Sus ojos se empequeñecieron:
– ¿Más propensa a hablar sobre qué…?
– Sobre nada en particular -contesté yo de la manera más natural del mundo.
– Quiero una respuesta mejor que ésta -dijo Voss, haciendo rechinar los dientes.
– Le digo con toda sinceridad -insistí- que no importaba en absoluto lo que pudiera decirme.
Había llegado a la conclusión de que, en aquellas circunstancias, lo que se imponía era una táctica desviacionista y que, para ser convincente, necesitaba que el inspector Voss iniciara un cierto forcejeo.
– Le conviene no chulearse conmigo -me advirtió.
– Quiero decir que lo que pudiese decirme la señora Ashenfelter me importaba menos que cómo pudiera decírmelo -expliqué con toda la seriedad que me fue posible.
La perplejidad que leí en su expresión me agradó, si bien tuve la impresión de que podía ser peligroso prolongar aquel estado, por lo que añadí:
– Es una mujer oriunda de Somerset, ha vivido en la región toda su vida y emplea al hablar palabras dialectales que yo oí por vez primera en mi vida hace veinte años, mucho antes de que empezara a formarme como especialista en historia medieval. Aunque la filología no sea mi campo -«sino más bien la “chiquillería”», pensé-, los puntos de contacto son evidentes.
Observando que había indecisión en sus ojos, decidí que en este caso especial era más necesaria la función de tutor que la de catedrático.
– Usted, como persona de Somerset, habrá oído por ejemplo la palabra dimpsy con la que los naturales de aquí designan la hora del crepúsculo, ¿verdad?
Voss, aunque con mirada precavida, asintió.
– ¿Sabía que dimse proviene directamente del anglosajón? -le pregunté-. ¿No encuentra fascinante que la palabra haya sobrevivido en un dialecto? Pues esto no es más que un ejemplo del tipo de cosas que ambicionaba explorar a través de una conversación con Sally Ashenfelter.
Voss, con una voz que no dejaba traslucir un convencimiento absoluto, pero sí una posición situada a medio camino del mismo, preguntó:
– ¿Así, quiere usted decirme que convino el encuentro para hablar de palabras?
– Exactamente -le dije, como alentándolo a seguir por aquella vía-. Si usted quiere, puedo darle otros ejemplos.
Mis pensamientos corrieron raudos a través de los escasísimos que recordaba. Hacía un montón de tiempo de lo de las listas de palabras de Duke.
– No se moleste -me dijo.
– Alguien tiene que ocuparse de estas cosas -proseguí en un acceso de celo académico y con toda la convicción que me fue posible aparentar-. Muchas de estas expresiones se perderán sin remedio si nadie se preocupa de recogerlas, inspector.
Y seguí con una apasionada apelación a la elaboración y conservación de unos archivos que fueran perfectos.
Pero él me cortó a media frase:
– No tengo tiempo de escuchar todo este fisgoneo de palabras. Lo que yo estoy tratando de averiguar es un posible asesinato.
Pese a la bravata, era evidente que la entrevista se le había escapado de las manos. No tenía el nivel de Judd. Su pregunta siguiente tenía más de ruego que de verdadera pregunta.
– ¿Puede decirme algo más para ayudarme en mis investigaciones?
Le hice esperar. Sabía que, de jugar bien aquella carta, podía estar en la calle a los pocos minutos. Así es que adopté una expresión meditabunda, al tiempo que me frotaba pensativamente la cabeza. Por fin, le solté:
– Tal vez no tenga ninguna importancia, pero cuando telefoneé a Sally para acordar la entrevista, me dijo que no podía verse conmigo por la mañana porque tenía una visita.
El hombre cazó mis palabras al vuelo.
– ¿Esperaba a alguien? ¿A quién?
– No me lo dijo.
– ¿Un hombre?
– No tengo la más mínima idea. Todo lo que me dijo fue que esperaba una visita y que no podía posponerla.
Se levantó de su asiento y empezó a moverse por la habitación recorriéndola de un lado a otro, al tiempo que con el puño de la mano derecha golpeaba la palma de la izquierda.
– Conque un visitante… Su marido no dijo nada de ningún visitante.
– Quizá no estaba enterado.
Aquella frase indujo a Voss a golpearse la nuca con la mano.
– Un visitante secreto. Una persona acerca de la cual su marido estaba en la higuera. ¿Quién puede ser? ¿Un amante?
Iba animándose por momentos, pero de pronto se llevó la mano a la frente.
– ¿Y por qué iba a querer matarla un amante?
Yo lo escuchaba con aire aburrido hasta que, finalmente, eché una ojeada al reloj.
– Es de lo más revelador -dijo Voss-. ¡Vaya que sí! Esto es de lo más revelador…
Me aclaré la voz.
– ¿Ha terminado conmigo?
Voss me contempló con aire abstraído.
– ¿Terminado? De momento, sí. ¿Tenemos su dirección?
– Se la he dado al sargento de recepción.
– De acuerdo, pues.
E hizo un gesto de despedida.
Yo, por mi parte, salí sin decirle adiós.
Tensión.
Había querido ignorarlo, volverle la espalda, afrontarlo a medias, reírme en su cara, desafiarlo, contestarlo, pero seguía cerrándose sobre mí, sin que nada pudiera detenerlo. Por fin, me había atrapado.
Necesitaba el arma.
Al salir de Bath, conduje con rapidez a lo largo de las carreteras de Wiltshire, con las luces largas para escudriñar la niebla del atardecer y el limpiaparabrisas funcionando intermitentemente. Estuve todo el tiempo mirando a través del retrovisor, porque abrigaba la sospecha de que me estaban siguiendo. Durante todo el rato tuve constantemente detrás de mí un par de faros, situados a unos cincuenta metros, cualquiera que fuera la velocidad a la que condujese y pese a que a ratos lo hacía con gran lentitud.
¿Era víctima de mi propia imaginación?
No. La amenaza de persecución era real. Me había hecho sospechoso de asesinato, doblemente sospechoso. La primera que me había señalado con el dedo había sido Alice. El inspector Voss había venido en segundo lugar.
Posiblemente usted pensará que había reaccionado de forma exagerada cuando Alice me acusó de haber disparado contra Cliff Morton en 1943, puesto que aquello era demasiado absurdo para ser tomado en serio. Sin embargo, en aquellos últimos cinco días había conocido suficientemente a aquella muchachita para saber que se trataba de un ser peligroso y que no era de las que se guardan las cosas para su uso particular. Apostaba cualquier cosa a que ahora ya habría ido con el cuento de sus sospechas a Digby Watmore. Con la prensa pisándome los talones, por no hablar además de la policía, ¿qué oportunidad me quedaba?
Me habían colgado dos crímenes. No había que hacer otra cosa que juntarlos y el News on Sunday tendría su día de gala. Aquello me daría derecho a ingresar en el mismo club de Heath y Christie.
Así que entraba en un tramo iluminado, reducía la velocidad para tratar de identificar el coche que tenía tras de mí. Era difícil, porque mantenía una cierta distancia con mi coche y la niebla persistió hasta Berkshire, si bien poco a poco fui descubriendo ciertos detalles. Era un gran coche, negro, amplio, de línea baja, posiblemente un Jaguar, conducido por un hombre y sin ningún acompañante.
Al llegar a Thatcham, me detuve para poner gasolina. Mientras la chica desenroscaba el tapón, bajé rápidamente para enterarme de qué decía mi fiel seguidor. No pude ver a nadie. Sin embargo, a los dos minutos, ya de nuevo en la carretera, pude comprobar a través del espejo que volvía a tenerlo a mis espaldas.
Ya en territorio familiar, donde la A340 desvía uno de sus brazos hacia la izquierda para dirigirse a Pangbourne, traté de despistarlo girando bruscamente a la izquierda y remontando un breve tramo de la carretera que conduce a Englefield Park y a continuación nuevamente a la izquierda, bordeando el lago, para regresar a continuación a la A4. Me parece que me perdió en el primer viraje.
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