Ismaíl Kadaré - El accidente

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Un taxi se sale inexplicablemente de la calzada y se estrella en la carretera que lleva al aeropuerto de Viena. Como consecuencia del choque, los dos pasajeros, un hombre maduro y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, resultan muertos. Las investigaciones policiales no consiguen aclarar qué fue lo que despistó al taxista al mirar por el retrovisor como para perder el control del vehículo. El asunto queda archivado como un mero accidente, aunque con el calificativo de extraño. Meses más tarde, los servicios de inteligencia serbios y albaneses primero, y un investigador anónimo después, reclaman el expediente e inician sus propias pesquisas. El fallecido, Besfort Y., era un experto para asuntos balcánicos del Consejo de Europa que había seguido de cerca el proceso de descomposición de Yugoslavia, especialmente la guerra de Kosovo. La mujer que lo acompañaba, Rovena, se había entrevistado con él en distintos hoteles de toda Europa, por lo que podría estar implicada en las nunca desveladas actividades de Besfort. A través de los indicios policiales, testimonios de amigos y conocidos, un diario de Rovena…, se va trazando un bosquejo de la personalidad de los fallecidos y, sobre todo, de su particular relación amorosa.

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Anodina en apariencia, a medida que se concentraba en ella, adquiría mayor peso hasta convertirse en la razón principal: la última semana no estaba completa. Un fragmento de ella, más exactamente las tres últimas jornadas antes de que los separara la muerte, ellos mismos se habían disociado del curso de los días. Eran precisamente las setenta y dos horas para las que Besfort Y. había pedido un permiso en la administración del Consejo de Europa. Aparte de esta solicitud efectuada verbalmente durante su última llamada telefónica, ninguna otra huella tangible había quedado de aquellos tres días. Los testimonios de los camareros del bar y de los recepcionistas parecían cada vez más vagos. No quedaba el menor rastro de ninguna llamada de la pareja desde la habitación del hotel ni tampoco desde sus teléfonos móviles, ambos apagados. Se diría que esos tres días no les habían pertenecido sino que, exteriores a ellos, formaran parte de los que vagan flotando de un confín a otro del cosmos, abandonados por casualidad al margen de las existencias humanas y tratando de introducirse en alguna vida que no era la suya. Por eso continuaban siendo así, extraños, desprovistos de todo vínculo posible, inasibles y opacos para todos pero mucho más para los dueños de las vidas en que trataban de albergarse.

En otra nota, el investigador hacía esfuerzos por explicar el discurrir singular, o como él mismo lo calificaba «de cangrejo», de las semanas y de los días. Esta circulación invertida (las cuarenta semanas o los siete días contados antes de la muerte y no después de ella, como quiere la costumbre universal) se debía, según él, al deseo de transmitir, de algún modo, la visión en todo caso descabalada del tiempo de los dos amantes, si es que podía calificársela así.

La aproximación del día cero, cuya significación en este trueque no se tornaba difícil de comprender: final, comienzo, ambas cosas a la vez o ni una ni otra, esta aproximación, pues, había contribuido probablemente a incrementar el pánico del investigador. Situado ante un torbellino que se sentía incapaz de dominar, había decidido quedarse al margen justo en el momento en que menos se esperaba.

Que la renuncia a la última semana había ocasionado al investigador pesares a buen seguro profundos era algo que se desprendía con claridad del dossier donde se reunía el material relativo a este periodo. Se encontraban allí, mezclados en completo desorden y en una densidad inconcebible, otros jirones de relatos y de testimonios, escritos, actas, dos requerimientos repetidos de una nueva autopsia del cuerpo de Rovena, seguidos del categórico rechazo de sus padres, así como una solicitud de exhumación del cadáver de Besfort Y. en Tirana, ésta aceptada, la tesis del asesinato de Rovena, en esta ocasión no a cargo de los servicios secretos sino de Besfort Y. al amanecer del día 17 de octubre, sospecha introducida por Liza Blumb, una fotocopia del boletín meteorológico de esa misma mañana publicado en el periódico Kurier sosteniendo esa misma sospecha, finalmente el permiso de tres días, su último requerimiento en este mundo.

El investigador acababa siempre retornando a ese permiso con la esperanza de que algo nuevo acabara saliendo de él. Las palabras de uno de sus colegas cuando, mucho tiempo atrás, le había hablado por vez primera de la investigación no cesaban de acudir a su memoria. Si, con motivo de un procedimiento judicial, los británicos se remitían con frecuencia a las viejas crónicas, los musulmanes al Corán y los nuevos Estados africanos a la Enciclopedia británica, cuando llegaba el caso de los balcánicos la práctica totalidad de sus referencias y patrones podían espigarse con escaso esfuerzo en sus baladas. ¿Tres días de permiso para llevar a cabo cualquier cosa probablemente inconfesable? Con toda seguridad se trataba de un paradigma conocido.

De hecho, así era, un viejo cliché. La mitad de las baladas balcánicas estaban repletas de ellos. Se diría que todos se apresuraban por conseguir un plazo. Algunos lo negociaban con la muerte, el resto, más próximos en el tiempo, por tanto menos conmovedores, con la prisión donde se pudrían, y así sucesivamente hasta los contemporáneos como Besfort Y., que lo había solicitado a los servicios del Consejo de Europa. Todos parecían diferentes, pero en definitiva todos evidenciaban algo invariable: un pacto secreto al que no podían sustraerse.

El investigador escuchaba con gesto aterrado. Por ejemplo, el permiso de tres días de Besfort Y. se asemejaba, de acuerdo con los expertos, al plazo de tres días de un tal Ago Ymeri, por mucho que este último hubiera sido obtenido de una cárcel medieval y el otro del Departamento de Crisis de Bruselas.

El investigador se representaba a Ago Ymeri cabalgando a lomos del caballo obsesionado por llegar a la iglesia donde su prometida iba a desposarse con otro… Jamás había escuchado una historia más inaudita. Imposible entender por qué se le había concedido el permiso, y mucho menos por qué, a su término, debía regresar de nuevo a la prisión. Salvo en el caso de que el significado estuviera codificado.

El investigador sentía un creciente vacío en el estómago. ¿De qué le servían las siluetas y las sombras que se parecían entre sí? Él tenía al conductor, así como el retrovisor de su taxi sobre cuyo espejo, aunque sólo fuera por una breve fracción de segundo, debía haberse reflejado el enigma.

La última vez no había cesado de interrogarle acerca de esto: ¿Qué es lo que viste en ese espejo? ¿Qué te conmovió a tal extremo? ¿Fue la pérdida de alguien que te hubiera dejado un peso en el alma? ¿Que ni siquiera en sueños se te muestra?

Así era como comenzaba uno de sus intercambios, tan semejante a decenas de otros anteriores.

¿Que ni siquiera en sueños se me muestra? No sé qué decir, respondía el otro.

Tú tienes una hija aproximadamente de la misma edad que la joven desconocida a la que llevabas en el taxi. ¿Has tenido algún problema con ella? ¿Algún impulso turbio de los que un hombre se jura no reconocer jamás? ¿Que no se comparte más que con la propia tumba? Habrás escuchado, imagino, esa expresión. Aunque, incluso si la conoces, no creo que hayas profundizado en su significado. Que hayas intentado imaginar lo que significa encontrarte de verdad en la tumba, en su estrecho habitáculo, no por unas cuantas noches, unas semanas o años, sino durante siglos enteros, milenios, centenares, miles de milenios. Completamente solos, la tumba y tú. Tú y la tumba. Confesante y confesor. Confesor y confesante. Las historias que contamos sobre la superficie de la tierra no son más que jirones, migajas de la inmensa confesión de los muertos. Son miles de millones, a lo largo de miles de años, en cientos de lenguas, los que tejen esa inmensa narración. Pero permanecerá encerrada allí hasta el fin de los tiempos. Hasta el final de los finales, jamás escuchada por un oído vivo. Allí, en el fondo. Entre la tumba y tú. Entre tú y ella. Imagínate a ti mismo allí, sin abogado ni testigos, sin miedo a nada pues la nada eres tú mismo. Piénsate de ese modo y dime solamente una migaja, sólo una brizna de lo que le confesarías a la tumba. Eso es todo lo que te pido, hombre, conductor de taxi, hazme ese honor, tómame un instante por hermano. Es decir, por tumba.

No te comprendo. Estoy cansado. Tengo sueño. No entiendo lo que pretendes de mí.

¿Has soñado alguna vez con tu propia hija? Incesto lo llaman a eso en nuestro mundo. Allá no sé qué nombre se le da. No te pido perdón por esta terrible pregunta. La tumba no pide que la perdonen.

Tengo sueño. Déjame tranquilo. El médico me ha dicho que estas sesiones prolongadas me perjudican.

Tienes razón, tranquilízate. Solamente te preguntaré aún dos cosas bien sencillas. Se trata de los últimos instantes, justo antes del accidente. ¿Cómo era la cara de la muchacha? ¿Y la de él?

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