John Buchan - Los 39 Escalones

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Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista…
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.

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El hombre lo recogió, dio un vistazo a la primera plana y volvió a dejarlo en su sitio. Uno de los otros había estado mirándome las botas, y una palabra en alemán desvió hacia ellas la atención del que hablaba.

– Tiene buen gusto en materia de botas, ¿eh? -dijo-. Éstas no han salido de un zapatero de pueblo.

– No -contesté apresuradamente-. Vienen de Londres. Me las dio el caballero que estuvo cazando aquí el año pasado. ¿Cómo demonios se llamaba? -dije, rascándome la cabeza.

El elegante volvió a hablar en alemán.

– Sigamos -dijo-. Este tipo es un infeliz.

Me hicieron una última pregunta.

– ¿Has visto pasar a alguien a primera hora de la mañana? Podía ir en bicicleta o podía ir a pie.

Estuve a punto de caer en la trampa y contarles que un ciclista había pasado pedaleando rápidamente al amanecer. Sin embargo, me di cuenta del peligro que eso podía representar para mí. Fingí sumirme en profundas reflexiones.

– No es que me haya levantado muy temprano -dije-. Verán, mi hija se casó ayer por la noche, y estuvimos de jarana hasta tarde. He salido a eso de las siete, y entonces no había nadie en el camino. Desde que estoy aquí sólo han pasado el panadero y el pastor de Ruchill, aparte de ustedes, caballeros.

Uno de ellos me dio un cigarro, que olí cuidadosamente y metí en el hatillo de Turnbull. Luego, subieron al coche y a los tres minutos habían desaparecido.

Lancé un suspiro de alivio, pero seguí transportando piedras. Hice bien, pues el coche volvió a los diez minutos, y uno de los ocupantes me saludó con una mano. Esta gente no dejaba nada al azar.

Terminé el pan y el queso de Turnbull, y pronto hube acabado de acarrear las piedras. El siguiente paso era lo que me preocupaba. No podía seguir siendo picapedrero durante mucho tiempo. La misericordiosa Providencia había mantenido al señor Turnbull en el interior de su casa, pero si reaparecía habría problemas. Suponía que el cerco era aún muy estrecho en torno al valle, y que si andaba en cualquier dirección me toparía con gente que no dejaría de hacerme preguntas.

Permanecí en mi puesto hasta las cinco. A esa hora había decidido ir a casa de Turnbull al atardecer y correr el riesgo de atravesar las colinas en la oscuridad. Pero de repente apareció otro coche por el camino, y aminoró la velocidad a uno o dos metros de mí. Se había levantado un fresco viento, y el ocupante quería encender un cigarrillo.

Era un automóvil de turismo, con el compartimiento posterior lleno de maletas. En él iba un solo hombre, y daba la asombrosa casualidad de que yo le conocía. Se llamaba Marmaduke Jopley, y era una ofensa para la creación. Se le consideraba un parásito de la alta sociedad, que se ganaba la vida adulando a los hijos primogénitos, a los nobles ricos y a las damas ancianas. «Marmie», según pude deducir, era un asiduo de los bailes, semanas de polo y casas de campo. Era un hábil comerciante en escándalos, y se habría arrastrado un kilómetro sobre el viento para alcanzar cualquier cosa que tuviese un título o un millón. Yo llevaba una carta de presentación para su empresa cuando llegué a Londres, y él fue lo suficientemente amable para invitarme a cenar en su club. Allí alardeó a placer, y charló de sus duquesas hasta que su esnobismo me revolvió el estómago. Unos días después le pregunté a un hombre por qué nadie le daba una patada, y me dijo que los ingleses respetaban al sexo débil.

La cuestión era que ahora estaba aquí, pulcramente vestido, con un coche estupendo, de camino a la casa de uno de sus elegantes amigos. Se me ocurrió una idea, y al cabo de un segundo había saltado al compartimiento posterior y le tenía agarrado por un hombro.

– Hola, Jopley -dije-. ¡Bien venido, muchacho! -Sufrió un susto espantoso. Su rostro se tornó lívido al mirarme.

– ¿Quién diablos es usted? -balbuceó.

– Me llamo Hannay -dije-. De Rodesia, ¿no te acuerdas?

– ¡Santo Dios, el asesino! -exclamó.

– Así es. Y habrá un segundo asesinato, querido, si no haces lo que voy a decirte. Dame tu abrigo. La gorra también.

Me obedeció sin vacilar, pues estaba aterrorizado. Oculté mis sucios pantalones y la vulgar camisa bajo su elegante abrigo, que abotoné hasta arriba para esconder las deficiencias de mi cuello. Me puse la gorra, y añadí sus guantes a mi atavío. El polvoriento picapedrero se había transformado instantáneamente en uno de los más pulcros automovilistas de Escocia. Coloqué la indescriptible gorra de Turnbull sobre la cabeza del señor Jopley, y le prohibí que se la quitara.

Después, con algunas dificultades, hice girar el coche. Mi plan era regresar por donde había venido, pues los vigilantes, al haberlo visto antes, probablemente lo dejarían pasar sin sospechar nada, y Marmie no se parecía nada a mí.

– Ahora, hijo mío -dije-, quédate aquí sentado y sé buen chico. No quiero hacerte daño. Sólo te tomaré el coche prestado una o dos horas. Pero si me juegas una mala pasada, y sobre todo si abres la boca, te retuerzo el pescuezo. Savez?

Disfruté de aquel paseo vespertino. Recorrimos más de diez kilómetros a lo largo del valle, atravesamos uno o dos pueblos y pude ver a varios tipos de aspecto muy extraño paseando por el borde del camino. Éstos eran los vigilantes que habrían tenido mucho que decir si me hubieran visto con otro atuendo u otra compañía. Por el contrario, nos miraron con indiferencia. Uno de ellos se tocó la gorra a modo de saludo, y yo respondí amablemente.

Al atardecer enfilé un valle lateral que, como recordaba por el mapa, conducía a un rincón poco frecuentado de las colinas. Las casitas de los pueblos pronto quedaron atrás.

Al fin llegamos a un solitario páramo donde la noche oscurecía los destellos del ocaso en los charcos pantanosos. Aquí fue donde me detuve.

Hice girar cortésmente el coche y devolví sus pertenencias al señor Jopley.

– Mil gracias -dije-. Eres más útil de lo que creía. Ahora lárgate y ve en busca de la policía.

Sentado en la ladera de la colina, viendo cómo se alejaban las luces traseras del coche, pensé en las diversas clases de delitos que había cometido. En contra de la opinión general, no era un asesino, pero me había convertido en un tremendo mentiroso, un desvergonzado impostor y un salteador de caminos con una marcada preferencia por los coches caros.

6. La aventura del arqueólogo calvo

Pasé la noche sobre una plataforma de la ladera de la colina, al abrigo de una roca donde abundaban los brezos. Pasé mucho frío, pues me había quedado sin americana ni chaleco. Ambas prendas estaban en posesión del señor Turnbull, al igual que la agenda de Scudder, mi reloj y -lo peor de todo- mi pipa y mí petaca. Sólo conservaba el dinero en el cinturón, y media libra de galletas de jengibre en los bolsillos de los pantalones.

Tomé la mitad de estas galletas para cenar, e introduciéndome como un gusano entre los brezos obtuve algo de calor. Mi estado de ánimo había mejorado, y empezaba a disfrutar de este loco juego del escondite. Hasta ahora había tenido una suerte milagrosa. El lechero, el posadero literato, sir Harry, el picapedrero y el estúpido Marmie, todos habían sido muestras de mi buena fortuna. De alguna manera, el primer éxito me produjo la sensación de que saldría del apuro. Mi mayor infortunio era el hambre. Cuando un judío se dispara un tiro en la City y hay una encuesta judicial, los periódicos suelen informar de que el difunto estaba «bien alimentado». Recuerdo que pensé que no me calificarían como bien alimentado si me rompía el cuello en un agujero pantanoso. Empecé a torturarme a mí mismo -pues las galletas de jengibre únicamente habían puesto de relieve el doloroso vacío- con el recuerdo de toda la buena comida a la que apenas había prestado atención en Londres. Pensé en las crujientes salchichas de Paddock y las olorosas virutas de tocino ahumado, y los apetitosos huevos revueltos… ¡con cuánta frecuencia los había desdeñado! Pensé en las chuletas que hacían en el club, y en un jamón muy especial que siempre había en la mesa de entremeses, por el cual habría vendido mi alma al diablo. Pensé en todas las variedades de comestibles existentes, y finalmente me concentré en un gran bistec y una cerveza amarga con un poco de conejo a continuación. Pensando desesperadamente en estas exquisiteces me quedé dormido.

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