– ¿Lo que dijo sobre que Julia hubiera matado a Connor, quiere decir?
Asintió, toqueteando sin darse cuenta un punto de la parte delantera de su camiseta.
– No sé porqué lo dije. Supongo que quería darle la culpa a alguien. -Al cabo de un momento continuó, en un tono como de descubrimiento-: Creo que quería creer que ella era tan horrible como Con decía. Hacía que me sintiera mejor. Más segura.
– ¿Y ahora? -preguntó Kincaid. Al no contestar, continuó-: ¿No tenía razón alguna para hacer esas acusaciones? ¿Con nunca le dijo nada que le hiciera pensar que Julia pudiera haberlo amenazado?
Ella negó con la cabeza y habló tan bajito que Kincaid tuvo que acercarse a ella para oírla.
– No. -Olía a jabón Pears, y la vulgaridad de ese olor bueno y limpio le oprimió de repente la garganta.
La penumbra se intensificó y de algunas de las ventanas de las casitas salía el parpadeo azul de las televisiones. Kincaid imaginó que las pensionistas -sólo había visto a mujeres- tomaban sus cenas temprano para poder instalarse delante de la tele, sin interrupción, aisladas de sí mismas y de los demás. Se estremeció levemente y se sacudió la ola de melancolía que lo amenazaba, como un perro saliendo del agua. ¿Por qué, después de todo, habría de sentirse descontento del confort que disfrutaban estas mujeres?
A su lado, Sharon tiró de su cardigan envolviéndose más en él. Kincaid se frotó las manos para calentarlas y se volvió hacia ella, diciéndole con brío:
– Una cosa más, Sharon. Y luego será mejor que entre antes de que coja frío. Tenemos un testigo que está seguro de haber visto a Connor en el Red Lion de Wargrave después de dejarla aquella noche. Con se encontró con un hombre cuya descripción coincide con Tommy Godwin, un viejo amigo de los Asherton. ¿Lo conoce? ¿Oyó a Con mencionarlo alguna vez?
Casi podía oírla pensar mientras seguía sentada a su lado, en la oscuridad. Pensó que si miraba con detenimiento vería su ceño fruncido mostrando concentración.
– No -dijo, finalmente-, nunca le oí mencionarlo. Se volvió hacia Kincaid y recogió una de sus piernas sobre el banco para poder mirarlo bien a la cara-. ¿Tuvieron…? ¿Se pelearon?
– Según el testigo no fue un encuentro demasiado amistoso. ¿Por qué?
Se puso la mano delante de la boca y mordisqueó la uña de su dedo índice. Morderse las uñas era una forma de autoestímulo que nunca había atraído a Kincaid, y se estremecía cuando veía la carne dañada. Esperó, entrelazando los dedos para impedir que su mano apartara la de Sharon de su boca.
– Creí que había sido yo la que lo había hecho enfadar -dijo precipitadamente-. Volvió aquella noche. No estaba contento de verme, quería saber por qué no había vuelto a casa de la abuela, como ya le dije. -Tocó la manga de Kincaid-. Por eso no dije nada antes. Me sentía una completa idiota.
Kincaid le dio una palmadita en la mano.
– ¿Por qué no se fue a casa?
– Lo hice. Pero la partida de bridge de la abuela había terminado temprano -una de las ancianas se encontraba mal- de modo que volví. Me sentía mal por haberme largado enfadada. Pensé que estaría contento de verme y esperaba que pudiéramos… -Tragó saliva, incapaz de seguir adelante. Pero para Kincaid estaba claro lo que ella esperaba sin mayores explicaciones.
– ¿Estaba bebido?
– Había tomado unas copas, pero no estaba realmente borracho.
– ¿Y no le dijo dónde había estado o a quién había visto?
Sharon negó con la cabeza.
– Dijo: «¿Qué estás haciendo aquí?» y pasó por mi lado como si yo fuera un mueble o algo.
– ¿Luego qué? Explíquemelo poco a poco, todo lo que recuerde.
Cerró los ojos, pensó durante un momento y luego empezó a hablar, obediente:
– Fue a la cocina y se sirvió una copa.
– ¿No fue al carrito de bebidas? -preguntó Kincaid, recordando la cantidad de botellas.
– Eso era sólo por apariencia. Para las visitas. Con bebía whisky y siempre tenía una botella en la encimera de la cocina, -dijo, y luego continuó despacio-. Volvió al salón y noté que se tocaba continuamente la garganta. «¿Estás bien?», le pregunté. «¿Te encuentras mal, cielo?» Pero no me contestó. Subió arriba al estudio y cerró la puerta.
– ¿Lo siguió? -preguntó Kincaid cuando ella se quedó en silencio.
– No sabía qué hacer. Empecé a subir las escaleras cuando lo oí hablar. Debía de haber llamado a alguien. -Miró a Kincaid y, a pesar de la débil iluminación, pudo ver su angustia-. Estaba riendo. Eso es lo que no podía entender. ¿Cómo podía estar riendo cuando apenas me había dirigido la palabra?
– Cuando volvió a bajar las escaleras me dijo: «Salgo otra vez, Shar. Cierra cuando salgas». Para entonces ya había tenido suficiente. Le dije que cerrara él mismo su maldita puerta. No le había estado esperando para que me tratara como una simple fulana, ¿no? Le dije que si me quería ver que cogiera el maldito teléfono y me llamara, y que me lo pensaría si no tenía nada mejor que hacer.
– ¿Qué respondió Connor?
– Se quedó allí, con la cara inexpresiva, como si no hubiera oído una palabra de lo que le había dicho.
Kincaid ya había oído a Sharon en pleno ataque de ira y pensó que Connor debía de haber estado realmente preocupado.
– ¿Y lo hizo? ¿Irse?
– Tenía que hacerlo, ¿no? ¿Qué otra cosa podía hacer?
– Es verdad que la escena exigía una salida por la puerta grande -dijo Kincaid, sonriendo.
Sharon le sonrió un poco a su pesar.
– Di un portazo tan fuerte que me arranqué una uña. Un dolor de mil demonios.
– De modo que no lo vio salir del piso, ¿no?
– No. Me quedé afuera durante un minuto. Supongo que esperaba que viniera a decirme que lo sentía. Vaca estúpida -añadió, amargamente.
– No fue estúpida, de ningún modo. No tenía manera de explicarse el comportamiento de Con. En su lugar, pienso que yo hubiera hecho exactamente lo mismo.
Sharon se tomó un momento para asimilar estas palabras y luego dijo, entrecortadamente:
– Señor Kincaid, ¿sabe por qué Connor dijo esas cosas? ¿Por qué me trató así?
Deseó poder consolarla y respondió:
– No -luego añadió con más certeza de la que sentía-, pero voy a descubrirlo. Vamos, ha de entrar en casa. Su abuela habrá llamado a la policía.
La sonrisa de Sharon fue tan débil como flojo el chiste de Kincaid, y se la dirigió simplemente para complacerlo, de eso estaba seguro. Cuando llegaron a la puerta de la casita, él le preguntó:
– ¿Qué hora era cuando dejó a Con? ¿Lo recuerda?
Asintió, indicando el enorme campanario que tenían detrás:
– Las campanas dieron las once justo cuando pasé por el pub Angel.
* * *
Después de dejar a Sharon, le salió como lo más natural del mundo bajar la colina y seguir por el río hasta el piso de Julia. Recogería las cosas de Sharon ahora que lo tenía en mente, y mientras estaba allá podría interrogar a Julia otra vez sobre sus movimientos después de que la galería cerrara aquella noche.
O así se lo decía la parte racional, lógica de su mente. La otra parte se quedó observando las maquinaciones de la primera, como espectador entretenido y burlón. ¿Por qué no admitía que esperaba poder sentarse junto a ella, mirando cómo la cálida luz de la lámpara se reflejaba en la brillante curva de su cabello? ¿O que quería volver a ver la manera en que sus labios se curvaban por las comisuras cuando encontraba divertido algo que él decía? ¿O que su piel todavía recordaba el toque de los dedos de ella en su cara?
¡Qué gilipollez!, dijo Kincaid en voz alta, apartando al espectador a un lugar recóndito de su mente. Necesitaba aclarar unos cuantos puntos, eso era todo, y su interés por Julia Swann era puramente profesional.
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