Peter Lovesey - Sidra Sangrienta

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`Sidra sangrienta` es la historia de un crimen «con solera». Duke Donovan, un militar norteamericano de servicio en el Reino Unido, fue ahorcado en 1945 acusado de asesinato. Él y otro soldado ayudaron en la cosecha de manzanas en una granja, en la que se produjeron algunos disturbios. El descubrimiento de un cráneo humano en un barril de sidra condujo a la detención y condena de Duke. Un niño refugiado, Theo, fue el principal testigo en el juicio. Años después, en 1964, Theo está realizando un lectorado en una universidad y una muchacha norteamericana, Alice, que se presenta como la hija de Duke Donovan le convence para regresar al lugar de los hechos y tratar de demostrar la inocencia de su padre…

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Espoleé mis pensamientos y los lancé a una febril actividad. Había acordado con Danny Leftwich que recogería el Colt 45 en el campo de tiro el miércoles por la mañana, pero me daba cuenta de que no podría esperar tanto tiempo. Estaba seguro de que ya habría terminado de limpiarlo. Así es que, después de Reading, enfilé la A4, casi en Sonning, y a continuación me desvié hacia la derecha para localizar la cabaña del siglo xvi en la que habitaba Danny, junto a la pista de golf. El invierno anterior había jugado varias veces al bridge en aquel sitio.

Lo primero que descubrí con las luces fue la joroba de su Volkswagen que asomaba por encima de la cerca de piedra. Y a continuación, la estructura cachigorda de su cabaña, con la techumbre de bálago. El humo, que subía en espiral hacia el cielo negro desde una de las chimeneas, me levantó el ánimo; el interior, totalmente a oscuras, en cambio, me desanimó profundamente. Me detuve junto al muro, seguí el camino serpenteante que discurría entre matas de alhucema, empapadas de agua, hasta la puerta de entrada, pulsé el timbre, escuché dos notas y me quedé a la espera, lleno de esperanza. Oí ladrar a un perro. Nada más.

De nada iba a servir volver a llamar. Entre las notas del timbre y el ladrido del perro, la mayor parte de la población de Sonning debía haberse enterado de que Danny Leftwich tenía visita. Tenía que haber adivinado que un hombre de las energías de Danny no era probable que se pasase las noches metido en casa delante del televisor. Al echar una mirada al exterior de la casa, descubrí un garaje de ladrillo, o quizá un taller, situado al extremo del jardín.

Algo era evidente, que el hombre no dedicaba demasiadas energías al jardín. Fue toda una hazaña encontrar un camino entre la hierba, que crecía sin mesura. Pero el esfuerzo valió la pena porque, al golpear ligeramente la puerta, al momento se dejó oír la voz de Danny:

– ¿Quién es?

Se lo dije.

– Un momento, Theo. En seguida estoy contigo -exclamó.

Esperé más de un minuto, después del cual se abrió la puerta y percibí una vaharada fugaz de productos químicos que me hizo comprender por qué había sido necesaria la espera. Aquel edificio estaba dedicado a cámara oscura para trabajos fotográficos. Me fue preciso agachar la cabeza para no tocar con ella toda una serie de fotografías húmedas, colgadas de hilos de plástico.

– No está mal, ¿verdad? -me dijo al ver que yo las miraba.

Eran desnudos. Un desnudo, para ser más exacto, una ampliación en blanco y negro, de la que había hecho diez copias; una muchacha ligeramente inclinada hacia adelante, con la cabeza vuelta para mirar a la cámara por encima del hombro, como en una carrera de relevos, pero con el trasero demasiado voluminoso para tratarse de un corredor y con una expresión en la que los labios fruncidos dejaban entender que no era un caramelo chupón lo que estaba esperando.

– Una verdadera novedad en el terreno de las industrias caseras… -le comenté.

– La carcoma me ha comido la rueca -dijo Danny.

– Me imagino que debes de tener salida para este tipo de material -dije.

En su mirada brilló un fulgor de malicia al pronunciar un nombre:

– Rikky Patel.

La sorpresa me dejó helado. Rikky era otro de los componentes del equipo de bridge, un técnico solemne y sin tacha adscrito al departamento de biología.

– ¿Rikky está metido en este tipo de cosas? -pregunté.

Después de sopesar la pregunta, explicó:

– El tío de Rikky es editor. En la actualidad, el subcontinente indio constituye un fabuloso mercado para el porno blanco.

Vertió el revelador de una bandeja en una cubeta.

– ¿Vienes a por la pistola? Te dije el miércoles.

– ¿Está lista? ¡Qué grande eres!

Danny se secó las manos y, a través de las matas de alhucema, me condujo a la cabaña. El Colt estaba colocado sobre un paño, en la mesa de la cocina, junto a unas latas de aceite y un montón de escobillas, palillos de aperitivo y herramientas de lo más variado: destornilladores, escobillas y llaves. Cogió el arma e hizo girar la recámara.

– No he ajustado la mira. Esperaba probarla.

– Lo sé -le dije-, pero ha surgido un imprevisto. ¿Tienes por casualidad…?

– ¿Cartuchos? Por supuesto que sí. Pero te costarán un riñón.

Le pagué generosamente sin informarle del uso que pensaba darles.

– A propósito -observé-, el Colt es un arma muy dura, ¿no te parece? Me refiero a que tiene un retroceso muy fuerte.

– Por lo menos tiene esa fama -admitió.

– ¿Crees que un niño de nueve años sabría manejarlo como es debido?

Frunció el ceño.

– Va contra la ley -dijo-, pero podría.

Me dirigió una mirada muy desorientada y dijo:

– Theo, creo que me dijiste que tú, siendo niño, la tenías que disparar con las dos manos.

Me di cuenta de que había cometido una estupidez. Por supuesto que recordaba haber hecho aquel comentario. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.

– Bueno, era como un juego; disparaba a una lata, colocada en medio de un campo.

Se encogió de hombros y dejamos el asunto.

Pese a que estaba chispeando, Danny insistió en acompañarme hasta el coche y, antes de que lo pusiera en marcha, me dio a entender que quería decirme algo. Con aire confidencial, inclinó la cabeza y la acercó a la ventana.

Para hablar con franqueza, me sentía algo molesto. Ya le había dicho que no se vería envuelto en líos con la ley. Me había hecho un favor y yo le había pagado con largueza. El asunto había quedado zanjado. Así pues, antes de que abriera la boca, le solté:

– Es fabuloso tener amigos en los que poder confiar. Gracias por echarme una mano, Danny.

Pero él siguió insistiendo en decirme algo, para lo cual tuvo que dominar con la voz el ruido del motor del MG.

– Tiene un montón de manías por lo de la pose. Que no se sepa, ¿eh, Theo?

Sin comprender palabra de lo que me decía, le aseguré:

– Confía en mí, Danny.

Había recorrido dos kilómetros de la A4 cuando de pronto se hizo la luz en mi cerebro, lo que era indicio de lo muy preocupado que estaba por la situación en la que me encontraba. Tuve que hacer un esfuerzo mental extraordinario para representarme a la muchacha desnuda que aparecía en la fotografía que acababa de ver. Cuando lo conseguí, no pude por menos de lanzar un silbido, no tanto por la sorpresa que causó en mí descubrir la identidad de la interesada, sino por la admiración ante el genio emprendedor de Danny. Se trataba de una persona conocida, alguien cuya presencia me era familiar, aunque en otro marco: sentada ante la máquina de escribir, el cuerpo cubierto por una blusa blanca y una falda a cuadros. Sí, la elegante secretaria del departamento de historia; nada menos que Carol Dangerfield.

Te felicito, Carol, me dije. No te preocupes, que sé guardar un secreto.

Con el arma en el bolsillo y la carretera despejada por delante me sentía más tranquilo que lo había estado en todo el día. Pero aquel estado no duró más allá del trayecto hasta mi casa.

El Jaguar negro que me había estado siguiendo desde Bath estaba aparcado en el caminillo que conducía hasta la puerta de entrada. Pensé en hacer marcha atrás y dejarlo con un palmo de narices. Pensé en los periódicos. Pensé en la policía. Al final seguí el camino hasta situarme junto al Jaguar, paré el motor, saqué del bolsillo el arma y los cartuchos que Danny me había dado, metí seis balas en la recámara y la puse en su sitio. A continuación escuché el ruido de unos pasos sobre la grava. Deslicé el Colt en el bolsillo de la chaqueta justo en el momento en que una mano abría de par en par la puerta de mi coche.

– ¡Fuera! ¡Rápido!

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