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Ismaíl Kadaré: El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

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Ismaíl Kadaré El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

El Ocaso De Los Dioses De La Estepa: краткое содержание, описание и аннотация

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Titulo fundamental dentro de la obra de Ismael Kadaré (1936), El ocaso de los dioses de la estepa (1978)- cuya versión definitiva, publicada en 1998 tras la caída del régimen comunista en Albania es la que ahora se ofrece- se nutre de las experiencias del autor, tanto personales como literarias, en sus estancia juvenil en la Unión Soviética. Si bien pueden rastrearse ya en ella algunos de los motivos que son recurrentes en su obra -como la confrontación de los mitos eslavos y albaneses o las relaciones entre el poder y la literatura-, la novela constituye una acerba y corrosiva crítica de los principios que dieron forma al yermo “realismo socialista”, así como de la mediocridad y la insania del régimen soviético contra los grandes escritores, personificados aquí en Boris Pasternak, cuya novela Doctor Zhivago forma parte de la trama misma de la narración.

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De Yalta me había quedado en el recuerdo una lluvia incesante, la mesa de billar donde yo no hacía más que perder, unas inscripciones tártaras y aquella envidia perenne en el rostro vulgar de Ladonshikov, siempre solemne y desvelado por los destinos de la patria. Yo había imaginado que la vida en la residencia de Riga resultaría más animada, pero me encontré allí con parte de los residentes de la de Yalta, la mesa de ping-pong sustituyendo a la de billar y una lluvia intermitente que recordaba la frase de Pushkin de que los veranos del norte no son más que una caricatura de los inviernos del sur, de modo que la repetición de las caras, las conversaciones y las iniciales (faltaba tan sólo Paustovski y, sorprendentemente, Ladonshikov) empujaba a creer que todo se reanudaba. Aquella vida tenía algo de estéril, de antológico, o puede que se tratara únicamente de una impresión, ya que, al igual que en Yalta, también aquí me parecía estar viviendo en un mundo extraño, unos días híbridos, donde la muerte y la vida se mezclaban, se fundían la una en la otra, como en la vieja leyenda balcánica que no había logrado relatarle a Lida Snieguina. Esta sensación procedía de una suerte de confrontación que sin proponérmelo establecía yo entre aquella gente y los personajes de sus novelas y sus dramas, que conocía bien. El endiablado deseo de comparar las palabras, los gestos, incluso los rostros de los creadores con los de sus propios personajes se había tornado incontenible para mí desde un día del invierno anterior, en Yalta, cuando mi cerebro descubrió por primera vez, como una revelación, que la mayoría de los escritores soviéticos contemporáneos no mencionaban casi nunca el dinero en sus obras. Era una especie de símbolo. Ahora en Riga, observaba que no era sólo el dinero sino muchas otras las cosas que no aparecían en sus obras, y viceversa; innumerables los aspectos a los que dedicaban capítulos y actos enteros que sin embargo no ocupaban lugar alguno en sus vidas. Esta discordancia provocaba en mí un estado de disgusto permanente. Era una dicotomía del mundo que tenía algo de anormal, de temeroso diría incluso, y me hacía pensar con insistencia en el Museo de Ciencias Naturales donde había visto seres deformes sumergidos en alguna solución dentro de frascos de vidrio.

En varias ocasiones había intentado evadirme de aquella vida anquilosada, cada vez más semejante a una construcción arcaica, pero mis huidas habían sido infructuosas y habían acabado por desembocar en torno a la mesa de billar en Yalta y en el tablero de ping-pong, aquí en Riga. En ambos casos, tanto en el del pesado billar invernal como en el del ligero ping-pong, no había cosechado más que fracasos.

Era sábado. Jugábamos como siempre a la luz aún suficiente de la noche y yo, aunque irritado por estar perdiendo el tercer set de la partida, sentí la presencia de algo a la vez conocido y nuevo cerca de mí. Era una especie de reflejo de platino que me hizo evocar el cabello de Lida. Tan intensa fue la sensación que tardé en volver la cabeza, como dándole tiempo a lo desconocido para transformarse realmente en ella. En aquel breve instante comprendí que de forma inconsciente llevaba largo tiempo soñando con verla llegar a través de los cielos y de las estepas hasta precipitarse allí, sobre la mesa de ping-pong, sin hacer ruido, como si fuera la Luna quien cayera.

La pelota, con su bote insidioso, me zumbó junto al oído derecho y al agacharme a recogerla, vi a la nueva invitada desconocida hasta entonces en el territorio de nuestra casa de reposo.

Se había aproximado en silencio, mezclándose con el grupo de espectadores asiduos de las partidas de ping-pong, que se dedicaban a corregir el tanteo cuando los jugadores se equivocaban. Con tal de que no haga movimientos grotescos…, me dije, pues el resultado de la partida hacía tiempo estaba decidido. Aquel reflejo callado sobre la muralla bulliciosa de espectadores me imponía.

Perdí y arrojé la raqueta con resentimiento. Aunque irritado, me dirigí hacia la desconocida y me instalé junto a ella secándome la frente con el pañuelo. Me sentía humillado por haber perdido tres sets consecutivos y tenía la molesta sensación de que alguien había hecho trampas con los puntos. Mientras me secaba el sudor observé el gesto de desdén con que ella contemplaba el tablero de ping-pong, con las manos en los bolsillos delanteros del pantalón.

La noche ya había caído y por la orilla paseaban ahora las mismas siluetas que nosotros habíamos capturado unas horas antes en nuestras películas.

Se me iba pasando la irritación y comprobaba que la muchacha tenía hermosos cabellos. Un tipo de cabellos que se encontraba con frecuencia en aquellas tierras. Hacían evocar en ocasiones la fatiga del otoño y por lo general resultaban distantes, como las cosas vinculadas con la Luna. Y sobre todo, en ese instante, me recordaban a Lida. Un conocido mío, en Yalta, había intentado hacerme creer que existía una raza de perros que apenas veían cabellos así lanzaban aullidos sofocados, como si contemplaran la Luna llena sobre la estepa. Más tarde, pensando en aquello, había llegado a la conclusión de que, por muy inverosímiles que parecieran sus palabras, había en ellas algo de verdad. Naturalmente no se trataba del aullido de los perros sino de gemidos humanos y sin duda mi compañero de Yalta lo había experimentado en carne propia, por mucho que insistiera en aquel cuento de los perros. Ni siquiera cabía hablar de verdaderos sonidos sino sobre todo de un grito mudo, interior, acompañado de un estremecimiento sin fin que desembocaba, por qué no, en el umbral de la sinfonía.

– ¿Hay baile hoy aquí?- preguntó inesperadamente la muchacha, volviendo la cabeza con un movimiento brusco. Sus ojos color ceniza era igualmente hermosos y severos.

– Aquí nunca hay baile- le respondí.

Ella esbozó una leve sonrisa.

– ¿Y eso?

Me encogí de hombros.

– No lo sé- dije. -Entre nosotros no hay más que gloria.

Ella se rió sin apartar los ojos de la mesa de ping-pong y yo me sentí satisfecho de mi frase, que pareció producirle alguna clase de efecto, aunque no fuera del todo original. La había oído el día de mi llegada de labios de un taxista, cuyo número de matrícula quedó grabado en mi memoria sin razón alguna, como tantas otras cosas insignificantes.

– ¿Es usted extranjero?- preguntó ella poco después.

– Sí.

Me miró con curiosidad.

– Se le nota en el acento- dijo. -Yo tampoco hablo bien el ruso, pero soy capaz de distinguir el acento extranjero.

Dijo que había llegado hacía dos días en compañía de su familia, que se alojaba en una villa cercana a nuestra residencia y que se aburría, pero cuando le dije que procedía de un país muy lejano, y tenía por tanto muchos más motivos que ella para aburrirme, lo reconoció sorprendida pues, dijo, nunca había tenido la oportunidad de conocer a un albanés y, además, nos había imaginado cetrinos como los georgianos, de nariz aguileña y apasionados por las canciones orientales, que a ella le horrorizaban.

– ¿Y de dónde ha sacado esa idea?- le pregunté más bien molesto.

Alzó los hombros.

– Ni yo misma lo sé, pero creo que de una exposición que organizaron el año pasado en Riga.

– Vaya- respondí, deseando acabar con aquel tema.

Había observado en más de una ocasión que los soviéticos eran incapaces de concebir a las gentes de otros países socialistas si no era comparándolas con los nacionales de sus dieciséis repúblicas. De quien fuera demasiado rubio, decían que se parecía a los lituanos o a los estonios; si tenía la nariz curva, a los georgianos; si los ojos tristes, a los armenios y así sucesivamente. Incluso algunos de ellos sabían, por ejemplo, que Turquía era una región del Azerbaiján, que por caprichos de la Historia había quedado fuera de sus fronteras.

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