– El cuchillo de tapicero -dijo Coady, señalando el lavabo.
Clevenger miró dentro y vio la herramienta; la hoja estaba manchada de sangre.
– Era la amante de Snow -dijo sin alzar la vista.
– Pero ¿de qué me hablas?
– Grace Baxter y Snow. Tenían una aventura.
– ¿Te lo dijo ella?
– No -dijo Clevenger, y miró a Coady-. Hoy he ido a ver a J. T. Heller. Snow se lo contó.
Pareció como si la mente de Coady se pusiera a trabajar para dar con una solución sencilla a un problema complejo.
– Quizá ha sabido que su hombre se había matado, se ha deprimido y…
– Es posible -dijo Clevenger. Hizo una pausa-. ¿Por qué descartas al marido?
– ¿Qué?
– El modo más habitual que tienen las mujeres de suicidarse es mediante sobredosis -dijo Clevenger-. A veces se cortan las venas. Pero ¿cortarse el cuello y hacerse un solo corte horizontal en cada muñeca? Sería un caso para las revistas de psiquiatría. Alguien se corta las carótidas como reacción a una psicosis, porque tiene la falsa ilusión de que por sus venas corre la sangre del diablo, o cosas así. No he visto ningún indicio de psicosis en Baxter.
– Seamos sinceros -dijo Coady-. No has visto venir nada de esto.
Aquella frase le sentó a Clevenger como una patada en el estómago. Tardó unos segundos en recuperarse.
– No -dijo al fin-. No lo he visto venir. Pero eso también es importante.
– Vaya, ya lo entiendo -dijo Coady-. No es posible porque al doctor Frank Clevenger, que todo lo ve, se le ha escapado. Lo obvio no es aceptable si eso significa que es obvio que la cagaste.
– El marido va todo manchado de sangre.
– Ha entrado, ha visto a la que fue su mujer durante doce años desangrándose en la cama y ha intentado reanimarla. Cuando hemos llegado, el cuerpo aún estaba caliente. No tenía pulso, pero aún estaba caliente.
Clevenger no respondió.
– ¿Qué móvil tiene? -preguntó Coady-. ¿Los celos? La muerte de Snow ha salido en todos los periódicos. Tenía que saber que ya no competiría con él precisamente. -Pareció que sus propias palabras le disgustaban un poco.
– Estoy de acuerdo -dijo Clevenger-. Snow estaba fuera de circulación.
– Vaya, entonces ahora es culpable de doble homicidio. Tenemos a un banquero, un pilar de la comunidad, que en un arrebato homicida mata al amante de su mujer por la mañana y luego se la carga a ella por la tarde. Y no es que los pillara in fraganti, cogiera una pistola y les pegara un tiro. Aquí no hay impulso irrefrenable. Planeó liquidarlos el mismo día. -Hizo una pausa-. Eso sí que sería para las revistas de criminología.
– Quizá no lo planeó tan bien -dijo Clevenger. Hizo una pausa-. Mira, no digo que esté implicado necesariamente. Pero su mujer le engañaba. Ella y su amante están muertos. Y resulta que va todo manchado de sangre.
– De acuerdo -dijo Coady para zanjar el tema-. No le descartaré oficialmente.
– ¿Sólo extraoficialmente?
– ¿Qué tal si mi investigación la llevo yo? Sólo tenía una pregunta para ti: si John Snow era capaz psicológicamente de suicidarse. Si quieres el caso, tu trabajo se ceñirá a eso. Si establecemos que la muerte de Baxter fue o no un suicidio, no es asunto tuyo.
– Entendido -dijo Clevenger.
Coady sabía que se lo estaba quitando de encima.
– Deberías distanciarte. Tienes demasiado interés en que esto no haya sido un suicidio. Porque si lo fuera, también podría ser un caso de negligencia.
– Pues quizá sería el único modo de comenzar a obtener la verdad -dijo Clevenger. Se dio la vuelta y se fue.
20:40 h
Clevenger se marchó con Anderson. Volvieron a reunirse en las oficinas de Chelsea.
– ¿Qué piensas? -preguntó Anderson, mientras se sentaba en la silla junto a la mesa de Clevenger, la misma que había ocupado Grace Baxter.
– Dos personas enamoradas, o que al menos tenían una relación íntima, han muerto con pocas horas de diferencia -dijo Clevenger-. Parece claro que hay que comenzar investigando su aventura amorosa. Alguien no pudo soportar lo que compartían, o no pudo soportar que se acabara.
– Podría ser la propia Grace. Podría ser la persona que disparó.
– Es posible -dijo Clevenger-. Pero para infligirse esas heridas, tenía que ser psicótica. -Negó con la cabeza-. Quizá estaba más enferma de lo que he intuido. Dijo que se sentía culpable. Quizá era más que eso. Quizá estaba convencida de que era mala. Quizá creyó que morir desangrada era la única forma de expiar sus pecados.
– ¿Matar a Snow podía hacer que se sintiera así? -preguntó Anderson.
Clevenger lo miró.
– Puede ser. -Parte de la elegancia de llevar a cabo evaluaciones forenses de asesinos era comprender que sus estados mentales podían quedar muy afectados por el acto de matar en sí mismo. Asesinar puede provocar que una persona sufra algo muy parecido a la manía, o incluso a la esquizofrenia paranoide; a veces durante minutos, a veces durante horas. Negó con la cabeza-. No parecía alguien que está perdiendo el contacto con la realidad.
– Hasta que tengamos algo más, confiaremos en tu intuición. Si se trata de un asesinato con suicidio, caso cerrado. Lo mismo si los dos se suicidaron. Pero si ahí fuera hay alguien culpable de un doble homicidio, los únicos que lo estamos buscando somos nosotros.
Anderson tenía razón. Ellos dos eran los únicos que buscaban en serio la verdad. Y si esa verdad incluía a un asesino que tenía el descaro suficiente como para matar a un inventor prominente y a su amante de la alta sociedad, había llegado el momento de comenzar a preocuparse por su propia seguridad.
– Deberíamos empezar a tener cuidado -dijo.
– Entendido -dijo Anderson.
– Creo que mi siguiente parada será visitar a la mujer de Snow, averiguar si sabía lo de Grace Baxter. Mañana Coady me dará el diario de Snow. Le echaré un vistazo antes de pasar a verla.
– Aún tengo que investigar a Coroway. Y tendremos que llegar a George Reese de algún modo. -De acuerdo.
– Supongo que te das cuenta de que no tenemos lo que se dice un cliente -dijo Anderson-. Tienes que realizar un informe sobre el estado mental de Snow para Coady, pero puede que éste incluso te retire el encargo si nos metemos a fondo en la teoría del doble homicidio.
Clevenger pensó en ello. Eran libres para retirarse del caso, y en parte le habría gustado. Había muchos otros casos aguardando en la oficina, por no mencionar el tiempo y la energía que requería evitar que Billy se metiera en líos. Pero sabía que si alguien había matado a Grace Baxter y a John Snow, esa persona estaría más tranquila si él y Anderson dejaban de investigar. Y eso le impediría conciliar el sueño, y también haría que regresaran las pesadillas, ésas en las que su padre estaba borracho y se ponía furioso por la noche. Al haber sido asesinado poco a poco por ese hombre, no soportaba dar vía libre a un asesino. Así era como habían encajado las piezas rotas de su psique, ésa era la persona en la que se había convertido.
– En realidad, el único cliente que hemos tenido era John Snow -dijo-. Imagino que es el único que puede despedirnos.
– Si lo hace, esperemos que sea a distancia.
12:35 h
Clevenger cogió el montacargas para subir al quinto piso y se dirigió a la puerta de acero de su loft. Del interior le llegaron voces y alguna que otra risa. Se preguntó si Billy habría invitado a algún amigo, algo que seguía haciendo los días de colegio, a pesar de que Clevenger le había pedido que lo dejara para los fines de semana. Intentó apartar la investigación de su mente y prepararse para un discurso paternal de tipo «Ya está bien por esta noche», y algo un poco más severo para cuando él y Billy se quedaran solos. Cuando abrió la puerta, vio a J. T. Heller sentado con Billy en la cocina, bebiendo coca-cola, como viejos colegas.
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