John Buchan - Los 39 Escalones

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Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista…
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.

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– Buenas tardes tenga usted -dijo con voz ronca-. Hace un tiempo espléndido para caminar.

El olor a humo y un sabroso asado llegó hasta mí desde la casa.

– ¿Puede decirme si esto es una posada? -pregunté.

– A su servicio -repuso cortésmente-. Yo soy el posadero, señor, y espero que se quede a pasar la noche, pues si he de decirle la verdad no he tenido compañía desde hace una semana.

Me encaramé al parapeto del puente y llené la pipa. Empecé a detectar a un aliado.

– Es usted muy joven para ser posadero -dije.

– Mi padre murió hace un año y me dejó el negocio. Vivo aquí con mi abuela. Es un trabajo muy aburrido para un hombre joven; yo había escocido otra profesión.

– ¿Cuál?

Se sonrojó.

– Quiero escribir libros -dijo.

– ¿Qué mejor oportunidad podría pedir? -exclamé-. Siempre he pensado que un posadero sería el mejor narrador de cuentos del mundo.

– Ahora no -se apresuró a contestar-. Quizá antiguamente, cuando había peregrinos, trovadores, bandoleros y diligencias por los caminos. Pero ahora no. Aquí no vienen más que coches llenos de mujeres gordas, que se detienen a almorzar, y uno o dos pescadores en primavera, y los cazadores en agosto. Eso no me proporciona demasiado material. Quiero ver la vida, viajar por el mundo y escribir cosas como Kipling y Conrad. Pero lo máximo que he hecho hasta ahora es publicar unos versos en el Chamber’s Journal.

A continuación miré hacia la posada, que destacaba contra las pardas colinas en la luz dorada del atardecer.

– Yo he vagado bastante por el mundo, y no despreciaría esta vida retirada. ¿Cree que la aventura sólo se encuentra en los trópicos o entre los hombres con camisas rojas? Quizá esté en contacto con ella en este momento.

– Eso es lo que dice Kipling -contestó, con los ojos brillantes, y citó un verso sobre «lo inesperado de las aventuras».

– Yo mismo puedo contarle una -exclamé-, y dentro de un mes podrá escribir una novela sobre ella.

Sentado en el puente en aquel suave crepúsculo de mayo, le expliqué una hermosa historia. Era cierta en lo esencial, aunque alteré los detalles secundarios. Le dije que era un magnate minero de Kimberley, que había tenido muchos problemas con la compra ilícita de diamantes y había descubierto a una banda. Me habían perseguido a través del océano, habían asesinado a mi mejor amigo y ahora estaban sobre mi pista.

Aderecé el relato con toda clase de pormenores. Le narré mi huida por el Kalahari hasta el África alemana, los días secos y calurosos, las noches maravillosamente oscuras. Le describí un atentado contra mi vida durante el viaje a casa, y le hice una narración verdaderamente espantosa del crimen de Portland Place.

– ¿No buscaba aventuras? -pregunté-. Pues bien, ya ha encontrado una. Los demonios andan detrás de mí, y la policía anda tras ellos. Es una carrera que estoy empeñado en ganar.

– ¡Santo Dios! -murmuró, inspirando profundamente-. Es como una novela de Conan Doyle.

– Usted me cree -dije con muestras de agradecimiento.

– Claro que sí -repuso, alargando la mano-. Creo todo lo que sale de lo corriente. Sólo desconfío de lo normal.

Era muy joven, justamente lo que me convenía.

– Me parece que por el momento he logrado despistarles, pero tengo que esconderme un par de días. ¿Puede ayudarme?

Me agarró por un codo con vehemencia y me condujo hacia la casa.

– Aquí estará seguro. Yo me ocuparé de que nadie chismorree. Y usted me contará todas sus aventuras, ¿verdad?

Al entrar en el porche de la posada oí el lejano rugido de un motor. Recortado sobre el horizonte estaba mi amigo el avión.

Me dio una habitación en la parte trasera de la casa, con una hermosa vista sobre la altiplanicie, y puso a mi disposición su propio estudio, que estaba repleto de ediciones baratas de sus autores favoritos. No vi a la abuela, de modo que supuse que guardaba cama. Una anciana llamada Margit me llevaba las comidas, y el posadero rondaba a mí alrededor a todas horas. Yo quería tener tiempo para mí, así que me inventé un trabajo para él. Tenía un ciclomotor, y a la mañana siguiente le envié a buscar el periódico, que solía llegar con el correo a última hora de la tarde. Le dije que abriera bien los ojos y tomara nota de cualquier persona extraña que viera, poniendo especial atención en los coches y aviones. Después me dediqué a estudiar la agenda de Scudder.

Volvió a mediodía con el Scotsman. No había nada en él, excepto nuevas declaraciones de Paddock y el lechero, y la confirmación de que el asesino había huido hacia el norte. Pero había un largo artículo, publicado por The Times, sobre Karolides y la situación en los Balcanes, aunque no se mencionaba ninguna visita a Inglaterra. Me libré del posadero durante el resto de la tarde, pues estaba muy ansioso por descifrar la clave.

Como he dicho, se trataba de una clave numérica, y gracias a un complicado sistema de experimentos había descubierto cuáles eran los números nulos y los puntos. El obstáculo lo constituía la palabra clave, y cuando pensé en los millones de palabras que Scudder podía haber utilizado se me cayó el alma a los pies. Pero hacia las tres tuve una súbita inspiración.

El nombre de Julia Czechenyi me vino a la memoria. Scudder había dicho que era la clave del asunto, y se me ocurrió utilizarlo para descifrar la clave.

Dio resultado. Las cinco letras de «Julia» me dieron la posición de las vocales. La A era la J, la décima letra del alfabeto, y estaba representada por X en la clave. La E era la U, o sea XXII, y así sucesivamente. «Czechenyi» me dio los números de las consonantes principales. Garabateé este esquema en un trozo de papel y me dispuse a leer las páginas de Scudder.

Al cabo de media hora estaba leyendo con la cara lívida y los dedos tamborileando encima de la mesa.

Miré por la ventana y vi un gran automóvil de turismo que se dirigía hacia la posada. Se detuvo frente a la puerta, y oí el ruido de unas personas que se apeaban. Parecían ser dos hombres, vestidos con sendos impermeables y gorras de tweed.

Diez minutos después, el posadero se introdujo en el cuarto con los ojos brillantes de excitación.

– Abajo hay dos tipos que le están buscando -susurró-. Están en el comedor, tomando un whisky con soda. Me han preguntado por usted y han dicho que esperaban encontrarle aquí. ¡Ah! y le han descrito muy bien, de las botas a la camisa. Les he dicho que estuvo aquí anoche y que se ha ido esta mañana en un ciclomotor, y uno de ellos ha maldecido como un carretero.

Le pedí que me los describiera. Uno de ellos era un hombre delgado y de ojos oscuros con cejas muy pobladas, mientras que el otro siempre sonreía y ceceaba al hablar. Ninguno de los dos era extranjero; mi joven amigo estaba seguro de eso.

Cogí un pedazo de papel y escribí estas palabras en alemán, como si formaran parte de una carta:

…Piedra Negra. Scudder lo había descubierto, pero no podía hacer nada hasta quince días después. Dudo que yo pueda lograr algo, especialmente ahora que Karolides no está seguro de sus planes. Pero si el señor T. lo ordena, haré todo lo que…

Lo hice muy bien, de modo que pareciese una página suelta de una carta particular.

– Lleve esto abajo y diga que lo ha encontrado en mi habitación, y pídales que me lo devuelvan si me alcanzan.

Tres minutos después oí que el coche se ponía en marcha, y escudriñando por detrás de la cortina vislumbré a las dos figuras. Uno era delgado, el otro era elegante; esto fue todo lo que pude distinguir.

El posadero apareció dando muestras de una gran excitación.

– El papel les ha despabilado -dijo alegremente-. El moreno se ha puesto tan blanco como un muerto y ha empezado a maldecir, y el gordo ha silbado y ha torcido el gesto. Han pagado las bebidas con medio soberano y ni siquiera han esperado que les diera el cambio.

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