Ismaíl Kadaré - El accidente

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Un taxi se sale inexplicablemente de la calzada y se estrella en la carretera que lleva al aeropuerto de Viena. Como consecuencia del choque, los dos pasajeros, un hombre maduro y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, resultan muertos. Las investigaciones policiales no consiguen aclarar qué fue lo que despistó al taxista al mirar por el retrovisor como para perder el control del vehículo. El asunto queda archivado como un mero accidente, aunque con el calificativo de extraño. Meses más tarde, los servicios de inteligencia serbios y albaneses primero, y un investigador anónimo después, reclaman el expediente e inician sus propias pesquisas. El fallecido, Besfort Y., era un experto para asuntos balcánicos del Consejo de Europa que había seguido de cerca el proceso de descomposición de Yugoslavia, especialmente la guerra de Kosovo. La mujer que lo acompañaba, Rovena, se había entrevistado con él en distintos hoteles de toda Europa, por lo que podría estar implicada en las nunca desveladas actividades de Besfort. A través de los indicios policiales, testimonios de amigos y conocidos, un diario de Rovena…, se va trazando un bosquejo de la personalidad de los fallecidos y, sobre todo, de su particular relación amorosa.

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Eran frías las dos. O así me lo pareció a mí. Pálidas como la cera, según se dice.

¿Fue eso lo que te asustó, quiero decir, lo que te sorprendió?

Puede que sí.

¿Y qué más? ¿Qué más sucedió?

Nada. Se hizo el silencio, como en la iglesia. Sólo que del exterior llegaba una especie de deslumbramiento. Fue probablemente por lo que dejé de distinguir la carretera. Parecía como si el taxi fuera propulsado a través de los cielos.

Has declarado que en ese instante ellos se esforzaban por besarse. Perdona que te haga la misma pregunta que todos los demás. ¿Ese gesto te produjo un escalofrío? ¿Tal vez incluso te horrorizó?

Por lo que se ve… Pero ellos mismos parecían horrorizados. Al menos los ojos de ella. Yo distinguí su horror en el espejo retrovisor.

En el espejo percibiste su terror… Pero ¿y el tuyo, tu terror, dónde aparecía?

No te comprendo.

Tu terror he dicho. ¿No sería el tuyo que te pareció ser de ellos? ¿No habrías pretendido tú mismo transgredir un tabú semejante? Y ellos te lo recordaron. Por eso perdiste la cabeza y te saliste de la calzada.

No te comprendo. Deja ya de hostigarme.

Cálmate… ¿Y después? ¿Qué sucedió después? ¿Llegaron ellos a besarse?

No estoy seguro. Me inclinaría a decir que no. Fue el momento en que caímos. Todo se desbarataba en el abismo. La luz te cegaba. Te desintegraba.

2

Cada vez que se separaba del taxista, el investigador sentía que algo había quedado sin decir. A duras penas conseguía reprimir el impulso de regresar junto a él de inmediato. La próxima vez, se repetía. La próxima vez no se permitiría equivocarse. Era sin duda el conductor quien escondía el enigma. Debía dejarse de especulaciones filosóficas, como aquellas sobre las dos clases de amor, el viejo, de millones de años de antigüedad, activo en los vínculos de sangre, y el nuevo, el disidente, que había roto esas cadenas. Que fueran otros quienes se ocuparan de sus disputas y sus reconciliaciones, de la esperanza que cada cual alimentaba de liquidar alevosamente al otro cuando llegara el momento. Se trataba de una bruma que disimulaba los más inmemoriales mecanismos del mundo, aquellos que, milenio tras milenio, habían fabricado en la semioscuridad la ferocidad de los tigres, los deseos, la compasión, la vergüenza o las horas de paz del espíritu…

Todo aquello no le concernía a él, del mismo modo que no tenía nada que ver con las baladas, ya fueran antiguas o recientes. Con quien sí tenía en cambio asuntos que dilucidar era con el chófer, quien tal vez se creía ya a cubierto de todo y pensaba que se iba a librar de él. Y no se equivocaba al pensarlo, pues el investigador no se había concentrado aún en la cuestión crucial: ¿Había colaborado o no en la muerte?

Llegaremos, llegaremos, pequeño mío, a esa cuestión. En cuanto diera remate a ciertas suposiciones de segundo orden. Y se olvidara de aquel asunto de las baladas. Al menos eso es lo que deseaba creer, hasta el instante en que, pese a él mismo, se preguntaba si sus pensamientos no cesaban sin embargo de conducirle siempre a lo mismo.

El jinete con su prometida a la grupa del caballo es algo fácil de imaginar. Lo mismo que las palabras que intercambian. ¿Adonde vamos? Allá… ¿A la prisión? Desde luego que sí, ¿dónde si no? ¿Pero qué voy a hacer yo allí? Además, ¿lo permite la ley? Eso no lo he pensado. ¿Pero por qué? ¿Qué pacto has hecho con ellos, por qué te han dejado salir? ¿Qué les has prometido a cambio?

El galope del caballo llenó unos instantes el silencio. Luego, nuevamente, las palabras. ¿Por qué estás obligado a volver? Vayámonos los dos, somos libres. No puedo. ¿Pero por qué? ¿Qué es lo que te retiene?

De nuevo silencio y el galope levantando una polvareda.

¿Podríamos descansar un momento? No, vamos ya con retraso. Ya se cumple el tercer día de plazo. Al caer la noche se cierran las puertas de la prisión. ¿Qué río es ése? Me recuerda a aquel sobre cuyo puente nos conocimos, ¿te acuerdas? ¿Por qué se vuelve de pronto contra nosotros?

Hay que apresurarse. Agárrate fuerte a mí. ¿Y esas ovejas, y esas vacas negras, de dónde han salido? Hay mucho tráfico. Hay que apresurarse. Sujétate con más fuerza. Ago, qué haces, me estás ahogando… Tal vez consigamos llegar antes de que se cierren las puertas. Los aeropuertos son ahora muy estrictos. Las puertas de embarque se cierran cada vez más rápido.

Con los ojos entrecerrados, el investigador sacude la cabeza en señal de negación. Un sexto sentido le empuja a verse con Lulú Blumb antes de la siguiente entrevista con el conductor.

A diferencia de la primera vez, en los encuentros posteriores con el investigador Lulú Blumb se había mostrado extraordinariamente cuidadosa para que la hipótesis de que Besfort Y. no era más que un asesino hiciera acto de presencia lo más tarde posible.

Ésta fue sin duda la razón de que, antes de llegar al punto esencial de su relato, Lulú Blumb, quien de pronto iba a ocupar el lugar principal en la fase decisiva de la investigación, se esforzara en demorarse acerca de detalles personales y en extremo delicados que nadie mejor que ella estaba en condiciones de conocer. Así, por ejemplo, pidiéndole disculpas al investigador por expresarse en términos tan crudos, no sin cierta arrogancia, le dijo que, si bien era posible que muchos hombres se hubieran acostado con Rovena St., ninguno de ellos podía pretender que conocía sus partes íntimas mejor que ella. La comparación con el piano, que el investigador ya esperaba, la mencionó de pasada, para concentrarse en la idea de que la música de Mozart y de Ravel, con cuyo fondo se habían conocido ellas para hacer más tarde el amor, sus dedos la habían trasladado de la forma más natural del teclado del piano del club nocturno al cuerpo de la otra. Con una sonrisa irónica añadió que no podía creer que las declaraciones fastidiosas y a menudo bárbaras del Consejo de Europa sobre intervenciones armadas, sobre terrorismo, bombardeos y otros horrores de los que se ocupaba Besfort Y. fueran más propicias para el amor.

Siempre en este sentido, empujada al parecer por el deseo de retrasar al máximo posible la acusación de asesinato, Liza Blumberg disipó una parte de la bruma que envolvía los hechos, esclareciendo precisamente aquellas zonas ante las que el resto de los testigos se habían echado atrás. Su gran pesadumbre por no haber sido capaz de apartar a Rovena de Besfort Y. tendía de forma creciente a sustituir al enigma principal, el de la muerte de ella.

Era la primera vez que me sucedía eso: ser derrotada por un hombre. Eso es lo que le gustaba repetir.

Durante días y noches enteros, Lulú Blumb se había devanado los sesos sin alcanzar a explicarse qué podía haber sucedido. ¿Con qué cadenas mantenía prisionera Besfort Y. a su amante? ¿Por medio de qué temores? ¿De qué modo había logrado contaminarla de aquel modo?

Por lo general, los hombres se comportaban como verdaderos mostrencos cuando se enteraban de que tenían a una mujer por rival. Les gustaba reírse, algunos se sentían aliviados por no haber sido traicionados con otro hombre, otros se morían de curiosidad y había incluso quienes alentaban la esperanza de echarle el lazo a la rival. Solamente más tarde, cuando un día comprendían la verdad, se tiraban de los pelos y maldecían el instante en que, en lugar de poner el grito en el cielo, se habían burlado como unos memos.

Lulú Blumb esperó con impaciencia ese momento. Se demoraba y se demoraba, hasta un día en que comprendió que no llegaría nunca. Besfort Y. no estaba celoso de ella. En cambio, ella sí de él. Ésta parecía ser la diferencia entre los dos, la que probablemente le dio la victoria a su rival y no a ella.

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