Ismaíl Kadaré - El accidente

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Un taxi se sale inexplicablemente de la calzada y se estrella en la carretera que lleva al aeropuerto de Viena. Como consecuencia del choque, los dos pasajeros, un hombre maduro y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, resultan muertos. Las investigaciones policiales no consiguen aclarar qué fue lo que despistó al taxista al mirar por el retrovisor como para perder el control del vehículo. El asunto queda archivado como un mero accidente, aunque con el calificativo de extraño. Meses más tarde, los servicios de inteligencia serbios y albaneses primero, y un investigador anónimo después, reclaman el expediente e inician sus propias pesquisas. El fallecido, Besfort Y., era un experto para asuntos balcánicos del Consejo de Europa que había seguido de cerca el proceso de descomposición de Yugoslavia, especialmente la guerra de Kosovo. La mujer que lo acompañaba, Rovena, se había entrevistado con él en distintos hoteles de toda Europa, por lo que podría estar implicada en las nunca desveladas actividades de Besfort. A través de los indicios policiales, testimonios de amigos y conocidos, un diario de Rovena…, se va trazando un bosquejo de la personalidad de los fallecidos y, sobre todo, de su particular relación amorosa.

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La inmensidad era la misma por todas partes, Dios mío, a no ser que existiera otra, una zona disidente con leyes radicalmente distintas, los agujeros negros.

Puede que debiera tomar un tranquilizante para evitar tales desenfrenos. Y reducir el consumo de café.

La tentación de jugar con Rovena como a la ruleta rusa le llegaba sin duda de alguna región opaca. Pero la obsesión de libertad tampoco tenía en ella un origen menos oscuro. Presentía que ambas se encontraban de algún modo en resonancia, del mismo modo que el interrogante acerca de si existía o no el amor.

La idea de que había casos en que la libertad podía ser igualmente aportada por la violencia le hizo sonreír. Encargó un tercer café sin atreverse a tocarlo.

En el bulevar, los barrenderos recogían los desechos y los restos de pancartas pisoteadas durante el enfrentamiento. Las huellas del breve huracán de odio que acababa de soplar eran eliminadas para dejar su lugar al viejo rencor inmemorial vinculado a los procesos y los testamentos de otro tiempo, una parte de ellos redactados en lenguas fuera de uso y estampillados con sellos otomanos.

6

Fin de la misma semana. Rovena

Toda la semana había transcurrido para ella en la inquietud. Había creído que se aliviaría un tanto haciendo llamadas telefónicas frecuentes. Luego le pareció que precisamente esa frecuencia no hacía más que incrementar su desasosiego. También había ensayado la solución contraria, que resultó todavía más insoportable.

No debíamos haber hablado tanto de Liza, se dijo. Hacía casi dos años que no la mencionaban y de pronto, como una sombra maléfica, había reaparecido durante su reencuentro en Viena.

A veces me parece que, de forma deliberada, tú no has querido nunca escuchar mi historia completa con ella. Para torturarme mejor con preguntas no formuladas, con sospechas que me parece adivinar pero que tú no expresas nunca.

Cuántas cartas habré empezado y roto después sobre este asunto. Cuántos monólogos agotadores en soledad.

Incluso cuando estábamos juntos y yo comenzaba a contarlo, sentía tu impaciencia por verme llegar al punto culminante, lo único que te interesaba. Tu mirada parecía atenta pero en realidad no lo estaba. El velo aparecía siempre en medio. Para que desde el otro lado, como a distancia, escucharas la descripción del café nocturno donde conocí a Liza, su forma de depositar el vaso de cerveza a un lado del piano.

Mi turbación de entonces, su mirada, la mía que le respondía, luego el beso en el coche, su mano en mi muslo, el recuerdo de los lavabos de la escuela, a continuación mi mano que cogía la suya para dirigirla hacia mi entrepierna, y justo después de su gemido el deslizamiento del cierre, abierto para franquearle el paso hasta aquello que buscaba…

Como en trance, tú repetías las mismas preguntas, las primeras y las últimas: Y tú misma, cuando desbloqueaste su cierre, cómo conocías la forma de hacerlo, y sin escuchar mi respuesta, continuabas, cuéntame lo que vino después, cuando te poseyó, no sé si es así como se dice entre vosotras, me refiero a cuando te hizo plenamente suya, por decirlo así…

Era aquí, por lo común, donde mi relato se interrumpía, porque a continuación, es decir, tras haber hecho el amor, tú te volvías distraído, de modo que nunca conseguí explicarte que, más que debido a esa antigua inclinación, fue para liberarme, aunque sólo fuera un poco, de tu dominio por lo que me fui con otra persona. Y por lo que parece, de modo inconsciente, mi deseo, en lugar de a un hombre, me condujo a una mujer. Lo hice por mí misma, tal vez porque así me resultaba más fácil. Más fácil por el hecho de que no podía existir ningún elemento de comparación entre vosotros. Pero, más que nada, créeme, lo hice por ti. Para no ofenderte a ti con un rival. En cambio tú, como empujado por el diablo, en el preciso momento en que yo tenía necesidad de un poco de descanso, de un poco de distancia, comenzaste a intensificar tus llamadas de teléfono. Contra tu costumbre, de pronto me llamabas a diario. Eran las primeras semanas con Liza, las de nuestra primera pelea, justamente por tu causa. Sentía celos de ti, durante horas enteras me endilgaba su teoría de que tú no solamente eras un obstáculo en mi vida sino que habías pervertido mi verdadera orientación sexual. Yo le replicaba cuanto podía, le decía que tú me habías hecho doble, triplemente mujer. Ella se burlaba de lo que unas veces llamaba mi ingenuidad y otras mi desconocimiento del mundo. Entre las caricias, me susurraba al oído que yo formaba parte del escaso grupo de mujeres a quienes la naturaleza había atribuido la facultad de alcanzar las cimas del placer, esas que se imaginaban únicamente atributo de los dioses, aunque con una condición, que me deshiciera del estorbo que obstruía mi horizonte, es decir, de ti. Tú mismo, entre tanto, en lugar de ayudarme a resistir, hacías lo contrario. Cuanto más tensas se volvían tus llamadas, más dulces eran sus susurros, hasta el día en que sucedió lo inconcebible, la única cosa que no te he dicho nunca y no estoy segura de que te vaya a revelar alguna vez: su proposición de matrimonio.

Fue tras una discusión banal en un salón de té, una historia de celos provocada al comienzo por mí cuando tuve la impresión de que no me prestaba atención a mí sino a otra por la que, con el fin de tomarme la revancha, fingí sentirme atraída. Nerviosas, terminamos las dos en su casa, luego en la cama, donde ella puso en juego toda su pericia para hacerme gozar como ninguna otra vez. Hemos nacido la una para la otra, me murmuraba entre caricias, yo la pianista, tú el instrumento que se rinde a mis dedos, y así será para siempre, cada vez más divino, rumbo a ese séptimo cielo del que tanto se habla pero que sólo unos pocos, un puñado de elegidos, consiguen alcanzar. Experta como era, la palabra matrimonio la pronunció o más exactamente la exhaló en el momento culminante, con el fin de prolongarlo tal como, según dicen, actúan los sadomasoquistas.

Bien avanzada la tarde, vaciada, en un estado evanescente, iridiscente como te gusta calificarlo a ti, comencé a recuperarme. Realmente casi había conseguido franquear el arco iris, ese turbio sueño de mi adolescencia, pero esta vez de otro modo, de forma tangible y voluntaria: en las nupcias con una mujer.

Mi exaltación se mezclaba con el despecho hacia ti, igualmente neblinoso, aunque cargado de resentimiento, con la amargura porque esa proposición no me hubiera venido nunca de ti.

El velo nupcial, el cortejo y todo lo demás acudían a mi mente en forma de imágenes quiméricas, como procedentes de otro mundo, y en mi fuero interno me decía que sería realmente así, que yo me casaría en otro planeta.

Liza y yo viajaríamos a Grecia, a una isla en la que desde hace años, en una iglesia olvidada, medio en secreto, se casaban las mujeres entre sí. Pronto todo iba a cambiar: el Consejo de Europa estaba preparando ya nuevas leyes y nosotras no tendríamos que continuar disimulando nuestra relación en la calle, en los cafés, ni siquiera en los conciertos, donde no dejaríamos un momento de mirarnos, la una en la sala y la otra en la escena.

Mientras hacía estos planes para mí misma, el resentimiento contra ti no me abandonaba un instante. Me consolaba interiormente con mi sacrificio por ti. A semejanza de las jóvenes que se casaban en otra ciudad para no humillar con su boda al amante abandonado, yo me casaría en otro mundo, el de las mujeres. Era de este modo como me gustaba representarme lo que me disponía a hacer: más que una satisfacción, una toma de distancia respecto a ti. Para no afrontar el otro casamiento. Las inexistentes nupcias compartidas contigo.

Cómo había esperado ese matrimonio durante nuestro imborrable viaje invernal a Viena. Todas las luces, los rótulos, los nombre de las calles lo sugerían, lo proclamaban a grandes voces, hacían sonar las campanas por él. Únicamente tú permanecías sordo.

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