– Tengo que decirte que también han encontrado un papel en la mesita de noche con tu nombre y tu teléfono, y la hora de la cita de mañana. Supongo que el marido sabe que hoy vino a verte. Está buscando a un culpable.
– No tendrá que buscarme mucho. Estaré en el 214 de Beacon dentro de quince minutos.
– Te veo allí.
Clevenger le dejó una nota a Billy y luego condujo en dirección a Boston. Sabía que los psiquiatras perdían a pacientes, igual que otros médicos, que algunas enfermedades psiquiátricas eran mortales. Y sabía que había oído de la boca de Grace Baxter las palabras que la ley decía que tenía que oír, su compromiso de no hacerse daño a sí misma ni a otras personas. Pero su mente no dejaba de reproducir los cuarenta y pico minutos que habían pasado juntos, de repetir el momento en que le había preguntado si tenía intención de atacar a su marido. ¿Por qué no había insistido en el peligro real: que quisiera suicidarse? ¿Por qué no había presentido ese peligro?
Encontró sitio para aparcar en Beacon y caminó tres manzanas hasta el número 214, una casa majestuosa con miradores y ladrillos que tenían doscientos años, con anchos escalones de granito y un par de faroles negros de hierro forjado que enmarcaban una puerta esmaltada de color carmesí.
Los agentes lo reconocieron y se apartaron.
Cuando se acercaba a la puerta, ésta se abrió. Anderson salió y cerró.
Clevenger miró hacia la calle.
– No lo vi venir.
– Si tú no lo viste, no lo vio nadie.
Clevenger lo miró.
– No estoy seguro.
Ahora Anderson apartó la mirada.
– El marido está más resentido de lo que dijo Coady. Quizá lo mejor sea que lleven el cuerpo al depósito. Wolfe puede contarte lo que necesites saber.
Clevenger negó con la cabeza.
– ¿Dónde está?
– Puedo ser tus ojos ahí dentro.
Clevenger se abrió paso.
Anderson lo agarró del brazo.
– Arriba, en el dormitorio principal. Coady está ahí. El marido está en el estudio que hay aquí a la derecha.
Clevenger abrió la puerta y entró en la casa.
George Reese, el marido de Grace Baxter, se levantó de un sillón de piel color burdeos, ladeó la cabeza y miró a Clevenger con unos ojos grises oscuros inyectados en sangre.
Era increíblemente delgado, medía metro ochenta más o menos y no aparentaba tener cincuenta y dos años. La camisa blanca que llevaba estaba manchada de sangre. El pelo negro azabache, engominado hacia atrás, le caía sobre la frente.
Clevenger se acercó a él. También tenía sangre en las palmas de las manos y en una de las mejillas.
– Siento mucho lo que ha… -comenzó a decir.
Unas manchas rojas aparecieron en el cuello de Reese.
– ¿Cómo tiene la cara de poner los pies en mi casa? -dijo, esforzándose por no gritar.
Anderson se puso al lado de Clevenger.
Reese miró a Clevenger de reojo.
– Me ha dicho que le había llamado cinco veces hoy. Y no le ha devuelto las llamadas. ¿Qué era más importante que la vida de mi mujer?
Clevenger olió el alcohol en el aliento de Reese. Miró en el estudio y vio una botella de whisky abierta sobre la mesa de café.
– Llamaba para pedir hora. Se la dieron para mañana a las ocho de la mañana -dijo Clevenger. Sabía que no era una respuesta muy buena.
– Pues no ha llegado a mañana -dijo Reese indignado.
– Ojalá hubiera podido hacer más -dijo Clevenger.
Reese avanzó otro paso más. Anderson quiso interponerse entre ellos, pero Clevenger le hizo una señal para que se detuviera.
– Cinco llamadas -dijo Reese-. ¿La mayoría de sus pacientes le llaman media docena de veces en espacio de horas? -Hablaba con los dientes apretados-. ¿Conoce siquiera el historial de Grace, doctor Clevenger? ¿Se molestó en conseguir informes suyos antes de verla? ¿Habló con su último psiquiatra?
Esas preguntas trajeron a la memoria de Clevenger otro recuerdo desagradable de su sesión con Grace Baxter: el modo en que había salido de sus labios su «contrato no suicida», lo cual hizo que pensara en cuántas veces habría preocupado a sus psiquiatras con anterioridad. Pero no se lo había preguntado.
– Tres intentos de suicidio -dijo Reese-. Nueve ingresos en unidades de internamiento.
Clevenger apartó la mirada un instante y luego se obligó a mirar de nuevo a Reese.
– ¿No tenía un hueco para ella, quizá a última hora de su ocupado día? ¿Tenía que ir a algún sitio?
– Siento lo de su esposa -dijo Clevenger.
Reese se inclinó hacia delante para susurrar algo a Clevenger al oído. El aliento le olía a alcohol de ochenta grados.
– Suba a nuestro dormitorio y échele un vistazo. Vaya a ver lo que ha hecho. -Se apartó.
Clevenger pasó por delante de él, subió la amplia escalera que llevaba al segundo piso; Anderson lo seguía de cerca. Oyó la voz de Mike Coady en el pasillo y se dirigió hacia allí. Se quedó inmóvil al entrar en el dormitorio.
Anderson le puso una mano en el hombro.
– Debió de tambalearse hasta que logró llegar a la cama.
Habían apartado el edredón del cuerpo de Baxter. Estaba desnuda sobre las sábanas empapadas en sangre, que había salpicado las paredes y la moqueta. Una de las cortinas de terciopelo azul claro que colgaban sobre las ventanas yacía en una pila manchada de sangre en el suelo.
Clevenger se acercó a la cama caminando sobre un sendero de plástico que habían extendido los investigadores de la escena del crimen. Miró a Baxter. Laceraciones color rubí le cruzaban el cuello: un trabajo mediocre. En las muñecas tenía un solo corte horizontal. Aún llevaba las pulseras de diamantes y el Rolex. Estaban llenos de sangre.
Coady caminó hasta el otro lado de la cama.
– ¿Era paciente tuya?
– Me dijo que eran como esposas -dijo Clevenger.
– ¿Eh?
– Las pulseras -dijo-. El reloj.
– Unas esposas bastante elegantes.
– Sí.
– Se ha cortado las dos carótidas -dijo Coady-. El baño aún está peor.
– ¿Qué ha utilizado?
– Un cuchillo de tapicero. Estaban remodelando el tercer piso. El marido dice que debe de ser de uno de los contratistas.
Clevenger asintió.
– Le ha dejado una nota -dijo Coady. Le alargó una bolsa de plástico con un papel de carta de doce por veinte.
Clevenger cogió la bolsa. La nota estaba salpicada de sangre, pero se podía leer.
Mi amor:
No puedo seguir. Entre que me quedo dormida por las noches y me deja el sueño por las mañanas, son escasos los momentos en que me siento viva, antes de despertar del todo a lo que se ha convertido mi vida. Imagina tener sólo esos pocos instantes de felicidad en todo un día y una noche, las ilusiones de libertad más dulces y fugaces, y puede que comprendas e incluso perdones lo que he hecho.
Recuerdo cada uno de nuestros besos, cada caricia. Cuando entrabas en mí, yo entraba en ti. Huía de mi dolor y lo dejaba atrás. Sola no puedo afrontarlo.
Me equivoqué al confiarte mi felicidad. Tu vida es tuya. Pero la idea de que me dejes ensombrece mi horizonte de un modo tan absoluto que no veo ningún futuro, ni deseo realizar ningún paso más hacia él.
Por favor, perdónamelo todo.
Para siempre,
Grace
– El marido dice que habían hablado de separarse -dijo Coady-. Él había ido a ver a un abogado.
Clevenger le devolvió la bolsa.
– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?
– Sígueme.
Clevenger siguió a Coady por otro sendero de plástico hasta el baño. Las paredes eran de espejo. Dondequiera que se volviera, Clevenger se veía cubierto con la sangre expulsada por las carótidas de Baxter. Le entró un sudor frío.
Coady utilizó su mano enguantada para cerrar la puerta.
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