Abrazarla o ponerla sobre sus rodillas y darle unos azotes, cualquiera de las dos posibilidades funcionaría, pero no podía permitirse ninguna. Kincaid aguardó.
– Antes me llamaba Angie.
– Claro. ¿No éramos amigos?
Al oírlo, levantó la cabeza con ímpetu y dijo con rabia.
– No ha hecho nada. Me lo prometió. Ahora a nadie le importa lo que le ha pasado a Sebastian. No quiero decir -añadió, repentinamente recuperando su educación de clase media- que no me importen la señora MacKenzie y la señorita Alcock. Pero Sebastian era…
– Ya lo sé. Es normal que lo sientas así. -Sebastian, por muchos defectos que tuviera, se había ganado la lealtad de Angela. Kincaid aprovechó el momento de debilidad y le tocó el hombro-. Lo he estado intentando, Angie. Lo estoy intentando.
La cara de Angela se descompuso y de repente se echó a llorar sobre su pecho, abrazándolo fuertemente por la cintura. Kincaid trató de tranquilizarla con la voz y le acarició la nuca, donde el cabello natural, sin potingues, era tan suave como una pluma de pato. Sintió ganas de absorberle el dolor como si fuera una esponja.
Por fin los sollozos se convirtieron en hipo y se apartó de él, secándose los ojos con las manos. Como no tenía en su poder el pañuelo blanco e inmaculado que exigía la situación, Kincaid se sacó del bolsillo un kleenex arrugado.
– Toma, creo que está relativamente limpio.
Angela le dio la espalda y se sonó la nariz. Luego dijo despacio, vengativa.
– Ella se lo hizo hacer a él.
Kincaid tuvo la sensación de haberse perdido algo.
– ¿Quién hizo hacer qué a alguien?
– No sea obtuso -resopló-. Ya lo sabe.
– Pues la verdad es que no. Cuéntamelo.
Se le aceleró el pulso, pero su voz reflejaba solamente un interés de amigo bienintencionado. Cualquier gesto o palabra equivocada podía hacer que Angela retrocediera y se ocultara de nuevo en su caparazón.
Ahora ella vaciló, jugueteando con la cremallera de la chaqueta.
– La noche que Sebastian…, dijo que no había salido, pero sí salió. Yo lo oí.
– ¿Tu padre?
Ella asintió.
– Y la mañana que murió la señorita MacKenzie, cuando me levanté, él no estaba. Y dijo que había estado allí todo el tiempo.
Kincaid tanteó un poco.
– Angie, ¿qué crees que ha hecho tu padre?
– No lo sé. -Levantó la voz, en un quejido-. Pero si ha hecho algo, ha sido culpa de ésa.
– ¿De Cassie? -preguntó Kincaid, seguro de la respuesta. Angela asintió.
– ¿Por qué lo crees?
– Siempre están juntos, con secretitos. Se creen que no lo sé. -Kincaid notó la satisfacción debajo de la censura-. Cuando me acerco, se callan y se apartan. De aquella manera… ya sabe.
– Pero no has oído nada concreto…
Angela sacudió la cabeza y retrocedió unos pasos, tal vez con el instinto de defender a su padre venciendo el deseo de acusarlo.
– Podría ser inocente, ¿no crees? Quizás estás exagerando las cosas -dijo Kincaid con ligereza, un poco burlón, como pinchándola.
– Él le dijo que mi madre se las iba a cargar -soltó Angela, picada-. Que se iba a arrepentir, como todo el mundo que intentara perjudicarlo. Y si… -Angela se interrumpió, con la mirada asustada. Había ido más lejos de lo que quería-. Tengo que marcharme.
– Angie…
– Adiós.
Se marchó por la puerta del fondo y al cabo de un instante oyó sus pasos por las escaleras.
Kincaid la miró mientras la puerta se cerraba con suavidad. Graham había soltado una fanfarronería velada. Pero y si no fuera así… Ojalá pudieran atrapar al sujeto de una vez, en lugar de recoger rumores y acusaciones de segunda mano. Graham Frazer era tan inaferrable y tan frío como un cubito de hielo.
* * *
Kincaid se encontró con Maureen Hunsinger en lo alto de las escaleras, con su cara redonda como una manzana abrillantada y el cabello rizado y húmedo como si saliera del baño.
– Lo estaba buscando -dijo, con una amplia sonrisa, y luego se puso seria-. Quería despedirme.
– ¿Se van ustedes? -preguntó Kincaid.
– El inspector jefe Nash nos ha dado permiso -asintió. Parecía casi disculparse-. Ha sido muy difícil para los niños, no tiene sentido prolongar la estancia. Además -apartó la mirada, y a Kincaid le pareció captar cierto apuro-, después de lo que le pasó ayer a Hannah, podría… bueno, nos podría pasar a todos, ¿no? No podemos perder de vista a los niños. Es muy preocupante.
Maureen suspiró y se apartó un mechón de la cara. Kincaid se dijo que no le gustaba ver ni una abolladura en su sólido optimismo.
– Tiene usted toda la razón -la consoló-, yo haría lo mismo.
– ¿Sí? Quizás vendamos nuestra semana aquí o la cambiemos por otro lugar. No creo que pueda volver a sentirme bien en este sitio. ¿Ha podido…?
– No, nada definitivo. -Kincaid respondió a la pregunta que no había formulado, y formuló la que le preocupaba a él-. ¿Ha visto a Hannah esta mañana, Maureen?
– Sí, pero no hemos hablado.
– Y…
– Estábamos empezando a cargar el coche. Hace más o menos una hora. Cuando se viaja en familia es inimaginable lo que hay que hacer para meter todas las cosas en el coche y…
– Maureen -Kincaid trató de devolverla al hilo de lo que hablaban antes.
– En fin, yo salía de la casa y ella se marchaba. Me ha hecho un gesto de despedida y yo he intentado devolvérselo, pero tenía los brazos llenos de legos… -sonrió-. Emma me ha ayudado a recogerlos.
– Emma…
– Estaba entrando cuando yo salía. Tal vez ella haya hablado con Hannah.
– Gracias, amiga mía. Voy a buscarla -Kincaid le sonrió con cariño-. Que tenga buena suerte, Maureen.
Había dado un paso hacia las escaleras cuando Maureen lo detuvo con una mano en el hombro.
– Cuídese -le dijo bajito, se puso de puntillas y le dio un beso, presionando con sus labios cálidos la mandíbula de él, rozándolo con sus grandes pechos.
Kincaid se sintió extrañamente reconfortado.
* * *
Emma lo encontró a él antes de que él la encontrara a ella. Todo el mundo parecía estar buscándolo esa mañana, menos la persona que más quería encontrar.
Se vieron en el vestíbulo, ella sacudió la cabeza con energía como si él hubiera aparecido a una orden suya. El gesto, en cualquier caso, era un vestigio de su antigua aspereza. Se la veía agotada y como -Kincaid buscó el adjetivo adecuado- aflojada. Su espalda aparecía encorvada como él no la recordaba, y hasta el cabello gris metalizado le caía lacio.
– ¿Salimos un momento? -Kincaid notó con alivio que no había perdido la resonancia de su voz. Emma lo llevó al porche y levantó un momento la cara hacia el sol-. Yorkshire ha decidido regalarnos otro radiante día de otoño antes de que nos vayamos. Para mañana han previsto lluvias. ¿Sabe que mañana es el funeral de Sebastian? -se volvió hacia él-. Yo, ahora que lo han dejado salir, he mandado que lleven el cuerpo de Penny a casa. -Sacudió los hombros-. Y me marcho después del oficio de mañana, con el fin de disponer las cosas para Penny.
Kincaid pensó que a Emma le pesaba algo más que el dolor. Se sumaba su necesidad de hacer lo que consideraba adecuado para despedir a Penny.
– No sabía nada del entierro de Sebastian. Iré.
Y procuraría llevar consigo a Angela Frazer.
– Emma, Maureen me ha dicho que le parecía que usted había hablado con Hannah esta mañana, cuando se marchaba.
– Sí.
– ¿Qué le ha dicho? Es decir -añadió, impaciente-, ¿ha dicho a dónde iba o por qué?
– El porqué era evidente -contestó Emma, con amargura-. Si alguien me hubiera empujado por las escaleras, yo me iría todavía más lejos.
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