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Cara Black: Asesinato En Paris

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Cara Black Asesinato En Paris

Asesinato En Paris: краткое содержание, описание и аннотация

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Cara Black se ha forjado un renombre con las novelas que narran las aventuras de la detective Leduc, ambientadas en París. En sus páginas se puede disfrutar de La Ciudad de la Luz como si se paseara por sus calles. Es la serie de la que se habla en toda Europa. Un misterioso rabino se acerca a Aimeé Leduc, detective parisina medio francesa y medio americana, y le pide que descifre una fotografía codificada de cincuenta años de antigüedad y se la haga llegar a una mujer en el Marais, el viejo barrio judío. Cuando lo hace, se encuentra con un cadáver en cuya frente alguien ha grabado una esvástica. Con la ayuda de su socio, un enano de extraordinarias habilidades informáticas, se decide a resolver este horrendo asesinato y se encuentra en el centro de un peligroso juego de política actual y viejos crímenes de guerra. Aimée recorre tejados y cloacas, los órganos del poder y los bajos fondos de París, para descubrir la historia de la ciudad que conforma su presente.

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– Ya no hablamos de ella.

Y nunca más lo hicieron.

Llevaba tres semanas sin un cigarrillo, y los vaqueros a medida le apretaban, así que anduvo de un lado a otro en lugar de sentarse. Siempre había pensado que los crímenes que investigaba la comisaría de policía del Marais rara vez estaban en consonancia con las elegantes instalaciones de la división. Sensores de armas de alta tecnología, se escondían empotrados en los apliques de bronce, sobre las paredes de esta mansión del siglo XIX al estilo del Segundo imperio. Las ventanas con vidrieras formando rosetas dejaban pasar la luz formando dibujos en las paredes de mármol. Pero las colillas en ceniceros que se desbordaban, las grasientas migas y el rancio olor al sudor del miedo, hacían que oliera como cualquier otra comisaría de policía en la que ella hubiera estado.

Este palaciego edificio se encontraba junto a los antiguos cuarteles de Napoleón y el Tesoro Público del distrito cuatro, la oficina de la tesorería en rue de la Verrerie. Pero los parisinos lo llamaban flics et taxes , la Double Mot: “polis e impuestos, la muerte doble”.

Avanzó por el rallado suelo de parqué para leer el tablón de anuncios de la sala de espera. Un anuncio roto con fecha de hacía ocho meses, decía que se estaban formando ligas de petanca y que se animaba a todos los buenos jugadores a que se apuntaran pronto. Junto a él, un cartel de la Interpol con los criminales más buscados seguía incluyendo la fotografía de Carlos, el Chacal. Debajo, una nota anunciaba un subarriendo en Montsouris, un “ studio economique ” por cinco mil francos al mes, barato para ser el distrito catorce. Se imaginó que eso quería decir que habría que trepar hasta una guarida en un sexto piso, con un retrete de los de cadena al final del pasillo.

Aimeé estaba de pie delante del tablón atándose el pañuelo de seda y sabía que había acertado la primera vez. Odiaba mentir a los flics , especialmente a Morbier.

Quizá tendría que convencer a Morbier de que estaba pensando en convertirse al judaísmo, en lugar de decirle la verdad sobre un viejo cazador de nazis que la había hecho cincuenta mil francos más rica, a contratarla para entregar la mitad de una fotografía a una mujer muerta. Y que luego la había contratado para encontrar a su asesino.

Madame Noiret se subió las gafas que se le resbalaban y señaló al interior.

– Adelante, Aimeé. El inspector Morbier te recibirá.

Entró en la sala de Homicidios, con un techo de casi cinco metros de altura. Pocas mesas estaban ocupadas. Sobre la de Morbier había montones de expedientes sobados. Junto a la centelleante pantalla del ordenador había una tacita de café. Su relleno cuerpo de cincuenta y nueve años se apoyaba en el respaldo de una silla en peligroso equilibrio. Sujetaba el teléfono sobre un hombro mientras con una mano se rascaba la cabeza de pelo entrecano y con la otra sostenía un cigarrillo, casi a escondidas, entre el índice y el pulgar. Cuando colgó, ella observó sus dedos manchados de nicotina, con las uñas cortas y separadas, que rebuscaban en el arrugado paquete de Gauloises de celofán, para encontrar otro cigarro. Sobre los escritorios, un televisor conectado a France 2 mostraba sin cesar coches destrozados, accidentes de petroleros en alta mar y desastres ferroviarios.

Encendió el cigarrillo, protegiéndolo con las manos, como si soplara una galerna. Conocía a su padre desde que entraron juntos en el cuerpo, pero después del accidente, había mantenidos las distancias.

La miró intencionadamente a la vez que le señalaba una desportillada silla de metal.

– Ya sabes que tuve que hacer un poco de teatro, especialmente para los de la Brigada.

Se imaginó que eso sería, probablemente, lo más cercano a una disculpa que escucharía por su comportamiento en el piso de Lili Stein.

– Me complace presentar declaración, Morbier.- Intentó que la frialdad quedara fuera de su tono-. El Templo de E’manuel ha mantenido mis servicios.

– ¿Así que el Templo te contrató antes de que la mataran?- Morbier hizo un gesto afirmativo-.¿Por si acaso se la cargaban?

Ella negó con la cabeza y se sentó en el borde de la silla de metal.

– Sé buena y explícamelo.

Morbier podía pasar por académico hasta que abría la boca. Su padre solía llamarlo “Francés puro del arroyo”, pero estaba claro que la mayoría de los flics no eran licenciados por la Sorbona.

– No es de buen gusto incriminar a los muertos, Morbier.- Cruzó las piernas, esperando que los estrechos vaqueros no le cortaran la circulación.

Ahora él parecía estar interesado.

– Tú la encontraste, Leduc. Eres mi première suspecte . Cuéntamelo.

Ella dudo.

– Confía en mí. Nunca llevo a juicio a los muertos.- Le guiñó un ojo-. Nada va a salir de este despacho.

Ya, y los cerdos vuelan. Pidió perdón a Lili Stein mentalmente.

– Por favor, no digas nada a su hijo.

– Lo consideraré.

– Haz algo mejor, Morbier-dijo ella-. El Templo no quiere ver que se hace daño a la familia. Había rumores de robos en tiendas.

Morbier soltó un bufido.

– ¿Qué es todo esto?

– Ya sabes cómo a la gente mayor a veces se les olvidan artículos en los bolsillos -dijo-. El rabino me dijo que hablara con ella, que intentara convencerla de que los devolviera. En secreto.

– ¿Qué tipo de objetos?

– Pañuelos de Monoprix, linternas de Samaritaine. Nada de valor.- Intentó no morirse de vergüenza en la silla de duro respaldo.

Morbier consultó un expediente sobre su escritorio.

– Encontramos candelabros de bronce, de los de iglesia.

Aimeé movió la cabeza.

– Escondía cosas. Como una niña, y se le olvidaba dónde.- Se levantó y metió la mano en el bolsillo.

De camino a la comisaría se le había ocurrido una razón lógica para explicar su presencia en la zona. La radio había informado de grandes manifestaciones de la derecha por todo el Marais protestando en contra de la cumbre europea.

– Iba siguiéndola desde Les Halles, pero la perdí en esa manifestación. Había neonazis por todos los sitios. Me imaginé que había regresado a su apartamento, así que a última hora fui y…

Por lo menos la parte en la que le contó cómo había encontrado el cuerpo, era cierta.

– Deja que vea si he entendido.-Morbier aspiró profundamente el cigarro que acababa de encender y exhaló anillos de humo sobre la cabeza de Aimeé-.¿La seguiste por si robaba en alguna tienda, la perdiste en Les Halles en una manifestación fascista y luego fuiste a su apartamente y la encontraste tatuada al estilo nazi?-La miró con los ojos entrecerrados-.¿Por qué estaban tus huellas en los mandos de la radio?

Ella evitó su mirada lo mejor que pudo.

Mais bien sûr! Porque tuve que bajar el volumen. El asesino subió el volumen a tope para ahogar los gritos de Lili, y luego dejó los pañuelos de papel tirados en el suelo después de frotar con ellos sus huellas-.¡Ese es un punto interesante, Morbier!

– ¿Qué quieres decir?

– El criminal quizá esté acostumbrado a que alguien limpie tras él

– O podría ser un vago

Ella estudió la esvástica grabada en la frente de Lili Stein en la fotografía. Fue entonces cuando se percató de que esta esvástica en particular tenía un sesgo diferente a las de los grafitos del metro. Cogió un clip del escritorio, lo frotó contra su falda de seda y se lo metió en la boca. Masticarlo y moverlo con la lengua le ayudaba a pensar.

En la fotografía, se percibía una decoloración rojiza bajo las orejas de Lili Stein que continuaba por el cuello. La fina línea de sangre seca mostraba la marca de la cuerda que la había estrangulado. Nada, excepto el miedo, explicaba sus puños medio cerrados. O la ira.

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