Deborah Crombie - Vacaciones trágicas

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Una semana de vacaciones en una lujosa residencia de propiedad compartida, situada en un tranquilo paraje de Yorkshire, es justo lo que le conviene al comisario de Scotland Yard, Duncan Kincaid, agotado por una sobrecarga de trabajo. No obstante, en vez de las actividades relajantes, como excursiones y lectura, que ha programado, justo al día siguiente de haber conocido a todos los huéspedes en un cóctel de presentación encuentra el, cadáver del subdirector del establecimiento flotando en la piscina. No será el único.
¿Qué relación pueden tener con las víctimas del crimen la provocativa directora del centro; o las hermanas solteronas escocesas, o la bella científica, o el diputado dé éxito?
A pesar de la antipatía que le demuestra el ineficaz jefe de policía del lugar, que no soporta la injerencia de Kincaid, éste, con la ayuda de su subordinada, la joven y brillante Gemma James, irá desentrañando las escondidas conexiones entre las víctimas y los sospechosos hasta colocar la última pieza del puzzle en un final sobrecogedor.

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El sonido atravesó el borde del sueño, y la llevó a un estado de indolente duermevela. Su primer movimiento instintivo le costó un gruñido: tenía dolor de cabeza y los músculos anquilosados. Los paneles de la puerta acristalada le devolvieron su imagen. Había anochecido del todo, y no sabía si había dormido horas o minutos. La llamada persistía mientras avanzaba lentamente hacia la puerta, y antes de abrir oyó una voz implorante:

– Hannah, soy Patrick. Por favor, abre, necesito hablar contigo.

La sobrecogió un instante de vacilación, pero se sonrojó de vergüenza. No dudaría de él, no permitiría que el miedo decidiera su vida. La humillación la había llevado a rechazarlo en las escaleras, pero luego había pensado mucho sobre los prejuicios. Retiró el cerrojo con dedos inseguros.

Patrick la miró con atención antes de hablar.

– ¿Cómo te encuentras?

– Supongo que bien, dentro de lo que cabe. -Sin darse cuenta, Hannah se tocó la muñeca vendada-. La doctora Percy ha dicho que mañana me sentiré como si tuviera cien años, y ya he empezado.

Él entró tras ella en el salón y la tapó con la manta, solícito. Tras acercar una silla para sentarse enfrente, dijo con una franqueza desarmante.

– Duncan Kincaid cree que yo he podido empujarte por las escaleras, aunque ha sido muy correcto y no lo ha dicho así. -Patrick sonrió-. Y me parece que el motivo no era su buena educación. Hannah -su sonrisa se desvaneció-, ¿crees que te he empujado yo?

Ella negó con la cabeza, y dijo con voz cansada:

– No, sinceramente. Se lo habría dicho a Duncan.

Lo miró a los ojos por primera vez desde que entró. Parecía como si Patrick hubiera envejecido diez años durante el curso del día. Unas arruguitas que no había advertido antes le rodeaban los ojos. Era como si le hubieran quitado una capa de barniz, pensó Hannah, y estuviera allí con el rostro desprovisto de su habitual lustre.

– Menos mal -dijo él, con un suspiro-. Pero es que estoy preocupado por ti. Cuando no se entiende el motivo de algo es muy difícil dejar de pensar en ello.

Hannah no respondió. Se sentía agotada para reiterar su ignorancia una vez más. Al cabo de un momento, Patrick prosiguió:

– Esta mañana me he portado como un bruto contigo. No sé por qué. Un montón de fantasías infantiles que se desmoronaban, supongo. -Ante la expresión de sorpresa de ella, trató de explicarse-. Bueno, lo de siempre, ya sabes… Primero era mi madre -se llevó la mano a la frente y sonrió-, muerta de parto, bendiciéndome con su último aliento. Luego la imaginaba cálida, dulce, reconfortante… que me iba a encontrar y me iba a acoger en el seno de otra familia. Fantasías de hijo único. Nunca -se inclinó hacia delante, sonriendo de nuevo- la imaginé como una mujer de éxito, inteligente, estimulante y atractiva. Ha sido un buen susto, te lo aseguro.

Hannah se pasó los dedos por el cabello, consciente de pronto de su aspecto.

– Lo siento -dijo, sin saber muy bien si se refería a haber desvelado su identidad o a no corresponder a la imagen materna que él se había forjado.

– ¿Lo sientes? Tenía que haber superado ese bagaje emocional hace mucho tiempo. Y ni siquiera te he preguntado por mi padre.

Patrick se llevó las manos a las rodillas, y Hannah percibió una repentina vulnerabilidad bajo su actitud desenfadada.

– Me negué a decirles a mis padres quién era, pero supongo que tú mereces saber algo -dijo, con reticencia-. Se llamaba Matthew Carnegie. De una buena familia -torció la boca con un rictus amargo-. Eso hubiera dicho mi padre. No sé qué fue de él, no quise volver a verlo. -Proyectó su mente a través de los barrotes levantados a lo largo de los años, tratando de recordar lo que le había atraído de él a los dieciséis años-. Era rubio, de ahí te viene tu coloración, y guapo, larguirucho, poco formado todavía. Me hacía reír. -El recuerdo la sorprendió-. Y era tierno.

Patrick la escuchaba reflexivamente.

– No decírselo a tus padres debió requerir mucho valor.

– ¿Valor? No, fue pura testarudez. Y que sabía que no toleraría la humillación de que él se enterara, de que su familia se enterara.

Patrick se inclinó hacia delante, con una mirada intensa.

– Hannah, ¿crees que podríamos volver a empezar? Quizás no como lo hemos imaginado ninguno de los dos, hemos sido muy poco realistas, pero sí como… amigos.

Hannah cerró los ojos, deteniendo una repentina ola de nostalgia.

– Nunca he esperado sustituir a tu madre. Ni serlo, en realidad. Sólo buscaba cierta sensación de pertenencia… de relación.

Patrick tendió la mano y le tocó el hombro con un poco de torpeza, como inseguro de qué gesto hacer.

– Más vale que te deje descansar. -Se levantó-. Hannah, ten cuidado. No soportaría perderte -en su voz había cierta ironía- ahora que te he encontrado.

* * *

Kincaid descubrió, como Patrick Rennie antes que él, que la puerta de Cassie sólo estaba entornada. Dio unos golpecitos suavemente. Al no oír respuesta, la empujó despacio.

La única luz del salón del chalet llegaba de un globo del distribuidor que había detrás, así que le costó un momento orientarse. La voz de Cassie llegó del sillón junto al fuego, malhumorada y concisa.

– Lárguese.

Kincaid buscó a tientas el interruptor de la lámpara de mesa y parpadeó ante el estallido repentino de luz amarilla. Cassie estaba acurrucada en el sillón, pálida y despeinada, envuelta en una bata acolchada. Sólo sus piernas desnudas y extendidas ante sí mantenían su elegancia.

– Debería empezar por cerrar la puerta -dijo Kincaid, apartando sin ganas la vista de sus piernas para mirarle la cara.

– Ya no tiene mucho sentido, ¿no?

Kincaid se apoyó en el brazo del otro sillón, como la vez pasada.

– Parece que ha liado bien las cosas, ¿eh? -le dijo con frivolidad.

La rabia brilló en los ojos dorados de ella.

– ¿Yo?, por favor. -Apartó la cara y Kincaid pudo ver una marca roja en su mejilla-. Ese bruto me ha pegado.

– ¿Quién, Graham?

– ¡Graham, claro! Patrick ha actuado como un rey ofendido y se ha marchado corriendo, pero primero ha dejado nuestra situación bien clara para Graham. ¿Quién le ha dado los detalles sórdidos? -Cassie lo miró, acusadora.

– Patrick.

– Vaya. -Se le llenaron los ojos de lágrimas, que le resbalaron por la cara. No hizo ningún gesto para secarlas-. Todo se ha acabado.

– ¿Se ha acabado Downing Street?

– Es… -empezó Cassie, pero se rindió, demasiado abatida incluso para insultarlo.

– Antes o después, tenía que ocurrir -dijo Kincaid, más amable-. El juego era arriesgado.

Cassie se incorporó un poco en su asiento y se secó las mejillas con el dorso de las manos.

– No podía imaginar que Graham fuera tan duro de apartar. -Resopló por la nariz-. Empezó de manera informal, antes de que conociera a Patrick. Pero cuanto más intentaba enfriar las cosas con Graham, más insistente se ponía. Entonces empecé a tener miedo de cortar, miedo de lo que podría hacer.

– ¿La amenazaba?

Cassie se encogió de hombros.

– No muy claramente. Pero hacía pequeños comentarios… ¿Y si alguien le contaba al director que me acostaba con los propietarios? ¿Perdería el trabajo? Esas cosas. Yo eso no lo aguantaba. Al principio pude sortearlo. Luego Graham cambió la semana… no tenía que esperar a que acabara el curso porque Angela no estaba en el colegio, y él quería verme.

– Y tuvo la suerte -interrumpió Kincaid- de disponer de la semana de las vacaciones escolares…

– ¿La suerte? -Cassie pareció desconcertada-. Podía reservar la semana que quisiera y además podía cambiarla cuando prefiriera. Siempre hay gente que está dispuesta al intercambio. ¿Por qué tuvo que escoger esta semana? -dijo, y levantó los ojos, implorante. Era una pregunta de la que no esperaba respuesta.

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