John Buchan - Los 39 Escalones

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Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista…
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.

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Le di la razón en lo de la cama.

– Es muy fácil de decir -gimió-, pero ayer recibí una postal avisándome de que el nuevo inspector de caminos se dejaría caer por aquí. Vendrá y no me encontrará, o me encontrará trompa, y me las cargaré de todas maneras. Me iré a la cama y diré que no estoy bien, pero ellos verán por qué no estoy bien.

Entonces tuve una inspiración.

– ¿Le conoce el nuevo inspector? -pregunté.

– No. Sólo hace una semana que tiene el trabajo. Va por ahí en un coche y vigila las obras.

– ¿Dónde está su casa? -pregunté, y señaló con un dedo tembloroso hacia una casita cercana al riachuelo.

»Usted váyase a la cama -dije-, y duerma tranquilamente. Yo ocuparé su puesto y veré al inspector.

Me miró inexpresivamente; después, cuando la idea se abrió paso en su cerebro, su cara se iluminó con la vacua sonrisa de un borracho.

– ¡Buen chico! -exclamó-. Va a ser muy fácil. He sacado todas esas piedras de ahí, y ya es bastante. Usted coja la carretilla y vaya amontonándolas. Me llamo Alexander Turnbull y llevo siete años en esto, y veinte con el rebaño antes de coger este trabajo, en Leithen Water. Mis amigos me llaman Ecky, y algunos Cuatro Ojos. Llevo gafas porque no veo bien. Usted sea amable con el inspector, y llámele señor, y ya estará contento. Volveré al mediodía.

Me prestó sus gafas y su sucia gorra; yo me quité la chaqueta, el chaleco y el cuello, y se los di para que se los llevara a su casa; también le pedí su pipa de arcilla. Me indicó mis sencillas tareas, y sin más problemas se marchó hacia la cama tambaleándose. La cama quizá fuese su principal objetivo, pero creo que también le quedaba algo en el fondo de una botella. Rogué para que el señor Turnbull hubiese llegado a su casa cuando mis amigos entraran en escena.

Entonces me dediqué a caracterizarme para el papel. Me abrí el cuello de la camisa -era una vulgar camisa a cuadros blancos y azules como las que llevan los campesinos- y dejé al descubierto un pecho tan moreno como el de cualquier labrador. Me enrollé las mangas, y apareció un antebrazo como el de un herrero, tostado por el sol y lleno de antiguas cicatrices. Me blanqueé las botas y las perneras de los pantalones con el polvo del camino, y estos últimos me los arremangué atándolos con un cordel por debajo de la rodilla. Después me dediqué a ensuciarme la cara. Con un puñado de polvo me hice una marca alrededor del cuello, en el lugar donde debían terminar las abluciones dominicales del señor Turnbull. También me froté las morenas mejillas con gran cantidad de tierra. Los ojos de un picapedrero tenían que estar inflamados, de modo que me metí un poco de tierra en los míos, y a fuerza de una vigorosa fricción conseguí lo que me proponía.

Los bocadillos que sir Harry me había dado acababan de desaparecer con mi chaqueta, pero el almuerzo del picapedrero, envuelto en un pañuelo rojo, estaba a mi disposición. Comí con avidez varias rebanadas de pan con queso y bebí un poco dé té frío. Dentro del pañuelo había un periódico local atado con un cordel y dirigido al señor Turnbull, evidentemente destinado a solazar su descanso del mediodía. Volví a hacer el envoltorio, y dejé el periódico bien visible junto a él.

Mis botas no me satisfacían, pero a fuerza de dar patadas entre las piedras las reduje a la superficie granítica que caracteriza el calzado de un picapedrero. Después me mordí y raspé las uñas hasta que los bordes estuvieron resquebrajados y desiguales. Los hombres con quienes debía enfrentarme no pasarían ningún detalle por alto. Rompí uno de los cordones de las botas y volví a atarlo con un torpe nudo, y aflojé el otro para que mis gruesos calcetines sobresalieran por encima de la caña.

Aún no había señales de ningún vehículo en el camino. El coche que yo había visto hacía media hora debía haber regresado a su punto de partida.

Una vez terminado mi arreglo, cogí la carretilla y empecé mis viajes al montón de piedras que había a unos cien metros de distancia.

Recordé a un viejo amigo de Rodesia, que había hecho muchas cosas raras en sus buenas épocas, y una vez me dijo que el secreto de interpretar un papel era identificarse con él. «Jamás lo harás bien -me dijo-, si no logras convencerte de que tú eres realmente el personaje.» Por lo tanto deseché todos mis pensamientos y me concentré en la reparación del camino. Pensé en la casita como en mi hogar, evoqué los años que había pasado con mi rebaño en Leithen Water, y me regocijé con la perspectiva de dormir en una cama de paja y beber una botella de whisky barato. Aún no se veía nada en aquel largo camino blanco.

De vez en cuando una oveja aparecía entre los brezos y me contemplaba. Una garza descendió a un remanso del riachuelo y empezó a pasear, haciéndome tanto caso como si hubiera sido una piedra. Seguí trabajando, arrastrando la carretilla con los cansinos pasos de un profesional. No tardé en sudar, y el polvo de mi cara se convirtió en una capa sólida y duradera. Ya estaba contando las horas que faltaban para que el atardecer pusiera fin al monótono trabajo del señor Turnbull.

De repente oí una voz en el camino y, al levantar los ojos, vi un pequeño Ford de dos plazas y a un hombre joven de cara redonda con un sombrero hongo.

– ¿Es usted Alexander Turnbull? -preguntó-. Yo soy el nuevo inspector de caminos. ¿Vive usted en Blackhopefoot, y está a cargo de la sección de Laidlawbyres a los Riggs? ¡Bien! Ha hecho un buen trabajo, Turnbull. Sin embargo, hay que limpiar los bordes un poco mejor. No deje de hacerlo. Buenos días. Volveremos a vernos.

Al parecer mi disfraz había resultado convincente para el temido inspector. Seguí trabajando, y a medida que la mañana avanzaba hacia el mediodía el camino se vio animado por un poco de tráfico. La camioneta de un panadero subió laboriosamente la colina, y le compré una bolsa de galletas de jengibre que metí en los bolsillos de mis pantalones en previsión de alguna emergencia. Después pasó un pastor con su rebaño, y me inquietó un poco al preguntar con estridencia:

– ¿Qué ha sido de Cuatro Ojos?

– En la cama con un cólico -repuse, y el pastor siguió adelante.

Hacia el mediodía un coche grande se deslizó colina abajo, pasó junto a mí y se detuvo a unos cien metros. Sus tres ocupantes bajaron como si quisieran estirar las piernas, y se acercaron lentamente.

Dos de ellos eran los que había visto desde la ventana de la posada de Galloway: uno delgado, anguloso, y moreno, y el otro sosegado y sonriente. El tercero tenía el aspecto de un aldeano; un veterinario, tal vez, o un pequeño granjero. Llevaba unos pantalones bombachos mal cortados, y tenía unos ojos tan brillantes y recelosos como los de una gallina.

– Buenas -dijo el último-. Tiene un trabajo fácil, ¿eh?

Yo no había levantado la cabeza mientras se acercaban, y ahora, al ser interpelado, enderecé la espalda lenta y fatigosamente, al modo de los picapedreros; escupí con fuerza, al modo escocés vulgar; y les miré fijamente antes de contestar. Me encontré ante tres pares de ojos que no pasaban nada por alto.

– Hay trabajos buenos y trabajos malos -dije sentenciosamente-. No me caería mal tener el suyo, con el trasero encima de almohadones durante todo el día. ¡Ustedes y sus cochinos coches son los que echan a perder mis caminos! Si hubiera algo de justicia, tendrían que arreglar lo que estropean.

El hombre de los ojos brillantes estaba mirando el periódico que yo había dejado junto al hatillo de Turnbull.

– Veo que recibe el periódico a tiempo -dijo.

Yo le eché una mirada con fingida indiferencia.

– Sí, a tiempo. Ése salió el sábado, o sea que llevo seis días de retraso.

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