Cara Black - Asesinato En Paris

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Cara Black se ha forjado un renombre con las novelas que narran las aventuras de la detective Leduc, ambientadas en París. En sus páginas se puede disfrutar de La Ciudad de la Luz como si se paseara por sus calles. Es la serie de la que se habla en toda Europa.
Un misterioso rabino se acerca a Aimeé Leduc, detective parisina medio francesa y medio americana, y le pide que descifre una fotografía codificada de cincuenta años de antigüedad y se la haga llegar a una mujer en el Marais, el viejo barrio judío. Cuando lo hace, se encuentra con un cadáver en cuya frente alguien ha grabado una esvástica. Con la ayuda de su socio, un enano de extraordinarias habilidades informáticas, se decide a resolver este horrendo asesinato y se encuentra en el centro de un peligroso juego de política actual y viejos crímenes de guerra. Aimée recorre tejados y cloacas, los órganos del poder y los bajos fondos de París, para descubrir la historia de la ciudad que conforma su presente.

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– Leduc, he comprobado lo que dijiste de esa manifestación que pasaba por Les Halles-dijo Morbier-.El grupo se llama Les Blancs Nationaux, de triste fama por acoso en el Marais.

Ella se encogió.

– ¿Y si un miembro de Les Blancs Nationaux la siguió hasta casa?-dijo él. La culpa hacía que dudara… ¿y si existía una conexión?

– ¿Sigues ahí?- dijo él.

– ¿Qué quieres que haga?- soltó ella.

– Pon a funcionar tu cerebro y ayúdame. Necesito algo más que compartir la información.

No había forma de disuadirlo. Además sería lógico empezar por ahí.

Se vistió y maquilló de forma distraída. Después de haber metido todo de cualquier manera en la bolsa del gimnasio, se miró en el espejo. Sentía que los pies se le pegaban al húmedo suelo del miedo que tenía. Se dio cuenta de que llevaba los pantalones del revés y que la etiqueta colgaba del exterior de su camisa de seda negra. Se le había corrido la máscara en las pálidas mejillas y eso le había dado a sus ojos un aspecto de oso panda. Tenía los finos labios embadurnados de rojo.

Parecía un payaso asustado. No quería investigar a neonazis punks. Ni el asesinato de esta mujer. Quería mantener a raya a los fantasmas que acechaban.

Jueves por la mañana

Hartmuth miró fijamente la esfera fluorescente de su reloj Tag Heuer: las 5:45 de la mañana. A sus pies se extendía la place des Vosges , sumida en la neblina. Un solitario estornino gorjeaba desde el alféizar de su balcón: Hartmuth imaginó que se había perdido cuando su bandada se dirigió hacia el sur. Sorbió su café con leche en la luz grisácea. El aroma de los cruasanes de mantequilla impregnaba la habitación.

Se sentía sobrepasado por el arrepentimiento; su culpa por amar a Sarah y, sobre todo, por no haberla salvado hacía tantos años. Le sobresaltó el sonido de alguien que llamaba a la puerta junto a su suite. Se envolvió en la bata de franela y trató de pensar en algo diferente.

Guten tag , Ilse-dijo Hartmuth sonriendo cuando ella entró.

Ilse sonrió y echó un vistazo al montón de papeles sobre el escritorio. Con su pelo blanco como la nieve y sus lustrosas mejillas, tenía pinta de arrastrar tras ella una prole de nietos pidiéndole mandelgebäck recién hechos. En lugar de eso, ahí estaba en pie, ella sola, juntando las palmas de las manos y con su robusta figura encerrada en un traje de pantalón color marrón caja. Casi como si estuviera rezando.

– ¡Un hito para nuestra causa!-dijo ella emocionada en voz baja-.Estoy orgullosa de que se me permita ayudarle, mein Herr .

Hartmuth desvió la mirada. Ella se afanó en cerrar las puertas del balcón.

– ¿Ha llegado ya la valija diplomática, Ilse?

Ja, mein Herr , y tiene usted una reunión por la mañana temprano.-Le entregó un montón de faxes-.Estos han llegado hace un rato.

– Gracias, Ilse, pero…-dijo levantando una mano para apartar los faxes-, primero el café.

Ilse lo hizo como que no se enteraba.

– ¿Qué es eso que tiene en la mano?

Sorprendido, Hartmuth miró las roñosas medias lunas de sangre seca sobre la palma de su mano. El mullido edredón blanco de su cama también tenía restos de manchas marrones. Sabía que solía apretar los puñospara combatir su tartamudeo.¿Lo habría hecho también mientras dormía?.

Ilse achicó los ojos. Dudó como si estuviera tomando una decisión, y le lanzó la bolsa de piel azul.

– La valija diplomática, señor.

– Ja, llámame antes de la reunión, Ilse.

– Me encargaré de organizar los estudios comparativos comerciales, señor-dijo, cerrando tras ella la puerta de la habitación contigua.

Hartmuth pulsó 6:03 a.m. en el teclado adjunto al asa de la bolsa e introdujo su código de cuatro cifras. Esperó a que se produjeran una serie de pitidos y pulsó entonces su código de acceso alfanumérico. Se detuvo y recordó el tiempo en el que tener el honor de recibir la valija diplomática habría sido suficiente.

El cerrojo se abrió con un chasquido y reveló una serie de informes sobre restricciones a la inmigración. Movió la cabeza al recordar. Eran como las viejas leyes de Vichy, solo que entonces existían cuotas para los judíos.

El tratado ordenaba que cualquier inmigrante sin los documentos necesarios fuera encarcelado sin tener derecho a juicio. Sabía que el motivo subyacente era la agobiante tasa de desempleo del doce con ocho por ciento, existente en Francia, la más elevada desde la guerra. Incluso las cifras del desempleo en Alemania se habían incrementado alarmantemente desde la reunificación.

El teléfono junto a él sonó una y otra vez, lo cual le devolvió de golpe al presente-

Grussen Sie , Hartmuth- le llego la inconfundible voz rasposa desde Bonn-. El primer ministro quiere felicitarle por la excelente labor realizada hasta ahora.

¿Hasta ahora?

Hartmuth se puso en posición de firmes mentalmente.

– Gracias, señor. Creo que estoy listo.

Sin embargo, para lo que no estaba preparado era para lo que vino después.

– También le nombra consejero de comercio sénior. ¡Mi más sentida enhorabuena!

Hartmuth se mantuvo en silencio, atónito.

– Después de que firme usted el tratado, Hartmuth-continuó diciendo la voz-, el ministro francés de Comercio espera que se quede usted y lidere la negociación de las tarifas.

Más sorpresa. El miedo le paralizaba.

– Pero, señor, eso está por encima de mis competencias. Mi ministerio solo analiza informes de los países participantes.-Luchaba por intentar buscarle un sentido a todo-. ¿No consideraría usted que este puesto en la Unión Europea es, más bien, un puesto de hombre de paja?

La voz hizo caso omiso de su pregunta.

– El domingo en la plaza de la concordia todos los delegados de la Unión Europea asistirán a la apertura de la Cumbre del Comercio. En las negociaciones de las tarifas usted impulsará los nuevos informes para que se llegue a un consenso. Lo que queremos es la aprobación unánime. Un doble golpe maestro, ¿no cree?

– No lo entiendo. Para ser un puesto de consejero interno, parece que…

La voz lo interrumpió.

– Usted firmará el tratado, Hartmuth. Lo estaremos vigilando. Unter den Linden.

La voz se cortó. La mano de Hartmuth temblaba al colgar el teléfono.

Unter den Linden . Alrededor de 1943, cuando los generales nazis se dieron cuenta de que Hitler estaba perdiendo la guerra. Las SS se constituyeron en grupo político bajo el nombre en clave de Hombres Lobo, al objeto de continuar el Reich de los Mil Años. Cuando lo ayudaron a escapar de la muerte en un campo POW, de Siberia en 1946, esos mismos generales le habían proporcionado una nueva identidad: la de Hartmuth Griffe, un soldado sin tacha de la Wehrmacht, que había caído en Stalingrado y que no tenía ninguna relación con la Gestapo ni con las SS. Esta identidad le dio a Hartmuth, socialmente, un pasado que resultaba aceptable para las fuerzas aliadas. Era una práctica común, aunque secreta, utilizada para blanquear los pasados nazis. Estos pasados limpios tenían que ser reales, así que se los hurtaban a los muertos. Con la eficacia típica de los hombres Lobo, se escogieron nombres lo más parecidos posible a los originales, de forma que se sintieran cómodos utilizándolos y menos propensos a cometer errores. ¿Cómo podrían replicar los muertos? Pero si por casualidad alguien sobrevivía o algún miembro de la familia preguntaba algo, había montañas de muertos entre los que escoger. Además, ¿quién iba a comprobar nada?

Los Hombres Lobo exigían que se les pagara, lo cual se traducía en un compromiso para toda la vida. Ilse estaba aquí para garantizarlo.

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