John Buchan - Los 39 Escalones

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Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista…
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.

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No me había trazado ningún plan de viaje, pero seguí hacia el este guiándome por el sol, pues recordé que el mapa indicaba una región de minas de carbón y ciudades industriales al norte de donde me encontraba. Dejé atrás los páramos y atravesé un extenso prado a la vera de un río. Bordeé el muro de un parque a lo largo de muchos kilómetros, y a través de un claro de bosque divisé un gran castillo. Pasé por antiguos pueblecitos de casas con techumbre de paja, y sobre apacibles riachuelos, y crucé jardines llenos de espinos y laburnos amarillos. El paisaje era tan hermoso que me resultaba difícil creer en la existencia de alguien que quisiera matarme; y, ¡ay!, que al cabo de un mes, a no ser que la suerte me acompañara, estas redondas caras de campesinos estarían inmóviles y lívidas, y los hombres yacerían muertos en los campos ingleses.

Alrededor del mediodía entré en un pueblecito, y se me ocurrió detenerme a comer. En la calle principal estaba la oficina de correos, y en los escalones se hallaban la administradora y un policía enfrascados en la lectura de un telegrama. Cuando me vieron se despabilaron, y el policía avanzó con una mano en alto y me gritó que me detuviera.

Estuve a punto de obedecer. Después se me ocurrió que el telegrama podía tener algo que ver conmigo; que mis amigos de la posada habían llegado a un acuerdo y se habían unido para encontrarme, para lo cual, habían telegrafiado una descripción de mí y del coche a treinta pueblos por los que podía pasar. Solté los frenos justo a tiempo. El policía se lanzó sobre el automóvil y no se soltó hasta que le di un puñetazo en un ojo.

Comprendí que las carreteras no eran lugar para mí, y seguí adelante por los caminos vecinales. No resultaba fácil sin un mapa, pues corría el riesgo de meterme en el camino de una granja y desembocar en un estanque de patos o un establo, y no podía permitirme el lujo de sufrir un retraso. Empecé a darme cuenta de lo tonto que había sido al robar el coche. El gran automóvil verde constituiría una pista imborrable de mi paso a todo lo ancho de Escocia. Si lo abandonaba y continuaba a pie, no tardarían más de una hora o dos horas en descubrirlo y yo no podría disfrutar de ventaja en la carrera.

Lo primero que debía hacer era llegar al más solitario de los caminos. No me costó encontrarlo cuando me topé con un afluente del río mayor, y llegué a un valle con empinadas colinas a todo mí alrededor y a un tortuoso camino que cruzaba un desfiladero al final. Aquí no vi a nadie, pero me estaba llevando demasiado hacia el norte, de modo que giré hacia el este por un sendero muy malo y finalmente hallé una línea férrea de doble vía. Desde allí vi otro ancho valle, y pensé que si lo cruzaba quizá encontraría una remota posada donde pasar la noche. Empezaba a caer la tarde y yo estaba hambriento, pues desde el desayuno no había comido nada aparte de un par de bollos que había comprado por el camino.

En aquel momento oí un ruido en el cielo, y he aquí que veo aquel infernal avión, volando bajo y acercándose rápidamente a mí, unos quince kilómetros al sur.

Tuve el sentido común de recordar que en un páramo desnudo estaba a merced del aeroplano, y que mi única posibilidad era llegar al frondoso refugio del valle. Bajé la colina con la velocidad de un rayo, girando la cabeza, siempre que me atrevía, para observar a aquella maldita máquina voladora. No tardé en alcanzar un camino que discurría entre setos y descendía hacia el profundo valle de un arroyo. Después había un pequeño bosque, donde aminoré la velocidad.

De repente oí el rugido de otro coche a mi izquierda, y vi con horror que estaba llegando a la altura de dos pilares a través de los cuáles un sendero particular desembocaba en el camino. Mi bocina exhaló un sonido agonizante, pero era demasiado tarde. Pisé el pedal del freno, pero mi ímpetu resultaba demasiado grande, y un coche se cruzó en mi camino. El desastre se había producido sin remedio.

Hice lo único que podía hacer, y me lancé contra el seto de la derecha, confiando en hallar algo blando al otro lado.

Pero me equivoqué. Mi coche se deslizó a través del seto igual que mantequilla, y después cabeceó hacia adelante. Vi lo que iba a pasar, salté del asiento, y hubiera seguido saltando de no ser por la rama de un espino que me golpeó en el pecho, me levantó y me sostuvo, mientras una o dos toneladas de costoso metal resbalaban por debajo de mí, dando tumbos, y caían unos quince metros hasta el cauce de un riachuelo.

La rama cedió lentamente bajo mi peso. Primero caí encima del seto, y después sobre un emparrado de ortigas. Me estaba levantando cuando una mano me cogió del brazo, y una voz asustada preguntó si estaba herido.

Alcé la mirada y vi a un hombre joven con gafas y un gabán de cuero, que no cesaba de dar gracias a Dios y pedir disculpas. Por mi parte, en cuanto hube recobrado el aliento, no pude menos que alegrarme. Éste era un modo ideal para librarme del coche.

– Ha sido culpa mía, señor -contesté-. Es una suerte que no haya añadido un homicidio a mis locuras. Éste es el fin de mi viaje en coche por Escocia, pero habría podido ser el fin de mi vida.

Extrajo un reloj y lo miró.

– Es usted una buena persona -dijo-. Dispongo de un cuarto de hora, y mi casa está a dos minutos de aquí. Le daré ropa, comida y una cama.

Por cierto, ¿dónde tiene la maleta? ¿En el río, junto al coche?

– Lo llevo todo en el bolsillo -dije, sacando un cepillo de dientes-. Vengo de las colonias y viajo con poco equipaje.

– ¿De las colonias? -exclamó-. Por Dios, usted es el hombre que necesito. ¿Es, por una bendita casualidad, un librecambista?

– Lo soy -repuse, sin tener ni la más remota idea de lo que quería decir.

Me dio una palmada en la espalda y me hizo subir rápidamente a su coche. Tres minutos después nos detuvimos ante un pabellón de caza enclavado entre pinos, y me condujo al interior. Primero me llevó a un dormitorio y me sacó media docena de sus trajes, pues el mío había quedado reducido a jirones. Escogí uno de sarga azul, totalmente distinto de mi atuendo anterior, y una camisa blanca. Después me arrastró al comedor en cuya mesa estaban los restos de una comida, y me anunció que tenía cinco minutos para alimentarme.

– Puede llevarse un bocadillo, y cenaremos a la vuelta. Tengo que estar en la logia masónica a las ocho si no quiero que mi agente me dé un rapapolvo.

Tomé una taza de café y un poco de jamón, mientras el charlaba junto a la chimenea.

– Me encuentra usted en un gran apuro, señor…; por cierto, no me ha dicho su nombre. ¿Twisdon? ¿Pariente del viejo Tommy Twisdon del Sexagésimo? ¿No? Bueno, debe saber que soy candidato liberal por esta parte del mundo, y esta noche tengo un mitin en Brattlenurn; es la ciudad más grande, y una infernal fortaleza conservadora. Había logrado que el ex ministro de las colonias, Crumpleton, viniera a hablar esta noche, y lo anuncié a los cuatro vientos. Esta tarde he recibido un telegrama de ese rufián diciendo que había contraído la gripe en Blackpool, y me he quedado solo frente al peligro. Pensaba hablar diez minutos y ahora tendré que hacerlo cuarenta, aunque llevo tres horas estrujándome el cerebro y no se me ocurre nada que decir. Sea bueno y ayúdeme. Es librecambista y puede explicar a nuestra gente lo que significa el proteccionismo en las colonias. Todos ustedes tienen el don de la palabra… ojalá yo lo tuviera. Le estaré eternamente agradecido.

Yo apenas sabía nada del comercio libre, pero no vi ninguna otra oportunidad para conseguir lo que quería. Mi joven caballero estaba demasiado absorto en sus propias dificultades para pensar en lo extraño que era pedirle a un desconocido que había estado al borde de la muerte y perdido un coche de mil guineas que participara en un mitin a los poco momentos. Sin embargo, mis necesidades no me permitían extrañarme de nada ni escoger a mis aliados.

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