John Buchan - Los 39 Escalones

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Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista…
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.

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Me escoltaron fuera de la habitación con una pistola junto a cada oreja.

El almacén era la bodega de lo que había sido la antigua granja. No había ninguna alfombra sobre el suelo desigual, y nada donde sentarse aparte de un banco de escuela. La oscuridad era total, pues los postigos de las ventanas estaban herméticamente cerrados. Tras una laboriosa inspección a tientas, deduje que junto a las paredes se alineaban cajas, barriles y sacos de algo pesado. La estancia olía a moho y abandono. Mis carceleros hicieron girar la llave en la cerradura, y les oí pasear de un lado a otro mientras montaban guardia.

Me senté, envuelto por aquella fría oscuridad, en un estado de ánimo deplorable. El viejo se había marchado en un coche para recoger a los dos rufianes que me habían interrogado el día anterior. Ellos me habían visto en mi caracterización de picapedrero y me recordarían, pues llevaba el mismo atuendo. ¿Qué hacía un picapedrero a treinta kilómetros de su lugar de trabajo, perseguido por la policía? Una o dos preguntas les pondrían sobre la pista. Probablemente habían visto al señor Turnbull, probablemente también a Marmie; lo más seguro era que pudiesen relacionarme con sir Harry, y entonces todo estaría tan claro como el agua. ¿Qué posibilidades tenía yo en esta casa del páramo con tres peligrosos malhechores y sus criados armados?

Empecé a pensar con añoranza en la policía, que ahora debía estar batiendo la colina en pos de mi espectro. Al menos ellos eran compatriotas y hombres honrados, y su misericordia sería preferible a la de estos brutales extranjeros. Pero no me escucharían. Ese viejo demonio con párpados de halcón no había tardado en librarse de ellos. Tal vez hubiese sobornado a la policía local. Con toda probabilidad tenía cartas de varios ministros diciendo que debían darle toda clase de facilidades para conspirar contra Gran Bretaña. Así es como hacemos la política en la madre patria.

Los tres regresarían para almorzar, así que sólo tendría que esperar un par de horas. Era una espera muy amarga, pues ya nada ni nadie podría salvarme. Deseé poseer el valor de Scudder, pues debo confesar que mi fortaleza no era muy grande. Lo único que me mantenía era la rabia. Me hervía la sangre al pensar que estos tres espías pudieran acabar conmigo de este modo. Me consolé con la idea de que, en todo caso, quizá lograse retorcerle el cuello a uno antes de que me liquidaran.

Cuanto más pensaba en ello, más me enfurecía, y tuve que levantarme y pasear por la habitación. Intenté abrir los postigos, pero eran de los que se cierran con llave y no pude moverlos. Desde fuera llegaba el débil cloqueo de las gallinas al sol. Después me abrí paso a tientas entre los sacos y las cajas.

No pude abrir estas últimas, y los sacos parecían estar llenos de cosas como galletas para perro que olían a canela. Sin embargo, cuando daba la vuelta a la habitación, encontré un picaporte en la pared que me pareció digno de investigar.

Era la puerta de un armario empotrado y estaba cerrado con llave. Le di unos cuantos golpes y me pareció bastante endeble. A falta de otra cosa mejor que hacer, empleé toda mi fuerza en esa puerta y tiré del picaporte. La puerta cedió con un crujido, y temí que mis guardianes entraran a investigar. Esperé un poco, y después empecé a explorar los estantes del armario.

Allí había multitud de cosas extrañas. Encontré una o dos cerillas sueltas en los bolsillos de mis pantalones y obtuve una tenue luz. Se apagó en cuestión de segundos, pero me mostró una cosa. Había un pequeño surtido de linternas en un estante. Cogí una, y descubrí que funcionaba.

Con la ayuda de la linterna seguí investigando. Había botellas y cajas de productos que olían muy mal, seguramente sustancias químicas para experimentos, así como rollos de hilo de cobre y gran cantidad de un fino alambre de seda aceitoso. Había una caja de detonadores, y una cuerda para mechas. Después, al fondo de un estante, encontré una sólida caja de cartón, y un estuche de madera en su interior. Conseguí abrirlo, y vi que contenía una docena de pequeños ladrillos grises, de unos cinco centímetros cuadrados cada uno. Saqué uno, y descubrí que se desmigajaba fácilmente entre mis dedos. Después lo olí y lo lamí. A continuación me senté a pensar. No en vano había sido ingeniero de minas, y reconocía la lentonita en cuanto la veía.

Con uno de esos ladrillos podía volar la casa en mil pedazos. Había utilizado el producto en Rodesia y conocía su potencia. Lo malo era que mis conocimientos no resultaban exactos. Me había olvidado de la carga adecuada y el modo de prepararla, y no estaba seguro de la regulación del encendido. Además, sólo tenía una vaga idea sobre su potencia, pues aunque la había empleado no la había manejado con mis propias manos.

Sin embargo constituía una oportunidad, la única oportunidad posible. Era un gran riesgo, pero frente a él se alzaba una espantosa certidumbre. Si la utilizaba, las posibilidades serían de cinco a uno a favor de que yo volara por los aires; pero si no lo hacía, seguramente ocuparía un agujero de un metro ochenta de longitud hecho en el jardín aquella misma noche. Éste era el modo en que debía enfocarlo. Las perspectivas eran muy negras en ambos casos, pero al menos había una posibilidad, tanto para mí como para mi país.

El recuerdo del pequeño Scudder me decidió. Fue un momento crucial en mi vida, pues no sirvo para tomar estas decisiones tan importantes. Sin embargo, apreté los dientes y ahuyenté las terribles dudas que me asaltaron. Procuré no pensar en nada y me dije a mí mismo que estaba haciendo un experimento tan sencillo como los fuegos artificiales de Guy Fawkes.

Cogí un detonador, y lo acoplé a unos sesenta centímetros de mecha. Después rompí un ladrillo de lentonita en cuatro partes, y enterré un pedazo en una grieta del suelo debajo de uno de los sacos, conectándole el detonador. Era posible que la mitad de aquellas cajas fuese de dinamita. Si el armario contenía explosivos tan mortíferos, ¿por qué no las cajas? En este caso todo volaría por los aires, yo y los criados alemanes y un acre del terreno circundante. También existía la posibilidad de que la detonación hiciera estallar los demás ladrillos del armario, pues había olvidado casi todo lo que sabía acerca de la lentonita. Pero no servía de nada empezar a pensar en las posibilidades. El riesgo era muy grande, pero tenía que correrlo.

Me agazapé debajo del alféizar de la ventana y encendí la mecha. Después esperé uno o dos minutos. El silencio era total, y únicamente se oían las pisadas de unas botas en el pasillo y el apacible cloqueo de las gallinas en el exterior. Encomendé mi alma al Creador, y me pregunté dónde estaría al cabo de cinco segundos.

Una gran oleada de calor pareció elevarse del suelo, y flotó un agobiante segundo en el aire. Después la pared que había frente a mí se disolvió en una nube amarilla con un estruendo casi insoportable. Algo cayó sobre mí, golpeándome en el hombro izquierdo.

Y después creo que perdí el conocimiento.

Mi estupor apenas debió durar unos segundos. Me pareció que me asfixiaba entre la espesa humareda amarilla, y tras librarme de los escombros conseguí entonces ponerme en pie. Noté el aire fresco a mi espalda. El marco de la ventana había caído, y el humo se escapaba a través de la abertura. Salté al exterior y me encontré en un patio envuelto por una neblina espesa y acre. Me sentí mareado y dolorido, pero podía mover las extremidades y me alejé de la casa sin perder un segundo.

Al otro lado del patio, el pequeño canal de desagüe de un molino discurría bajo un acueducto de madera, y me dejé caer en él. El agua fresca me reanimó, y comprendí que era necesario huir a toda prisa. Seguí el canal entre el resbaladizo lodo verde hasta que llegué a la rueda del molino. Entonces me introduje en el viejo molino por el agujero del eje y fui a caer sobre un montón de paja. Un clavo me desgarró los pantalones, y dejé un jirón de paño tras de mí.

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