John Buchan - Los 39 Escalones

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Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista…
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.

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El molino estaba abandonado desde hacía tiempo. Las escalerillas se habían podrido con los años, y en el desván las ratas habían hecho grandes agujeros en el suelo. Sentía náuseas, la cabeza me daba vueltas, y parecía tener el hombro y el brazo izquierdos totalmente paralizados. Miré por la ventana y vi que la neblina aún se cernía sobre la casa y el humo se escapaba por una ventana del piso superior. Dios quisiera que hubiese provocado un incendio, pues oí gritos procedentes del otro lado.

Sin embargo, no tenía tiempo que perder, ya que el molino era un mal escondite. Cualquiera que me buscase seguiría el canal, y estaba seguro de que la búsqueda comenzaría en cuanto viesen que mi cuerpo no se hallaba en el almacén. Desde la otra ventana vi que al otro lado del molino se alzaba un viejo palomar de piedra. Si lograra llegar hasta allí sin dejar huellas quizá encontrase un lugar donde ocultarme, pues deduje que mis enemigos, al descubrir que podía moverme, pensarían que había huido hacia campo abierto y me buscarían en el páramo.

Me deslicé por la escalerilla rota, echando paja tras de mí para cubrir mis pisadas. Hice lo mismo en el suelo del molino y en el umbral, donde la puerta colgaba de unas bisagras rotas. Escudriñé el exterior, y vi que entre el molino y el palomar había un camino de guijarros, donde no quedarían impresas mis pisadas. Además, no podía verse desde la casa gracias a los edificios del molino. Atravesé este espacio, llegué a la parte trasera del palomar y busqué una posible vía de ascenso.

Ésta fue una de las empresas más difíciles que he acometido jamás. El hombro y el brazo me dolían mucho, y estaba tan mareado y aturdido que apenas podía sostenerme en pie. Pero, pese a mi estado, lo conseguí. Utilizando los huecos y salientes como soporte, al final logré llegar arriba. Había un pequeño parapeto detrás del cual encontré espacio para echarme. Entonces cedí a un desvanecimiento pasado de moda.

Me desperté con la cabeza ardiendo y el sol en la cara. Me quedé inmóvil largo rato, pues aquella terrible humareda parecía haber aflojado mis articulaciones y reblandecido mi cerebro. Oí ruidos procedentes de la casa -hombres que hablaban con voz ronca y el rugido de un coche-. Me arrastré hasta un pequeño boquete en el parapeto, desde el cual se veía el patio de la casa, y vi salir a varias personas -un criado con la cabeza vendada, y después un hombre más joven con pantalones bombachos-. Buscaban algo, y se dirigieron hacia el molino. Entonces uno de ellos vio el jirón de tela en el clavo, y llamó al otro. Ambos volvieron a la casa, y regresaron acompañados de dos o más para inspeccionarlo. Vi la figura del último, y me pareció distinguir al hombre que ceceaba. Observé que todos llevaban pistola.

Durante media hora registraron el molino. Les

oí volcar los toneles y arrancar las podridas tablas del suelo. Después salieron al exterior y se detuvieron junto al palomar, discutiendo acaloradamente. El criado de la venda fue objeto de una severa reprimenda. Les oí forcejear con la puerta del palomar, y durante unos espantosos momentos creí que subirían. Después lo pensaron mejor y volvieron a la casa.

Pasé toda aquella larga tarde tostándome al sol. La sed fue mi peor tormento. Tenía la boca seca, y para empeorar las cosas oía el goteo del agua en el canal del molino. Contemplé el curso del riachuelo que venía del páramo, y lo seguí con la imaginación hasta la parte superior de la hoya, donde debía nacer de una helada fuente cubierta de helechos y musgo. Habría dado un millón de libras por sumergir la cara en ella.

Desde allí dominaba todo el páramo. Vi que el coche se alejaba a toda velocidad con dos ocupantes, y a un hombre montado en un caballo que se dirigió hacia el este. Supuse que me estaban buscando, y les deseé suerte.

Pero vi otra cosa más interesante. La casa se levantaba casi en la cima de una ondulación del páramo que coronaba una especie de meseta, y no había ningún lugar más alto en los alrededores. La cima en cuestión estaba llena de árboles, principalmente pinos, con unos cuantos fresnos y hayas. En lo alto del palomar yo me encontraba casi al mismo nivel de las copas de los árboles, y podía ver lo que había más allá. El bosque no era compacto, sino sólo un anillo, y en el centro había un óvalo de césped muy parecido a un gran campo de criquet.

No tardé demasiado en adivinar de qué se trataba. Era un aeródromo, y un aeródromo secreto. El lugar había sido muy bien escogido. Suponiendo que alguien viera descender un avión sobre esta zona, pensaría que había sobrepasado la colina situada más allá de los árboles. Como el lugar estaba en la cúspide de una elevación y en medio de un gran anfiteatro, cualquier observador desde cualquier dirección llegaría a la conclusión de que se había perdido de vista detrás de la colina. Sólo una persona que estuviera muy cerca se daría cuenta de que el avión no había sobrepasado la colina sino descendido en medio del bosque. Un observador con un telescopio desde una de las colinas más altas podría descubrir la verdad, pero allí sólo iban los pastores, y los pastores no llevaban telescopios ni prismáticos. Desde el palomar vi una lejana franja azul, el mar, y me enfurecí al pensar que nuestros enemigos tenían esta torre secreta para vigilar nuestras aguas.

Después pensé que si el avión regresaba, lo más probable era que me descubriese. Por lo tanto, pasé toda la tarde echado y aguardando ansiosamente la llegada de la oscuridad, por lo que lancé un suspiro de alivio cuando el sol se ocultó tras las grandes colinas del oeste y la penumbra crepuscular se abatió sobre el páramo. El avión se retrasaba. La oscuridad ya era muy densa cuando oí el ruido del motor y lo vi planear hacia su refugio del bosque. Hubo luces que centellearon y muchas idas y venidas desde la casa. Después llegó la noche y se hizo el silencio.

A Dios gracias, la noche era oscura. La luna estaba en cuarto menguante y no se levantaría hasta más tarde. Tenía demasiada sed para esperar, así que hacia las nueve, por lo que pude deducir, empecé el descenso. No fue fácil, y a medio camino oí abrirse la puerta trasera de la casa y vi el reflejo de una linterna sobre la pared del molino. Durante unos aterradores minutos me adherí al muro del palomar y recé para que no se acercara nadie. Después la luz desapareció, y yo me dejé caer tan suavemente como pude sobre el duro suelo del patio.

Me arrastré a lo largo de un muro de piedra hasta llegar al círculo de árboles que rodeaba la casa. Si hubiera sabido cómo hacerlo, habría intentado inutilizar aquel avión, pero comprendí que cualquier tentativa sería inútil. Estaba seguro de que habría algún tipo de defensa en torno a la casa, de modo que atravesé el bosque a gatas, tanteando cuidadosamente el terreno ante mí. Hice bien, pues al fin encontré un alambre a unos sesenta centímetros del suelo. Si hubiese tropezado con él, indudablemente habría disparado alguna alarma en la casa y habría sido capturado.

Unos cien metros más adelante encontré otro alambre hábilmente colocado en el borde de un pequeño arroyo. Al otro lado estaba el páramo, y a los cinco minutos me encontré rodeado de helechos y brezos. Pronto llegué al límite de la elevación, a la angosta hoya de donde fluía el canal del molino. Diez minutos después tenía la cara debajo del manantial y bebía litros de la bendita agua.

No me detuve más hasta que hube puesto una veintena de kilómetros entre la casa y yo.

7. El pescador aficionado

Me senté en la cumbre de una colina y examiné mi posición. No me sentía demasiado feliz, pues mi natural alegría por haber escapado se veía mermada por las fuertes molestias físicas que sufría. Aquellos vapores de lentonita me habían envenenado considerablemente, y las horas pasadas al sol en el palomar no habían contribuido a mejorar las cosas. Tenía un dolor de cabeza insoportable, y estaba muy mareado. Además, mi hombro empeoraba por momentos. Al principio pensé que sólo había sido una magulladura, pero parecía estar hinchándose y no podía mover el brazo izquierdo.

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