Conocía la voz. No me fue necesario levantar la vista más arriba de la mano regordeta que asía un trozo de tubería de plomo de unos tres palmos de longitud, indudablemente sacada de mi garaje.
– ¿Qué significa esto? -pregunté a Harry Ashenfelter, mientras sentía el redoble de mi corazón desatado.
– Dámelo -fue su respuesta.
Le tendí mi bastón, que él arrojó a lo lejos, en la oscuridad del jardín.
– Y ahora, sal.
– Estás loco -dije.
Descargó con fuerza un golpe sobre el coche, que resonó sobre el techo. El parabrisas quedó salpicado de briznas de pintura roja.
– Te pasaré factura -le advertí.
Volvió a levantar el trozo de tubo.
Esta vez hice lo que me había pedido, sirviéndome de los brazos y de la pierna buena para mantenerme vertical. Apoyándome en el coche y encarándome con él, le pregunté:
– Y ahora, ¿qué?
Con un gesto brusco de la cabeza me indicó la casa.
– Un poco difícil -le dije.
– Hermano, me importa un comino si tienes que ir a rastras.
Pero las cosas no llegaron a tal extremo. Moviéndome a saltos a lo largo del coche, pude trasladarme del MG al Jaguar y después, con un par de saltos más, alcanzar el porche. Busqué la llave y me colé dentro.
Harry iba pegado a mí, como para asegurarse de que no le daría con la puerta en las narices. Encendí la luz del vestíbulo y todavía pude resistir hasta el salón, donde me derrumbé en una butaca, aprovechando al mismo tiempo el movimiento para hacer saltar el Colt que tenía en el bolsillo de la chaqueta e incrustarlo en el espacio comprendido entre mi muslo derecho y el brazo de la butaca, ocultándolo a la vista gracias a un movimiento del cuerpo, pretendidamente para arrellanarme en el asiento.
Harry se encargó de encender las luces y de tirar del cordón de las cortinas para correrlas. La emoción, o quizá la rabia o unos sentimientos de los que el sadismo no era ajeno, había teñido de rojo el color de su rostro. Atravesó la habitación y se colocó de pie ante mí, con el tubo de plomo puesto horizontalmente contra mi cuello, obligándome a mantener la mandíbula dirigida violentamente para arriba.
– Y ahora, tío mierda -me dijo, echándome en la cara una bocanada de aliento fétido-, ya me estás diciendo por qué has pegado fuego a mi casa y has matado a mi mujer.
La prioridad establecida en sus reclamaciones era de lo más revelador, pero preferí guardarme los comentarios. En cualquier caso, el tubo encajado contra mi laringe me impedía hacer observaciones de cualquier tipo. Emití algunos sonidos ahogados y él aflojó la presión lo que me permitió decir:
– ¡Por el amor de Dios! ¿Qué tengo yo que ver con el incendio de tu casa? He dado a la policía cuenta exacta de todos mis movimientos.
– ¡Mentira! -dijo Harry.
– Es la verdad. Cuando empezó el incendio, yo estaba en la carretera.
– ¿Y cómo sabes cuándo empezó?
– Por la policía. Escucha, Harry, yo no tenía ningún motivo para matar a Sally. Había quedado en encontrarme con ella esta tarde y he estado esperándola una hora en The Pump Room.
– Dejando pistas para que te vieran, ¿verdad?
– En absoluto.
Me echó la cabeza para atrás ayudándose con el tubo y me incrustó la rodilla en el estómago. Con el movimiento reflejo de proyectarla hacia adelante, por poco me decapita. Vomité. Se echó para atrás y me dio un manotazo en la cara. Me doblé para adelante lanzando quejidos.
– Desembucha de una vez, voy a sacarte la verdad como sea -me dijo con la boca pegada a mi oído.
Le pedí que me diera agua.
Me pegó otro manotazo. Sentí que se me abría el labio, que por él me rezumaba la sangre y noté su calor resbalándome por la barbilla.
– ¡Siéntate! -me gritó.
Le obedecí y aplasté los hombros contra el respaldo de la butaca.
Harry entonces cometió un imprudente error: se hizo para atrás para admirar su obra. Lo que vio, sin embargo, fue el Colt 45 al nivel del pecho, apuntándole. Las manos se le crisparon sobre el tubo de plomo.
– Suéltalo -le ordené-. Esto funciona y, además, está cargada.
Con una mueca que contrajo su cara y con una coloración del rostro que ahora había virado hacia el gris, obedeció.
– De espaldas a la pared… el rostro vuelto hacia mí -seguí diciendo.
Desde el lugar donde me encontraba sentado, el tiro era directo.
Con la calma que permitían las circunstancias, dije:
– Quizá así pueda nacerte entrar en vereda. Por lo visto te figuras que soy el autor del incendio, ¿no es eso? ¿Por qué?
Hubo un silencio. El acceso de agresión lo había dejado exhausto.
– ¿Has perdido la voz? ¿Te ha dado una laringitis?
Nervioso, se mojó los labios. Era evidente que en él se había instalado el pánico.
Yo, en cambio, me encontraba en lo mejor de mi vena sarcástica.
– No vayas a decirme que eres uno de ésos que, cuando están delante del cañón de un arma, no dan pie con bola.
– No dispares -logró decir por fin y, con voz débil, añadió-: lo lamentarías.
– ¡Venga, Harry! Estoy en mi derecho defendiéndome de un chalado como tú.
– ¿Con el arma de un asesinato? -dijo, presa de inesperado frenesí-. Conozco el arma. Es americana, del ejército, automática… la que la policía no encontró, pese a buscarla, cuando mataron a Morton. ¡Niégalo!
Franco, como siempre, me limité a encogerme de hombros y a no decir nada.
Harry volvía a la carga. Hablaba rápido y a gritos, como un verdadero histérico.
– Te conozco, Sinclair. En menudo lío te has metido. Estás que no sabes dónde meterte. Te viniste abajo cuando apareció Alice y empezó a hurgar en el pasado. Todo estaba olvidado y enterrado, ¿verdad? La mar de ordenadito… hasta había crecido hierba encima. Y tú aquí como un rey, con tu casita en el campo y tu trabajo en la universidad. Aquí nadie sabe nada de tu pasado.
– ¿Qué pasado?
– Un pasado en el que tú volaste los sesos a Morton con esto que tienes en la mano.
Lo contemplé con suprema indiferencia. Como estaba al corriente del montaje, sabía qué seguiría a continuación. Harry Ashenfelter era otro detective aficionado, víctima de sus emociones.
– Lo mataste tú -dijo como remate de una actuación que ya había caído en ruinas a su alrededor-, y encima dejaste que colgaran a mi compañero por algo que no había hecho.
Como dándose cuenta de que debía echar un poco de agua al vino, levantó una mano temblorosa hacia mí:
– Lo sé, lo sé, tú entonces no eras más que un niño. Estabas sometido a presión y todas estas cosas que se dicen. Lo admito. Sabes que tendrías ayuda. Todo lo que necesitas es un buen abogado.
Lancé un suspiro. El hombre se estaba poniendo patético.
Con toda la preocupación que supo imprimir en aquel rostro abotargado y agresivo, dijo:
– ¿Sabes que Sally estaba apenada por ti? Me dijo que no habías entendido nada del caso de Barbara Lockwood.
Sin disimular mi cansancio, le recordé:
– Esto ya me lo dijiste el domingo, lo cual no quiere decir que yo matara a Cliff Morton.
Harry no dio muestras de haberlo oído. Estaba demasiado excitado para librarse a deducciones. Las palabras brotaban de su boca en virtud del mismo principio que impulsaba a hablar a Scherezade; quería impedir que apretara el gatillo.
– Sally y yo volvimos a hablar del caso. Me dijo unas cuantas cosas que yo no sabía. Cosas que no sabía nadie más que ella. ¡Dios Santo!, ¿a quién puede extrañar que fuera alcohólica?
– ¿Qué cosas te dijo?
– Secretos de Barbara.
La boca se me secó de pronto. Tratando de mostrarme indiferente, le dije:
– ¿Ah, sí?
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