Deborah Crombie - Vacaciones trágicas

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Una semana de vacaciones en una lujosa residencia de propiedad compartida, situada en un tranquilo paraje de Yorkshire, es justo lo que le conviene al comisario de Scotland Yard, Duncan Kincaid, agotado por una sobrecarga de trabajo. No obstante, en vez de las actividades relajantes, como excursiones y lectura, que ha programado, justo al día siguiente de haber conocido a todos los huéspedes en un cóctel de presentación encuentra el, cadáver del subdirector del establecimiento flotando en la piscina. No será el único.
¿Qué relación pueden tener con las víctimas del crimen la provocativa directora del centro; o las hermanas solteronas escocesas, o la bella científica, o el diputado dé éxito?
A pesar de la antipatía que le demuestra el ineficaz jefe de policía del lugar, que no soporta la injerencia de Kincaid, éste, con la ayuda de su subordinada, la joven y brillante Gemma James, irá desentrañando las escondidas conexiones entre las víctimas y los sospechosos hasta colocar la última pieza del puzzle en un final sobrecogedor.

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Hannah suspiró, acariciándose la muñeca dolorida contra el pecho. No encontraba consuelo en aquel lugar. Sería mejor volver y afrontar la situación Duncan estaría furioso, y Patrick… si Patrick la veía como una carga que tenía que soportar, no había solución.

Hannah se volvió hacia la ladera que tenía detrás; su resolución perdía fuerza al pensar en la escarpada cuesta que debía subir para llegar al camino. Una figura apareció al fondo del sendero, que se deslizaba resbalando por la cuesta hacia ella; una figura con chaqueta de tweed, sombrero tirolés ladeado, balanceando un bastón y gafas redondas que centelleaban. Con un sobresalto, reconoció a Eddie Lyle.

Qué raro, pensó Hannah, no me parece muy excursionista.

Y qué irritante… era un hombrecillo que la exasperaba aun en los buenos momentos, y ahora no se sentía con ánimos para aguantarlo. No tenía escapatoria: la había visto y había acelerando el paso, saludándola animadamente con la mano.

– Qué alegría encontrar una cara amiga -dijo Lyle al llegar hasta ella-. He reconocido su coche en el aparcamiento. -A Hannah no se le ocurrió nada amable que decir y se limitó a sonreír débilmente. Lyle hinchó su pecho estrecho para respirar y espiró ruidosamente-. Qué bonito, ¿verdad? ¿Ha visto también las Upper Falls? Tengo que decir que éstas me parecen más bonitas, por mucho que digan.

La última observación la pronunció con el tono de superioridad suprema que molestaba tanto a Hannah, pero se limitó a decir:

– Pues sí.

Prefería no prolongar el encuentro con una discrepancia. Se preguntó cómo lo aguantaba su mujer. Parecía agradable, las pocas veces que había hablado con ella. Quizás se escapaba de él en cuanto podía, pensó, sonriendo para sí.

Lyle seguía perorando, apuntando con el bastón mientras describía los rasgos geográficos del valle. Hannah contestaba con monosílabos y lo miraba con curiosidad. Parecía nervioso. No paraba de volverse para escrutar las orillas, como si vigilara a alguien.

Hannah siguió su mirada río arriba y vio que la familia saltarina se acercaba a los escalones de madera que llevaban de las Middle Falls al sendero. El último niño, cabizbajo, desapareció detrás de la pantalla de árboles.

– Mire. Justo ahí, en esas piedras -Lyle se inclinó y señaló la orilla con el bastón-. Helechos fosilizados, si no me equivoco.

De mala gana, Hannah se acercó a él y se asomó. La forma del helecho en la blanca roca plana parecía una fotografía; el dibujo claramente recortado, tenía la fuerza y la delicadeza de unos huesos antiguos.

* * *

– Llame a Peter Raskin. Dígale que…

– Déjeme ir con usted -interrumpió Gemma-. Lo llamo desde el coche.

Kincaid dudó. Patrick Rennie salió de la casa y se acercó a ellos, con expresión preocupada.

– ¡Hola! -los llamó-. ¿Ha visto a Hannah?

Kincaid miró a Gemma a los ojos.

– No hay tiempo. Busque a Peter Raskin y luego venga con Rennie. Querrá venir, y puedo necesitarlo si Peter no aparece.

Cogió el mapa del capó y se metió en el Midget, bendiciendo la rapidez de encendido del motor.

– Pero qué le digo a… -Gemma se aferró a la ventanilla.

– Lo que quiera. Pero venga. -Kinkaid arrancó, dejando que Gemma se arreglara con la perplejidad de Rennie, boquiabierto. Cuando Kincaid miró atrás, Gemma cogía a Rennie por el brazo, diciendo.

– Va a buscar a Hannah. Venga…

Su voz se perdió cuando él salió a la carretera. Confiaba en que Gemma sabría gestionar las cosas.

Por la manera como tomaba las curvas, podría estar corriendo el Gran Premio de Monaco. Tenía el mapa extendido en el asiento del copiloto, y en él había marcado a toda prisa con tinta una ruta serpenteante para no tener que ir buscándola. Dejó la carretera en Thirsk, con la esperanza de que la carretera secundaria, más directa, no le hiciera perder tiempo. Al bajar la vista, se dio cuenta de que tenía los nudillos blancos y aflojó las manos del volante. Conducía con concentración metódica, consultando el mapa, pero sus pensamientos corrían descontrolados.

Cómo no se había dado cuenta. Todas las piezas habían encajado como en un puzzle. Pequeñas cosas -contradicciones, coincidencias- se habían ido añadiendo hasta llegar a una fatal constatación. Eddie Lyle había dicho a su mujer que no había conseguido reservar una semana durante las vacaciones escolares. Sin embargo, cuando Kincaid, pensando en los Frazer, había insinuado esa dificultad a Cassie, ella se había asombrado. Y Lyle había insistido en que las vacaciones eran idea de Janet, mientras que según Janet y su vecina la idea había sido de él. Gemma había descrito a Lyle con el agua al cuello económicamente… con aspiraciones por encima de sus posibilidades… Kincaid recordó la conversación que oyó en The Blue Plate: Janet se preocupaba por los planes de Eddie de mandar a su hija a la universidad porque no podrían pagarla… La tía de Eddie había muerto joven de una enfermedad rara, como la mujer de Miles Sterrett… El sobrino despreciado de Miles; y Hannah era la barrera que le impedía el acceso al patrimonio de Miles.

Kincaid sacudió la cabeza. Tal vez estaba sacando las cosas de quicio, quizá su miedo por Hannah le distorsionaba la lógica. Pero entonces recordó que Eddie había salido apresuradamente, poco después de la desaparición de Hannah, con la excusa de un recado innecesario, y volvió a aferrar el volante con fuerza.

La luz brillaba en lo alto del páramo cuando Kincaid entró en Wensleydale. Apretaba el acelerador en las rectas hasta que los pastos se convertían en una mancha verde.

Del antiguo pueblo de Middleham vio sólo las brillantes banderas en las murallas del castillo y las humeantes grupas de los caballos de carreras que giraban por una esquina. Wensley y el pueblo dormido de West Witton le hicieron perder tiempo; los ancianos y las madres con sus cochecitos se volvían a mirarlo. Luego, de nuevo, una última recta despejada hacia Aysgarth.

Cuando empezaba a respirar con más calma, un rebaño de ovejas cruzó la carretera delante de él. Se detuvo en seco y soltó una palabrota. Las ovejas no tenían prisa. Una masa blanca de lana palpitante, marcada con grandes manchas de pintura roja o azul. Kincaid se apoyó en el claxon y empujó a las rezagadas con el morro del coche. El pastor enarboló el cayado, y la última oveja se apartó de la carretera esparciendo algunas piedras.

Después de una última curva cerrada, la carretera descendía hasta el río Ure, y a la izquierda estaba el aparcamiento de las cascadas de Aysgarth. Kincaid dejó el Midget de cualquier manera en el primer hueco que encontró y se levantó para orientarse. El Citroën verde de Hannah estaba bien aparcado en un rincón, solo y vacío.

Delante de Kincaid, estaba el camino que llevaba a las Upper Falls; detrás, al otro lado de la carretera, valle abajo, el camino llevaba a las Middle y Lower Falls.

Kincaid vaciló por un instante y optó por el camino de arriba, echó a correr golpeando a excursionistas y turistas a su paso. El camino se hacía cada vez más sombrío por la frondosidad de los árboles y el suelo musgoso, acompañado por el rumor del agua. Tuvo una premonición, pero en cuanto llegó al claro sólo vio picnics familiares y montañistas con botas posando para una foto sobre las grandes piedras. No había ni rastro de Hannah.

El camino del otro lado de la carretera era tan tranquilo como un sendero de campo. A un lado había prados abiertos, y al otro la densa vegetación de la ribera. Una familia bajó hasta el camino por una escalera de madera. Los niños estaban mojados y quejumbrosos, los padres enfadados.

– ¡Mamá, quiero un helado, lo habéis prometido! -gritó el pequeño, furibundo.

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