Rennie se puso como la grana.
– Dios mío, qué imbécil he sido. Tenía usted razón con lo de Cassie. Empezó el año pasado. Marta sabía que sucedía algo, pero la engañé para que viniéramos de todos modos. Yo creía que Cassie me quería, que valía la pena hasta arriesgar mi futuro. -Sacudió la cabeza, como desconcertado ante su propia estupidez-. Pero esta vez no ha ido nada bien. Esta tarde he decidido que teníamos que hablar y aclarar las cosas. Fui al chalet y empecé a llamar a la puerta, pero la puerta no estaba cerrada del todo. Bueno, es la vieja historia de siempre, no sé de qué me sorprendo…
Sonrió, pero seguía sonrojado y sin mirar directamente a Kincaid.
– ¿Muy comprometedor?
– Bastante.
– ¿Y quién era el afortunado?
Rennie apartó la vista.
– Graham Frazer.
Kincaid se paseaba por la recepción, mal iluminada, esperando escuchar, con cierto sentimiento de culpa, los pasos ligeros de Anne Percy. Había dejado a Patrick Rennie ocupado con su copa en el bar vacío, y tenía más dudas que nunca sobre si aquel hombre era sincero o un gran mentiroso.
Si Cassie corroboraba la historia de Patrick, ¿sería una coartada suficiente? Hannah le había dicho que había llamado a su puerta antes de bajar las escaleras. Pero había sido apenas un toque, le dijo, porque luego cambió de opinión y decidió seguir sola. ¿Sería el ruido que oyó mientras hablaba con Gemma por teléfono? ¿O estaba en el balcón y no había oído nada?
Cálculo de tiempo. Pura cuestión de cálculo de tiempo, murmuró. Si Hannah había pasado sólo unos minutos en las escaleras, ¿podría demostrar Patrick que había ido directo de casa de Cassie al vestíbulo? Y en ese caso, ¿qué pasaba con Cassie y Graham? ¿Encerrados y libres de culpa con su coartada de amantes? ¿O era una cobertura para un intento de asesinato? Suponiendo, claro, que Hannah no llevara inconsciente al menos media hora…, en cuyo caso pudo ser cualquiera de los tres. Pero ¿por qué iba a querer alguno de ellos, o cualquier otro matar a Hannah?
¿Y dónde estaba el resto de huéspedes, a todo eso?
Kincaid descargó el puño en la otra mano abierta, con una mueca de frustración. Si hubiera estado atado y con los ojos vendados, sabría lo mismo que ahora. Él, que tantas veces se había quejado de lo aburrido del papeleo, habría dado cualquier cosa por un montón de declaraciones detalladas tomadas por su sargento. El inspector jefe Nash había pasado de ponerle obstáculos a evitarlo taimadamente, pero las dos tácticas habían tenido los mismos resultados: Kincaid no tenía hechos.
Un movimiento en la habitación en sombras, tal vez una corriente de aire, hizo que Kincaid se volviera hacia la puerta del salón. La luz cambió, y tuvo una breve visión de Sebastian Wade tal como lo vio allí por primera vez: apoyado en el umbral de la puerta con desenfado, las manos en los bolsillos, una sonrisa maliciosa en los labios.
¿Cómo diablos encajaba todo aquello? Unos rápidos pasos por las escaleras lo llevaron al vestíbulo. Anne Percy se topó con su mirada inquisitiva mientras bajaba los últimos peldaños.
– Está bastante mejor. Un poco abatida, claro. Una torcedura de muñeca, probablemente, y un chichón de buen tamaño en la cabeza. Ya le he dicho que tiene buenos huesos. -Una sonrisa divertida cruzó sus labios-. Ni rastro de osteoporosis. -Suspiró y se estiró, luego se puso más seria-. Le echará un ojo, ¿verdad, Duncan? Estoy pensando… -Frunció las cejas e hizo una pausa- que quien la empujó no se quedó a acabar el trabajo.
– Es posible que me oyera salir de la suite. Además, no es muy diferente de lo que les pasó a Sebastian o a Penny. Ha aprovechado la ocasión, con poco que perder. Agacharse sobre Hannah en medio de las escaleras habría sido más arriesgado.
– Qué horror -dijo Anne, con un escalofrío.
– Lo sé. Le he dicho que se encierre y no salga sin decírmelo. Dice que no quiere un canguro -añadió exasperado-. Ha sido dócil y obediente hasta que ha empezado a recuperarse.
– La he dejado con el inspector jefe Nash. No me parece precisamente una experiencia relajante.
– No, pero más vale que acabe cuanto antes para que la deje en paz. -Kincaid observó a Anne con un placer manifiesto. Bajo un impermeable amarillo brillante, llevaba unas mallas de color fucsia y una camiseta de rayas a juego, y no podía parecerse menos a la figura tradicional de un médico.
– ¿Dónde está la gracia? -preguntó Anne, sonriendo abiertamente.
– Estaba pensando en el malhumorado médico de cabecera de mi pueblo que nos visitaba cuando yo era pequeño.
Ella bajó la vista para mirarse y luego le sonrió.
– Bueno, los tiempos cambian, ¿no? Afortunadamente. -Desvió la vista al reloj-. Pero hay cosas que no. Llego tarde a dar la cena a las niñas. Tengo que irme corriendo.
Él se sintió avergonzado, como culpable por hacerle olvidar sus obligaciones, pero dijo con toda la serenidad que pudo.
– Sí, la acompaño.
El impermeable crujía mientras caminaba, y una vez sus brazos se rozaron. Cuando llegaron al coche, ella abrió la portezuela y metió el maletín, luego se volvió hacia él. Kincaid estaba lo bastante cerca para notar su olor a lavanda -una fragancia limpia, reconfortante- y buscó algo que decir que la detuviera un instante más.
– Gracias. Me imagino que le ha resultado todo muy brutal.
Anne sonrió.
– Estoy familiarizada con la muerte. Lo que difiere son las circunstancias. En fin, el médico forense de la policía vuelve de las vacaciones mañana, así que no me van a llamar más.
– Lo siento -dijo Kincaid tras el silencio que se hizo entre ellos.
– Yo también lo siento -respondió Anne Percy entrando en el coche, y mientras veía alejarse el coche Kincaid no estaba muy seguro de lo que habían querido decir.
* * *
La tarde avanzaba mientras Gemma conducía hacia el norte por la carretera de Banbury. Casas grande, confortables, a los dos lados de la calle con interiores cálidos y acogedores como sólo lo son las habitaciones iluminadas al atardecer. Los jardines estaban llenos de árboles, y la luz fugitiva lamía los colores otoñales de sus hojas.
Era la primera vez que iba a Oxford, nunca había tenido un caso allí, y no era un lugar que su familia hubiera escogido para ir de vacaciones. Sus padres habían ido toda su vida al mismo pueblo de Cornualles durante dos semanas al año. Un lugar agradable, seguro, sin ninguna posibilidad de aventura.
Para su sorpresa, Gemma quedó encantada con la ciudad. Tras establecer una cita con Miles Sterrett a través de su ama de llaves, le quedaron varias horas libres y las había pasado explorando el centro. Desde Cornmarket, por toda la High Street hasta Magdalen College y el río, la fascinaron los verdes céspedes de los colegios.
Caminó despacio, con el cuello del jersey azul marino levantado para protegerse del viento, y cuando llegó al puente sobre el Cherwell se acodó en el parapeto y se puso a mirar a los remeros que rozaban las aguas como libélulas.
Los estudios universitarios habían estado tan lejos de su alcance que nunca había llegado a envidiar a otros el privilegio, pero ahora sintió un fugaz anhelo de una oportunidad perdida. Kincaid le dijo una vez, mientras tomaban una cerveza al salir del trabajo, que le habían ofrecido la posibilidad de ganar una beca de la policía para la universidad, pero que no la aprovechó.
Una cierta rebeldía, supongo, había dicho, arqueando una ceja, burlonamente. Justo lo que esperaban mis padres. Ahora parece una tontería haberlo dejado escapar.
Gemma pensó, mientras reducía la velocidad para girar por la bocacalle que se había saltado esa tarde, que Oxford le habría convenido a Kincaid.
Читать дальше