tardamos más de una hora en terminar. Le expliqué la clave, y él la captó con facilidad. Corrigió mi interpretación en varios puntos, pero en conjunto había sido correcta. Tenía una expresión solemne en el rostro cuando terminamos, y guardó silencio unos momentos.

– No sé qué pensar -dijo al fin-. Tiene razón en una cosa: lo que ocurrirá pasado mañana. ¿Cómo diablos ha podido saberse? Es horrible. Pero todo esto de la guerra y la «Piedra Negra» aún es peor, parece un melodrama. ¡Ojalá hubiese tenido más confianza en el criterio de Scudder! Lo malo de él es que era demasiado romántico. Tenía un temperamento artístico, y quería que todo fuese mejor de lo que Dios lo hizo. Además, se dejaba llevar por toda clase de prejuicios. Los judíos, por ejemplo, le hacían perder los estribos. Los judíos y las altas finanzas.

»“La piedra Negra” -repitió-. Der Schwarzestein. Es como una novela barata. ¡Y todas esas tonterías acerca de Karolides! Ésta es la parte más inconsistente de la historia, porque lo más probable es que el virtuoso Karolides nos sobreviva a los dos. Ni un solo estado europeo desea verle muerto. Además, últimamente se ha dedicado a adular a Berlín y Viena, y ha hecho pasar momentos muy difíciles a mi jefe. ¡No! En esto, Scudder se equivocó. Francamente, Hannay, no creo esta parte de la historia. Se está preparando un asunto muy feo y él averiguó demasiado y perdió la vida a causa de ello. Sin embargo, éste es el riesgo que corren todos los espías. Una cierta potencia europea hace un pasatiempo de su sistema de espionaje, y sus métodos no son demasiado particulares. Como paga por trabajo a destajo, sus componentes no se detienen ante uno o dos asesinatos. Quieren tener nuestros planes navales para su colección del Marinamt; pero no los conseguirán.

En ese momento el mayordomo entró en la habitación.

– Una llamada de Londres, sir Walter. Es el señor Eath, y quiere hablar personalmente con usted.

Mi anfitrión salió a hablar por teléfono.

Volvió a los cinco minutos con la cara lívida.

– Lamento lo que he dicho de Scudder -declaró-. Karolides ha sido asesinado esta misma tarde, unos minutos después de las siete.

8. La llegada de la «Piedra Negra»

Cuando a la mañana siguiente bajé a desayunar, tras dormir ocho horas seguidas, encontré a sir Walter descifrando un telegrama entre bollos y mermeladas. Su alegría del día anterior parecía haberse desvanecido por completo.

– Ayer me pasé una hora al teléfono después de que usted se fuera a acostar -dijo-. Encargué a mi jefe que hablara con el primer lord y el ministro de la Guerra, y traerán a Royer un día antes. Este telegrama lo confirma. Estará en Londres a las cinco. Es extraño que la palabra clave equivalente a souschef d’etat major-general sea «puerco».

Me indicó cuáles eran los platos calientes y prosiguió:

– No es que piense que vaya a servir de mucho. Si sus amigos fueron lo bastante listos para averiguar la fecha de la primera cita, lo serán para descubrir el cambio. Me gustaría saber dónde está la filtración. Creíamos que en Inglaterra sólo había cinco hombres enterados de la visita de Royer, y puede estar seguro de que en Francia hay menos, pues allí son incluso más cautelosos en estas cosas.

Continuó hablando mientras desayunábamos, sorprendiéndome al hacerme objeto de sus confidencias.

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