Peter Lovesey - Sidra Sangrienta

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`Sidra sangrienta` es la historia de un crimen «con solera». Duke Donovan, un militar norteamericano de servicio en el Reino Unido, fue ahorcado en 1945 acusado de asesinato. Él y otro soldado ayudaron en la cosecha de manzanas en una granja, en la que se produjeron algunos disturbios. El descubrimiento de un cráneo humano en un barril de sidra condujo a la detención y condena de Duke. Un niño refugiado, Theo, fue el principal testigo en el juicio. Años después, en 1964, Theo está realizando un lectorado en una universidad y una muchacha norteamericana, Alice, que se presenta como la hija de Duke Donovan le convence para regresar al lugar de los hechos y tratar de demostrar la inocencia de su padre…

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– De acuerdo, amigo, llámame loco, pero te creo. Si es verdad que no mataste ni a Morton ni has matado a Sally, no tengo por qué preocuparme. Tampoco me vas a matar a mí. Así que voy a decirte lo que pienso hacer. Voy a salir ahora mismito de aquí, cojo el coche y me largo. ¿Entendidos?

Asentí con la cabeza.

Quería asegurarse plenamente de mi asentimiento.

– ¿No vas a impedirlo? Si es así, ¿quieres bajar el arma?

Aquello era, en esencia, lo que venían discutiendo las superpotencias desde lo de Hiroshima. Tenía que establecerse una cierta confianza entre nosotros. La única manera sensata de ir para adelante era el desarme. Bajé la vista y puse el pie sano sobre la tubería de plomo con la que me había amenazado hacía unos momentos. Fijé los ojos en Harry y, lentamente, dejé la pistola sobre mi regazo y coloqué las manos sobre los brazos de la butaca.

Harry inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, dio un par de pasos a un lado con movimiento inseguro y en seguida, ya con resolución, atravesó la habitación y se dirigió a la puerta. Le seguí con los ojos sin hacer ningún movimiento.

Una víctima demasiado fácil.

Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Estaba prácticamente detrás de mí y ya había cruzado la puerta cuando, con la mano derecha, agarró algo que estaba colocado sobre un armario de la entrada.

Era un pisapapeles de vidrio multicolor, aproximadamente del tamaño de una pelota de cricket, pero el doble de pesado.

En el borde de mi campo visual apareció un arco de luz, el objeto, al recorrer la órbita desde su mano hasta estrellarse en mi cabeza.

El estampido.

Y después, nada.

21

Un pitido.

Penetrante, insistente y doloroso.

Al abrir los ojos contemplé la luz de la mañana colándose por el espacio que quedaba sobre las cortinas. Palpé con los dedos el chichón detrás de la cabeza. Lancé un gemido.

El pitido no estaba dentro de mi cabeza.

En un momento dado de la noche, había salido de la inconsciencia suficientemente como para trasladarme a rastras hasta el sofá y desplomarme en él. Ahora tenía frío, sentía la ropa húmeda, necesitaba una docena de aspirinas.

A tientas busqué el bastón. Por supuesto, no estaba. Hice un esfuerzo para dejarme resbalar y arrastrarme hasta el teléfono.

Lo descolgué y escuché.

– ¡Vaya! No todo está muerto en Pangbourne. ¿Hablo con el doctor Theodore Sinclair?

La voz pertenecía a un hombre y era retumbante, rimbombante y complacida en sí misma, una voz capaz de convertirse en diarrea verbal sin ayuda de diccionario.

– ¿Quién es?

– Watmore… Digby Watmore. Supongo que lo he sacado de la cama.

– No. ¿Qué hora es?

– Las ocho y veinte… o por ahí. Miércoles. Usted dijo que dos o tres días sin…

– ¿Dos o tres días sin qué?

– … la señorita Ashenfelter en sus talones, para citar sus propias palabras. No vaya a decirme que lo ha olvidado. Tenemos un pacto.

Lo recordaba vagamente, como si fuera un hecho correspondiente a una encarnación anterior.

– ¿Cuándo fue esto, Digby?

– El domingo por la noche. Y le aseguro que esos dos días no me he dedicado a hacer picnic. Insisto, ¿seguro que no lo he arrancado de la cama?

– ¿Qué ha pasado con la señorita Ashenfelter?

Profirió lo que me pareció un resoplido exasperado.

– Ha sido mi inseparable compañera durante las últimas cuarenta y ocho horas.

– ¿Día y noche, Digby?

– Le he puesto el sofá de mi estudio a su disposición, pero ella prefiere pasar la noche hablando sin parar del caso Donovan.

Hice un oportuno bostezo.

– ¿Ha resultado instructivo?

– El comentario está fuera de lugar -dijo Digby, irritado-. Los hechos nos han desbordado, ¿no le parece?

– Sí, la verdad es que han ocurrido muchas cosas.

– Ésta es precisamente la razón de que lo telefonee. Esta mañana, al coger el Western Daily Press y enterarme del incendio de Bath, me he quedado helado. ¿Lo ha leído?

– ¿El periódico? No.

– ¿Sabía lo del incendio? La casa de los Ashenfelter convertida en cenizas, la señora Ashenfelter muerta…

– Pues… sí. Estaba en Bath.

Hubo una pausa de ofendido silencio.

– Bien, gracias por su amabilidad, Sinclair.

– ¿Qué?

– ¿No podía llamarme? Usted me prometió una exclusiva. Dejémoslo ya… Yo soy un periodista, desde el principio al fin.

– En este caso, ha llegado el fin -dije, mientras sonreía porque me sentía mucho mejor. Quizá no había sufrido lesiones cerebrales de carácter permanente.

– Se figura que es muy chistoso, ¿verdad? -dijo Digby en un arrebato de furia para el que no me sentía preparado-. Escuche con atención, Sinclair. Sé perfectamente por qué no me ha llamado. Usted lo tiene más negro que el carbón. Tengo mis fuentes informativas. Usted vio ayer a Sally Ashenfelter y quiso asegurarse de que no hablaría con nadie. Quien la asesinó fue usted.

– Usted se ha salido de madre.

Pero él continuó delirando:

– Tengo escrita la historia. Será la noticia bomba del domingo. Así que métase donde le quepa la exclusiva. Y cuando publique la historia, pienso llamar a la policía y le aseguro por mi madre que lo van dejar como unos zorros.

Colgué sin más, fui a por el frasco de las aspirinas y seguidamente me puse en rápido movimiento.

Ducha, afeitado, cambio de ropa. Café solo. Más café solo.

Para trasladarme de un lado a otro de la casa me ayudaba con un bastón de ciruelo. Después dediqué preciosos minutos a la búsqueda del habitual de ébano, maldiciendo a Harry mientras cojeaba a través del húmedo jardín y veía obstaculizada mi labor por causa de la bruma matinal que soportamos todos los que vivimos junto al río. Antes de localizar el bastón, que había aterrizado en el espacio pavimentado situado delante de la glorieta, mis zapatos y los bajos de mis pantalones quedaron empapados. El puño de cuero era húmedo al tacto pero, aún así, lo prefería al bastón de ciruelo.

Después volví a casa. Ya tenía una cosa más para archivar en mi recuerdo.

Con anterioridad, mientras me afeitaba, había tratado de desentrañar el comportamiento de Harry. No me explicaba por qué me había atacado cuando ya no estaba amenazado y se encontraba camino de la salida. Yo había dejado de ser un peligro para él. Casi nos habíamos dado la mano en señal de despedida en el momento en que salía.

Súbitamente lo comprendí todo, se había llevado el arma.

Me arrastré uno o dos minutos por la alfombra de la sala de estar y escudriñé debajo de los muebles por si había proyectado la pistola en algún rincón al desplazarse a tientas por la habitación durante la noche. Pero no encontré nada.

El cerebro seguía funcionándome al noventa por ciento de su rendimiento, pero lo forcé a hacer ciertas deducciones. Harry sabía que el Colt era el arma del crimen. Había descubierto que estaba en mi poder. Nada de lo que yo le había contado había hecho vacilar su convencimiento de que yo había matado a Morton hacía un montón de años, que había tratado desesperadamente de borrar las huellas durante todo este tiempo y que había dejado que Sally muriera entre las llamas del incendio. El arma constituía la prueba del delito. ¿A qué otro sitio podía llevarla si no era a la comisaría?

Y en caso de que Harry no consiguiera ponerme en manos de la policía, ahí estaba Digby para hacerlo. De un momento a otro, podía llegar el coche celular.

Me dirigí a la puerta.

La primera vez que quise poner el coche en marcha, no lo conseguí. ¡Vaya día para dejarme en la estacada, el coche más fiable que había poseído en mi vida! Lo intenté de nuevo y volví a intentarlo tres o cuatro veces más. Nada. De seguir insistiendo, acabaría agotando rápidamente la batería.

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