Se le iluminó la cara.
– Señorita Baranov, será un privilegio cenar con usted aunque hablemos de otras cosas. Mi mesa es la que está contra la pared.
– Antes de que nos reunamos con los demás, debo decirle que Baranov es el apellido de mi marido y no el de mi padre -se levantó para seguirlo.
Vio cómo esa información penetraba en Johnny Finch. No era un tipo muy rápido.
– Entiendo -replicó él de una manera que demostraba que no era así.
Alma se sintió aliviada. En cierto sentido estaba contenta de dejar su mesa solitaria.
En el otro extremo del restaurante, Paul Westerfield le estaba contando a los Cordell que ya tenía su billetera.
– Sabía que iba a aparecer -exclamó Marjorie-, La gente que viajaba en primera clase es respetuosa de la propiedad ajena. Nunca hemos perdido nada en ninguno de nuestros viajes a Europa.
– Incluso conseguimos algunas cositas -acotó Livy con cara seria.
– Tienes que tener más cuidado con lo que dices -lo retó Marjorie-, La gente puede tomar tus bromas en serio -se volvió hacia Paul-. Ahora no hay motivo para que no disfrute del resto del viaje. ¿Se quedará para el baile? ¿Creo que la orquesta tiene muy buen ritmo… ¿No te parece, Barbara?
Barbara se encogió de hombros.
– Está bien.
– A decir verdad le prometí un par de copas al tipo que entregó mi billetera, así que debo ir al salón -se excusó Paul-. No me he olvidado de su dinero, señor Cordell.
– Yo tampoco, hijo -sonrió Livy.
– No creo que sea éste el lugar más apropiado para devolvérselo.
– No soy orgulloso.
Marjorie dejó escapar un suspiro de exasperación.
– Livy, éste es un lugar público. Déjalo para más tarde. ¿Y le han dado mesa, señor Westerfield? Nos encantaría que cenara con nosotros.
Paul explicó que tenía una mesa reservada con algunos amigos de su padre, y que ya era hora de que se reuniera con ellos. Les deseó buen apetito y se alejó con rapidez.
– ¡Eso es gratitud! -comentó Marjorie con amargura.
– Estás acorralando al chico -le objetó Livy-. Déjalo respirar. Ya volverá.
– Tiene razón, mamá -afirmó Barbara-. Livy Tiene razón. Me estoy cansando de que trates de forzar a Paul para que se interese en mí. ¿No nos puedes dejar en paz?
Marjorie apretó los dientes.
– Si eso es lo que quieres… Ya sabes que no lo hacía para divertirme.
Esa noche no hubo mucha conversación en la mesa.
Hacia el final de la comida uno de los oficiales del barco se levantó para anunciar que en la primera noche en el mar se acostumbraba a elegir tres personas que se harían cargo de las distintas actividades. Como casi todos los presentes ya habían cruzado en la otra dirección y algunos eran viajeros regulares, la elección fue rápida. El presidente del banco Chase Manhattan fue elegido para hacerse cargo de los juegos de azar; el ganador de Wimbledon, Bill Tilden, fue persuadido a presidir el comité de deportes y un tenor italiano en camino a una nueva temporada en el Metropolitan como encargado de los espectáculos.
– ¿Cómo va a encargarse de los espectáculos? -preguntó Johnny Finch-. No habla ni una palabra de inglés. Si tuviera la libertad de informar que usted…
– Pero no es así -interrumpió Alma enseguida-. Me dio su palabra.
A decir verdad, el locuaz Johnny se había comportado muy bien. Se ganaba la vida vendiendo automóviles y sabía un montón de historias fascinantes sobre sus clientes. En la bodega del Mauretania llevaba un Lanchester 40. Estaba muy orgulloso de él. Desde que estaba con la compañía, el Lanchester 40 se vendía más que el Rolls Royce Silver Ghost. En ese momento estaba tanteando el mercado norteamericano.
Alma no sabía nada de automóviles, pero se sentía muy contenta, de todos modos. Se rió con las historias de Johnny. Le permitían relajarse mientras él entretenía la mesa. Le gustaba la forma en que su cara surcada de arrugas exageraba las emociones. Le gustaba oírlo reír. Hubo momentos de la velada que olvidó el cadáver del camarote.
Paul pidió al camarero dos coñacs dobles.
– ¿Conoce el Mauretania ? -le preguntó a Jack.
– No muy bien. En general viajo con la White Star. En el Majestic, contraído por los alemanes. Es muy sólido.
– Yo vine en el Berengaria, así que comprendo a lo que se refiere. ¿Viaja seguido, entonces?
– ¿Ha sonado así? No, sólo una vez al año. Tengo amigos en Nueva York, y me gusta verlos cada tanto. Y además disfruto mucho del viaje.
– ¿Los deportes?
Jack sonrió.
– No, no me gusta el tenis de mesa. A veces nado un poco. La piscina romana del Majestic bien vale un chapuzón. Si uno no tiene cuidado en un barco inglés, todo se convierte en deportes y juegos. No queda tiempo para uno mismo.
El camarero trajo dos coñacs y Jack le pidió cigarrillos. Levantó su copa.
– Por un tiempo tranquilo durante todo el viaje.
– Desde que subí a bordo he estado tan ocupado que no he tenido tiempo de pensar en lo que está haciendo el mar -sonrió Paul. Basándose en el principio de que una confidencia estimula el compañerismo, contó la historia de Poppy del principio al fin.
– Debe haber sido divertido conocerla -dijo Jack-. Uno de nuestros gorrioncitos cockney… alegre y adorable. Lástima que hayan tenido que separarse. Pero un muchacho como usted no va a pasar mucho tiempo sin compañía femenina. No hay nada mejor que un viaje cruzando el mar para vivir un breve romance.
Paul rió.
– ¿Y quién se le ocurre para mí?
– ¿Qué le parece esa joven tan atractiva con la que lo vi antes de la cena?
– ¿Antes de la cena?
– Si no me equivoco usted estaba conversando con los padres de ella en el comedor. No me va a decir que no notó la presencia de esa preciosa chica de pelo castaño muy corto que no le sacó de encima sus enormes ojos oscuros.
– Ah, ésa es Barbara, una chica muy simpática que conozco del colegio. A decir verdad, en Londres salimos juntos un par de veces. -Paul se interrumpió. Había notado por el movimiento de los ojos de Jack que alguien estaba detrás de él. Se volvió y sintió que una tela suave le rozaba la cara. La mujer tenía puesto un vestido azul con mangas transparentes que se ondulaban a cada movimiento de sus brazos. Su pelo era muy fino y negro y lo llevaba sujeto en un moño. Era unos diez años mayor que Paul y sus pómulos altos y sienes estrechas parecían preservar infinitamente su belleza.
Habló con un claro acento inglés.
– Espero que me disculpen por interrumpir su conversación, caballeros. Me llamo Katherine Masters y estoy tratando de hablar con todos los pasajeros sobre los espectáculos del barco. El señor Martinelli es la perfecta elección para ocuparse de eso, además de ser un hombre encantador y un brillante cantante, pero su inglés no está a la altura de la tarea que significa reclutar voluntarios para el martes por la noche. Estoy llevando a cabo una cruzada en nombre de él. Sé que siempre hay personas de talento en el viaje del Mauretania.
Jack ya sacudía la cabeza, sonriendo.
– Oh, se equivoca. No soy uno de ellos. Lo siento, pero creo que no puedo ayudarla, señorita Masters.
– Ni yo tampoco -acotó Paul-. Soy completamente negado para la música. No tengo oído.
No era tan fácil sacarse de encima a Katherine Masters.
– No, la música no es lo principal. Entre nosotros -se agachó para que no la escucharan los demás- tendremos más violinistas de los que necesitamos. Siempre andan con su música a cuestas -apoyó una mano en el hombro de Paul, que pudo sentir una vaharada de perfume caro-. En realidad estoy buscando algunos jóvenes a los que no les importe tomar parte en un sketch.
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