Lulú Blumb había captado con retraso la causa de aquella atracción por semejantes temas. Ellos dos, primero Besfort Y. v más tarde tal vez ella también, llevaban tiempo en busca de un nuevo amor, dicho de otro modo, de una nueva variante producto del cruzamiento de las dos primeras. Al menos así lo había entendido, hasta el día en que comenzó a sospechar otra cosa. Lulú Blumb había llegado pues a la conclusión de que ellos dos, con su búsqueda de un amor todavía por inventar, se asemejaban a esos pacientes voluntarios que aceptan que se experimente sobre ellos con fármacos nuevos y peligrosos.
Como ya le había explicado con anterioridad, Besfort Y, como toda personalidad complicada, se sentía aislado en este mundo. La búsqueda de una nueva forma de amor probablemente estuviera relacionada con ese sentimiento. Una fórmula en la que la infidelidad quedara descartada, al igual que en la vieja modalidad, la debida a los vínculos de sangre, la inmemorial. Y al mismo tiempo que la infidelidad quedara excluida la separación. Los tiranos, como era cosa de todos conocida, no admitían nunca una pérdida. Por otra parte, él no podía ignorar que ningún vínculo pasional entre el hombre y la mujer se podía fraguar sin el riesgo de la pérdida. Esta era en apariencia la razón de que él, no pudiendo situar su amor a salvo de ese peligro, hubiera decidido separarlo en dos fases, la primera, la segura, definitivamente sellada ya, y la segunda, aquella en la que Rovena ya no era su amada, sino una simple callgirl, en otras palabras, una chica de alterne.
Como usted mismo me ha informado, para referirse a esta segunda fase ellos utilizaban la expresión post mortem. La usaban los dos, pero, en realidad, era ella quien se encontraba post mortem y no él. Dicho de otro modo, su muerte había comenzado con esas palabras mismas. La programación de su asesinato, su primer fermento, estaba ya anunciada, aunque fuera inconscientemente, en esa expresión.
Era lógico que él acabara llegando hasta esa idea. Los temperamentos tiránicos se inclinan por las soluciones radicales. Con el fin de habituarse a la posible infidelidad de ella, había empleado todos los medios. Luego, tras comprobar que nada conseguía borrar la angustia de la pérdida, decidió hacer lo que miles de personas hacen en el mundo: desembarazarse de su amada.
Ella, Lulú Blumb, había recelado de su naturaleza asesina antes de que aludieran a ella los servicios secretos. Su miedo a las convocatorias ante el Tribunal de La Haya, las fotografías de los niños serbios asesinados en su bolsa, los tatuajes de Rovena: todo ello no era más que expresión de sus fantasmas, todo constituía la seña segura de una evidencia. Su ímpetu destructivo se manifestaba cuantas veces aparecía un obstáculo atravesado en su camino: ya podía tratarse de una idea, de un Estado, como en el caso de Yugoslavia, de una cruzada, una religión, una mujer, tal vez de su propio pueblo.
Rovena había aparecido en su vida cuando no tenía más que veintitrés años, y era evidente que no existía ninguna posibilidad de que volviera a salir.
Ellos intentaban comprender por qué la había convertido casi en una prostituta. Y creían zanjar la cuestión fingiendo haberlo conseguido, pero no era así en realidad. Los bandidos y los proxenetas, los que a cambio de unos dólares convertían a sus novias en putas, respondían a impulsos menos misteriosos. Su caso era bien distinto. Ella misma acababa de enunciar algunos razonamientos en exceso alambicados. ¿Y si las cosas fueran más sencillas y su conversión en cali girino hubiera sido más que una fase preparatoria del asesinato? A fin de cuentas, en nuestro mundo, cuando se habla de asesinatos de mujeres, en lo primero que se piensa es en las prostitutas.
Puede que sus argumentaciones resultaran demasiado intrincadas, traídas por los pelos, según se decía, que tanto abundaban en los medios artísticos.
Ella había renunciado hacía tiempo a calentarse la cabeza con aquello. Ella ya no se preocupaba, por ejemplo, de analizar el famoso sueño, el del mausoleo de estuco que, a todas luces, se trataba del sueño típico de un asesino.
En el caso de que el señor investigador, por sus propios motivos personales o vinculados con su actividad, no sintiera inclinación por los enrevesamientos psíquicos, podía olvidar por completo todo lo dicho hasta el momento y prestar atención a una sola cosa, a su explicación primordial, la que le había manifestado hacía ya tiempo: Besfort Y. había asesinado a su amada porque esta última había llegado a enterarse de sus más profundos secretos… profesionales.
La pianista respiró hondamente. A través de los conciertos, ella conocía bien el instante en que los espectadores, tras un profundo silencio, dejaban escapar el aire todos a un tiempo.
Esos secretos eran aterradores, prosiguió al poco. Se trataba de la OTAN, de las discrepancias internas capaces de dividir a todo Occidente. Los propios investigadores tenían miedo. Y cuando ellos estaban aterrados, ¿cómo no iba a estarlo ella, una pianista indefensa?
Habló durante un rato de ese miedo, hasta que él la interrumpió con discreción. Lulú Blumb, le dijo, usted ha hablado de dos móviles para el asesinato radicalmente distintos el uno del otro. El primero, el que ha calificado de psicótico, y este último, el segundo, vinculado por así decirlo con los acontecimientos contemporáneos… políticos podría decirse. Permítame que le pregunte: ¿En cuál de ellos cree verdaderamente?
La pianista reflexionó largamente antes de contestar: En los dos. Añadió que resultaba probable que el decisivo hubiera sido el primero, el psicótico, en tanto que el segundo no había sido más que una excusa para convencerse a sí mismo más fácilmente de su necesidad.
Su discurso se tornó de nuevo confuso al evocar nuevamente las dos clases de amor, sobre todo sus relaciones con la muerte. Para la primera, el amor en el seno del clan, la muerte había sido su principal enemigo. En cambio para la segunda ni mucho menos… Era probable que, al sentirse débil frente a su arcaico rival, el nuevo amor hubiera tenido necesidad de un aliado poderoso, el de la muerte. Y de este modo lo inconcebible se había producido: gracias a esa nueva alianza, la muerte, que tanto atemorizaba a los miembros del clan, no era experimentada ya del mismo modo por los amantes. Y esto era tan verdad que resultaba imposible que, en una historia de amor, no existiera al menos un instante en que uno de los dos le deseara la muerte al otro.
El investigador escuchaba fascinado. Muy a menudo había escuchado hablar de la relación eros-tánatos, pero nunca de forma tan accesible, como si la muerte, que cada una de las partes pretendía situar de su lado, fuera lo mismo que un grupo bancario, una compañía de seguros o un Estado.
Ella no cesaba de bajar la voz, aunque él, de forma extraña, continuaba escuchándola. Todo consistía en que él liberara su mente de la trampa en la que todos estaban atrapados hasta entonces. En la mañana del 17 de octubre, Rovena St. ya no estaba viva. De modo que, en el taxi que conducía al aeropuerto a Besfort Y., a su lado se encontraba otra mujer.
¿Sostiene usted que la muerte se produjo antes?, dijo él en un susurro. Pero entonces ¿y el cadáver? ¿Por qué no se encontró?
El cadáver, su descubrimiento, su desaparición, eso eran, según ella, asuntos de policías. Ellos hablaban de otra cosa. Lo principal era que él la creyera. Casi se lo rogaba. Que creyera que el asesinato había tenido lugar. Estaba dispuesta a arrodillarse ante él e implorarle. Que no ofendiera la memoria de la otra con su incredulidad… Había habido un asesinato, sin la menor duda, aunque ella no pudiera precisar dónde…
Él la seguía con dificultad. Finalmente le pareció atrapar el hilo. Pero era tan extraordinariamente fino que parecía a punto de quebrarse. No creer en el asesinato conducía a no creer que hubiera existido amor.
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