El viento que antes había despejado el cielo había parado al atardecer, dejando la noche silenciosa y calmada, aunque a la expectativa. Las luces que se reflejaban en la superficie del agua la hacían parecer sólida como el hielo, y cuando pasó junto al pub Angel y caminó junto al terraplén, notó el aire fresco cerniéndose sobre el río como una nube.
Al pasar por la galería de Trevor Simons lo vio fuera de la puerta. Cruzó la calle rápidamente y lo encontró todavía agachado sobre el cerrojo. Tocó su brazo.
– Señor Simons. ¿Tiene problemas con la cerradura?
Simons dio un salto, soltando el pesado llavero que sostenía en la mano.
– Dios Santo, comisario, me ha dado un susto tremendo. -Se agachó a recoger las llaves y añadió-: Se encalla un poco, me temo, pero ya lo tengo.
– ¿De camino a casa? -dijo Kincaid, en tono agradable. Incluso se preguntó si el itinerario de Simons incluía una visita a Julia. Ahora que se había vuelto a instalar en el piso, justo un poco más abajo, ya no tendrían necesidad de encontrarse furtivamente en el taller de detrás de la galería.
Simons estaba un poco incómodo, con las llaves en una mano y la carpeta de trabajos en otra.
– La verdad es que sí. ¿Necesitaba verme?
– Hay un par de cosas -respondió Kincaid, tomando una decisión mientras hablaba-. ¿Por qué no cruzamos la calle y tomamos algo?
– ¿No tardaremos más de media hora? -Simons miró su reloj-. Hoy salimos a cenar. Mi mujer ha enviado a las niñas a casa de amigos. No puedo llegar tarde si en algo valoro mi vida.
Kincaid se apresuró para tranquilizarlo.
– Será sólo un momentito, en el pub Angel. Le prometo que no estaremos mucho rato.
Encontraron el pub lleno, pero el público era reposado. Kincaid calculó que se trataba básicamente de profesionales que tomaban una copa rápida antes de irse a casa después del trabajo.
– Un sitio agradable -dijo, mientras se ponían cómodos en una mesa junto a una de las ventanas que daba al río-. Salud. Admito que me he aficionado a la cerveza Brakspear’s Special. -Mientras saboreaba su cerveza miró a su compañero con curiosidad. Simons parecía algo incómodo debido a su cita para cenar, no obstante daba la impresión de que era sincero-. Parece que usted y su esposa han planeado una noche romántica -dijo Kincaid, como andando a la caza de algo.
Simons apartó la mirada. Su incomodidad parecía más evidente aún. Las canas plateadas en su espeso cabello castaño atraparon la luz cuando se pasó la mano.
– Bueno, comisario. Ya sabe cómo son las mujeres. Ella se sentirá muy defraudada si no participo con entusiasmo.
Un barco pasó despacio por debajo del puente de Henley. Las luces de babor y estribor brillaban ininterrumpidamente. Kincaid empujó el posavasos de la cerveza hacia delante y hacia atrás con un dedo y luego miró a Simons.
– ¿Sabe que Julia se ha vuelto a mudar a su piso?
– Sí. Lo sé. Me llamó ayer. -Antes de que Kincaid pudiera responder, Simons explicó convincentemente-: Mire, comisario, seguí su consejo el otro día. Le hablé a mi mujer de… de lo que pasó con Julia. -La cara huesuda de Simons tenía aspecto demacrado por el cansancio. Al tomar a sorbos el whisky con agua su mano tembló levemente.
– ¿Y? -dijo Kincaid al ver que no proseguía.
– La noticia la sacudió. Y estaba dolorida, como podrá imaginar, -dijo Simons en voz baja-. Creo que el daño no será fácil de reparar. Nuestro matrimonio ha sido bueno, probablemente mejor que el de la mayoría. Nunca debí cometer este error.
– Suena como si no quisiera continuar su historia con Julia, -dijo Kincaid, sabiendo que no era de su incumbencia y que su investigación apenas justificaba cruzar los límites de los buenos modales.
Simons negó con la cabeza.
– No puedo. No si quiero arreglar las cosas con mi esposa. Se lo he dicho a Julia.
– ¿Cómo se lo ha tomado?
– Estará bien. -Simons sonrió con ese humor moderado, de desaprobación, que Kincaid ya había observado-. Yo no fui más que un capricho pasajero para Julia. Probablemente le he ahorrado la molestia de tener que decirme, «lo siento, querido, pero era tan solo un poco de diversión».
A Kincaid se le ocurrió que Simons, al igual que Sharon Doyle, agradecía tener un oyente imparcial y aprovechó esta ventaja.
– ¿Estaba enamorado de ella?
– No estoy seguro de que «amor» y «Julia» existan en el mismo vocabulario, señor Kincaid. He estado casado durante casi veinte años. Para mí el amor significa calcetines zurcidos y «¿a quién le toca sacar la basura, querido?» -Sonrió mientras tomaba un sorbo de su whisky-. Quizás no sea apasionante, pero de este modo uno sabe dónde se encuentra. -De repente se serenó-. O al menos debería saberlo, a menos que se comporte como un asno.
»Estaba encaprichado con Julia, fascinado, embelesado. Pero no estoy seguro de que nadie pueda acercarse a ella lo suficiente para amarla.
A pesar de lo mucho que le desagradaba a Kincaid la necesidad de atacar, lo hizo con una voz repentinamente severa:
– ¿Estaba lo suficientemente encaprichado como para mentir por ella? ¿Está seguro de que ella no abandonó la galería cuando terminó la fiesta? ¿Le dijo ella que tenía que ver a alguien? ¿Qué volvería en una hora o dos?
El buen humor había desaparecido de la cara de Trevor Simons. Terminó su whisky y depositó el vaso con cuidado, adrede, en el centro exacto de su posavasos.
– No lo hizo. Puede que sea un adúltero, comisario, pero no soy un embustero. Y si piensa que Julia tuvo algo que ver con la muerte de Connor, le puedo decir que está usted buscando en el lugar equivocado. Ella estuvo conmigo desde que cerramos la galería hasta el amanecer. Y después de quemar las naves, por así decirlo, confesándoselo a mi esposa, testificaré ante un tribunal si es necesario.
Kincaid llamó a la puerta y esperó. Llamó otra vez. Cambió el peso de una pierna a la otra. Silbó por lo bajo. No se oía ningún ruido dentro del piso y se dio la vuelta, sintiendo una punzada de decepción.
Lo frenó el ruido de la puerta al abrirse. Cuando se dio la vuelta vio a Julia mirándole en silencio, sin demostrar ni placer ni consternación por su presencia. Levantó la copa de vino, saludándolo sarcásticamente.
– Comisario. ¿Es una visita social? No puede acompañarme si se va a hacer el duro.
– Vaya, vaya -miró con detenimiento el jersey rojo desteñido que llevaba por encima de unas mallas negras-, una explosión de color. ¿Es indicativo de algo?
– Hay veces que una debe abandonar sus principios cuando no ha hecho la colada -respondió con aire de sabiduría-. Pase. ¿Qué va a pensar de mis modales? También -añadió, mientras retrocedía hacia la sala- puede ser mi concesión al duelo.
– ¿Una proclama a la inversa? -preguntó Kincaid, siguiéndola a la cocina.
– Algo así. Le traeré una copa. El vino está arriba. -Abrió un armario y se puso de puntillas, estirándose para llegar al estante. Kincaid se dio cuenta de que no llevaba zapatos sino calcetines gruesos y sus pies parecían pequeños y desprotegidos-. Con ordenó la cocina adaptándola a sus necesidades -cogió una copa-. Y parece que siempre que quiero algo, está siempre fuera de mi alcance.
Kincaid se sintió como si se hubiera entrometido en una fiesta.
– ¿Estaba esperando a alguien? No necesito interrumpirla. Sólo quería hablar brevemente con usted y quizás recoger las cosas de Sharon Doyle.
Julia se dio la vuelta y apoyó la espalda contra la encimera. Lo miró mientras sostenía las dos copas contra el pecho.
– No esperaba a nadie, comisario. No hay un alma que esperar. -Se rió entre dientes de su propio sentido del humor-. ¡Vamos! Ya habíamos superado lo de comisario, ¿no? -añadió por encima del hombro mientras lo conducía de nuevo al salón-. Supongo que soy yo la reincidente.
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