John Buchan - Los 39 Escalones

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Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista…
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.

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Hislop era un hombre alegre, que charló durante todo el camino por las colinas y el soleado valle de Annan. Yo hablé de los mercados de Galloway y los precios de los corderos, y él supuso que era un pastor de aquella zona, fuese la que fuese. Mi plaid y mi viejo sombrero, como he dicho, me conferían un aspecto escocés muy teatral, pero conducir ganado es una tarea mortalmente lenta, y tardamos todo aquel día en recorrer una veintena de kilómetros.

De no haber estado tan ansioso, habría disfrutado mucho. El tiempo volvía a ser espléndido y pasamos por hermosas colinas pardas y extensos prados verdes, oyendo el canto de las alondras y los chorlitos y el murmullo de los riachuelos. Pero mi estado de ánimo no era el más adecuado para apreciar las bellezas del verano ni la conversación de Hislop, pues a medida que se acercaba el fatídico quince de junio me sentía abrumado por las dificultades de mi empresa.

Cené algo en una humilde posada de Moffat, y anduve los tres kilómetros que me separaban del empalme de la vía férrea. El expreso nocturno del sur no salía hasta medianoche, y para ocupar el tiempo subí a una colina y me quedé dormido, pues el paseo me había fatigado. Sin embargo, dormí demasiado rato, y tuve que correr hasta la estación para no perder el tren. Los duros asientos de la tercera clase y el olor a tabaco barato me animaron. Ahora empezaba mi verdadera labor.

Llegué a Crewe de madrugada y tuve que esperar hasta las seis para abordar un tren con destino a Birmingham. Por la tarde llegué a Reading, y cambié el tren local que iba hasta el último rincón de Berkshire. Ahora me encontraba en una tierra de verdes praderas y arroyos rojizos. Hacia las ocho de la noche, un ser cansado y sucio -un cruce entre bracero y veterinario-, con un plaid a cuadros blancos y negros encima del hombro (porque no me atrevía a llevarlo al sur de la frontera), se apeó en la pequeña estación de Artinswell. Había varias personas en el andén, y pensé que sería mejor preguntar el camino en otro lugar.

La carretera pasaba a través de un gran bosque de hayas y de un valle poco profundo cubierto de flores. Después de Escocia, el aire tenía un olor fuerte e insulso, pero infinitamente dulce, pues los tilos, castaños y arbustos de lilas estaban en flor. Al poco rato llegué a un puente bajo el cual fluía un riachuelo de aguas claras y tranquilas entre níveos macizos de ranúnculos. Un poco más arriba había un molino y el estanque producía un agradable y fresco sonido en el aromático atardecer. No sé por qué, aquel lugar me calmó y me hizo sentir a gusto. Empecé a silbar mientras contemplaba el riachuelo, y la melodía que acudió a mis labios fue Annie Laurie.

Un pescador subió desde la orilla del agua, y al acercarse también empezó a silbar. La melodía debía ser contagiosa, pues me coreó. Se trataba de un hombre corpulento, vestido con unos sucios pantalones de franela y un viejo sombrero de ala ancha, y con una bolsa de lona colgada del hombro. Me hizo una inclinación de cabeza, y yo pensé que nunca había visto una cara más astuta y afable. Apoyó su delicada caña de tres metros de longitud en el puente, y se quedó mirando el agua igual que yo.

– Está clara, ¿verdad?-dijo con simpatía-. No hay río tan cristalino como el Kennet. Mire aquel pez. Debe pesar cerca de dos kilos. Pero está subiendo la marea y a esta hora nunca pican.

– No lo veo -dije yo.

– ¡Mire! ¡Allí! A un metro de las cañas, un poco más arriba de aquella roca.

– Ahora lo veo. Parece una piedra negra.

– Así es -repuso, y silbó otra estrofa de Annie Laurie.

– Su nombre es Twisdon, ¿verdad? -dijo por encima del hombro, con los ojos fijos en el riachuelo.

– No -contesté-. Quiero decir, sí. -Me había olvidado de mis alias.

– Un conspirador debe recordar su propio nombre -dijo, sonriendo ampliamente al ver una gallina junto al camino.

Me enderecé y le miré, observando su mandíbula cuadrada, su frente ancha y sus tersas mejillas, y empecé a pensar que finalmente había encontrado a un verdadero aliado. Sus penetrantes ojos azules parecían verlo todo.

De repente frunció el ceño.

– Digo que es una vergüenza -exclamó, levantando la voz-. Es una vergüenza que un hombre joven, fuerte y sano como usted se atreva a mendigar. En mi casa le darán de comer, pero no espere ni un penique.

Estaba pasando un carro, conducido por un hombre joven que alzó el látigo para saludar al pescador. Cuando hubo desaparecido, cogió su caña.

– Aquélla es mi casa -dijo, señalando hacia una verja blanca a unos cien metros de distancia-. Espere cinco minutos y después entre por la puerta trasera. -Y sin más palabras, se alejó.

Hice lo que me habían ordenado. Encontré una bonita casa con un césped que descendía hasta el riachuelo, y un sendero bordeado de sauquillos y lilas. La puerta trasera estaba abierta, y un severo mayordomo me aguardaba en el umbral.

– Venga por aquí, señor -dijo, y me condujo por un pasillo y una escalera de caracol hasta el dormitorio con vistas al río. Allí encontré un guardarropa completo dispuesto para mí: ropa de etiqueta, un traje de franela marrón, camisas, cuellos, corbatas, útiles de afeitar, cepillos para el cabello e incluso un par de relucientes zapatos-. Sir Walter ha pensado que las cosas del señor Reggie le irían bien, señor -dijo el criado-. Viene todos los fines de semana, y tiene algo de ropa aquí. Si desea bañarse, señor, le he preparado un baño caliente. La cena se servirá dentro de media hora. Ya oirá el gong.

El severo criado se retiró, y yo me senté en una butaca tapizada de chintz para recobrarme de la sorpresa. Era como una pantomima; pasar repentinamente de la pobreza a este ordenado desahogo. Evidentemente sir Walter creía en mí, aunque no pude adivinar por qué. Me miré al espejo, y vi a un moreno individuo, descuidado y ojeroso, con una barba de quince días y polvo en las orejas y los ojos, sin cuello, con una camisa vulgar, un raído traje de tweed y unas botas que necesitaban una limpieza con urgencia. Tenía el aspecto de un vagabundo, y acababa de ser introducido por un estirado mayordomo en este templo de acogedora opulencia.

Y lo mejor de todo era que ni siquiera sabían mi nombre.

Decidí no romperme la cabeza y tomar los dones que los dioses me habían otorgado. Me afeité, me bañé y me puse la ropa limpia, que no me sentaba tan mal.

Cuando hube terminado, el espejo me devolvió la imagen de un hombre aseado y bien vestido.

Sir Walter me esperaba en un comedor donde una pequeña mesa redonda estaba iluminada por candelabros de plata. Al verle -tan respetable y seguro, la personificación de la ley y el Gobierno y todos los convencionalismos- me desconcerté y me sentí como un intruso. No podía saber la verdad acerca de mí, porque entonces no me trataría de este modo. Pensé que no sería honrado aceptar su hospitalidad bajo una apariencia engañosa.

– Le estoy más agradecido de lo que puedo expresar, pero debo aclarar las cosas -dije-. Soy inocente, pero la policía me está buscando. Tenía que decírselo y no me sorprenderé si me echa de su casa.

Él sonrió.

– Me parece muy bien. No deje que eso le quite el apetito. Podemos hablar de todo después de cenar.

Jamás había comido con tal fruición, pues no había tomado más que un par de bocadillos en el tren a lo largo de todo el día. Sir Walter me agasajó, pues bebimos un buen champaña y después tomamos un oporto excelente. Estuve a punto de echarme a reír al verme allí sentado, servido por un lacayo y un estirado mayordomo, y acordarme de que había vivido como un bandido, perseguido por todos, durante tres semanas. Hablé a sir Walter de las pirañas del Zambesi, que te arrancarían los dedos de un mordisco si les dieras la ocasión, y charlamos de caza, pues él había sido un gran aficionado.

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