Peter Lovesey
Sidra Sangrienta
Rough Cider, 1986
Cuando yo tenía nueve años, me enamoré de una chica de veinte, llamada Barbara, que se suicidó.
No.
Si me lo permite, volveré a empezar.
Se trata de una historia extraordinaria y, para contarla como es debido, tendré que retroceder veintiún años y trasladarme al mes de octubre de 1964.
Me encontraba solo, sentado a una mesa de un self-service de Reading, ocupado en comer salchichas con patatas fritas y tratando al mismo tiempo de realizar el acto temerario de leer El Príncipe de Maquiavelo. Es decir, era aquélla la comida típica de un viernes. Sé que era viernes porque todos los fines de semana tenía la costumbre de escapar de la universidad y pasar un par de horas tranquilo dedicándolas a hacer lo que me viniera en gana. Mis desdichadas obligaciones como el miembro más vilipendiado del departamento de historia consistían en ofrecer un curso sobre la Europa del siglo xx a los alumnos de primer año. Como tantos engendros, aquel curso había sido fruto del parto de un comité dedicado a promover una determinada modalidad de estudios conocidos como auxiliares. Era optativo y no exigía exámenes. Los alumnos de primer año estaban constituidos por una falange de agitadores políticos, que ocupaban las dos primeras filas, más una miscelánea de asistentes ocasionales que acudían a la clase para echar una siesta porque los asientos de la biblioteca estaban todos ocupados. Después de aquella clase, yo no me sentía capaz de comer en el refectorio de los catedráticos ni de lanzarme a pedantes conversaciones.
– Perdón, ¿está ocupado este sitio?
Levanté los ojos del libro y contemplé, sorprendido, a la persona que acababa de formularme la pregunta. Será una descortesía, lo admito, pero exige un salto cultural considerable pasar de Maquiavelo a una muchacha de labios carnosos como los de Brigitte Bardot, cabellos rubios y gafas con montura de oro.
Llevaba una bandeja repleta de comida.
Eché una mirada a mi alrededor. No había razón para que se instalara en mi mesa. El restaurante estaba vacío en las tres cuartas partes de su cabida y a mi derecha había dos mesas libres.
Será oportuno que explique que me veo obligado a servirme de un bastón para moverme de un lado a otro porque tengo la pierna izquierda prácticamente inútil. Cuando tenía trece años fui víctima de la polio. El noventa y nueve por ciento de los afectados por el virus de esta enfermedad presentan síntomas insignificantes y temporales. A mí me correspondió el número cien. Si me comparo con personas que padecen síntomas más serios, la incapacidad física que padezco es, de hecho, de poca consideración y yo trato de que no limite mis demás facultades. Me he negado siempre a usar muletas y consigo mantener la verticalidad gracias a la ayuda de un bastón, un ostentoso cayado de ébano, adornado con un filete de plata incrustado y puño de cuero. Si entro en todos esos detalles es porque, de vez en cuando, me veo importunado por gente cargada de buena voluntad que quiere hacerme patente la preocupación que siente por los inválidos. Lo primero que pensé al ver a la chica de la bandeja era que pertenecía a este grupo de gente, pero yo no tenía ni el más mínimo deseo de convertirme en objeto de la solicitud ni de la piedad de nadie, ni siquiera de una muchacha adornada con las excepcionales prendas de aquélla.
Deduje por su edad (no debía de tener más de veinte años) y por las gafas, que tenía que ser una estudiante, pese a que su indumentaria era más propia de ciudad que de universidad: pañuelo de gasa roja, blusa negra y falda de pana de tono verde azulado, medias negras y zapatos también negros, atados por detrás. Pero había algo en ella que no encajaba: incluso para mis ojos inexperimentados, la falda era excesivamente larga para la moda de 1964 en Gran Bretaña. Su acento también sonaba extraño, cosa que posiblemente explicase que no conociera las costumbres de un restaurante inglés del tipo self-service.
Le concedí el beneficio de la duda y aparté el periódico que había dejado enfrente del espacio que yo ocupaba.
La chica se sentó y se llevó la mano a la nuca para ponerse su trenza, gruesa y rubia, sobre el hombro derecho.
– Gracias, le estoy muy agradecida.
Por su acento deduje que era americana.
La balanza volvió a inclinarse a favor de la universidad: posiblemente era una de las nuevas y todavía no se había enterado de que la costumbre era llevar una indumentaria más sencilla; podía ser tan novata como para asistir a la clase que yo acababa de dar.
– Espero que no le moleste el olor a curry -dijo la muchacha con una risita nerviosa, mientras retiraba la tapadera metálica que cubría su bandeja-. Si en el menú hay algún plato picante o cargado de especias, siempre me dejo tentar. La cocina mexicana es mi punto flaco, pero aquí no la encuentro en ninguna parte. ¿Ha probado la cocina mexicana? Pues tiene que hacerlo, de veras que tiene que probarla.
Así que, además de un sitio en mi mesa, la chica quería conversación. Estaba más que seguro de haber reconocido en su voz el tono solícito de la benefactora. Traté de concentrar la atención en un cartel que, en la pared próxima al lugar donde me encontraba sentado, anunciaba una sesión de lucha libre; un bruto en forma de barril, llamado Angel Harper, lucharía cuerpo a cuerpo en un local de la municipalidad contra Shaggy Sterne, el ser humano más velludo que había contemplado en mi vida.
– Usted es de la universidad, ¿verdad que no me equivoco? -siguió, como si mi interés por la lucha profesional constituyera una prueba irrefutable de mi pertenencia al lugar que acababa de mencionar.
Y a continuación, sin aguardar respuesta, continuó:
– ¿Quiere usted agua? Le juro que voy a morir abrasada como no tome agua con esto.
Si hubiera aspirado a que alguien me atendiese, no habría ido a comer a un self-service, pensé para mí, pero guardándome aquella consideración para mis adentros.
La chica se levantó de la mesa como un bombero en busca de agua.
Dirigí la mirada a la figura que se alejaba. La cinta blanca que sujetaba el extremo de su trenza rubia se balanceaba al ritmo de sus caderas. Consideré que, después de todo, habría tenido que sentirme halagado de que me hubiera elegido como compañero de mesa.
La muchacha volvió con dos vasos de agua y los dejó sobre la mesa. Tenía unas manos pálidas y delgadas y las uñas lacadas de rojo claro.
– No estaba segura de si me ha dicho que quería agua, pero si no la quiere, creo que me tomaré los dos vasos.
Moví los labios como articulando una respuesta simbólica y volví a dirigir la mirada al libro.
Pasaron unos minutos antes de que volviera a la carga. Ya estaba empezando a pensar que había demostrado suficientemente a las claras mi deseo de no ser tratado como un paciente de hospital cuando la chica, después de tomar un sorbo de agua, me espetó:
– Perdóneme si me equivoco, pero ¿no es usted Theo Sinclair?
Cerré el libro y la miré con fijeza, irritado aunque ahora por un motivo de muy diferente índole. Estábamos en 1964, época en la que nos dirigíamos a los estudiantes universitarios anteponiendo a su nombre la palabra señor o señorita, a menos de estar jugando un partido de rugby con ellos o de reclutar militantes para el Partido Comunista. Les dispensábamos respeto y esperábamos de ellos a cambio que también nos lo dispensasen.
Como la otra vez que me había hecho una pregunta directa, estaba demasiado nerviosa o era demasiado locuaz para dejarla colgada.
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