Mientras hablaba, la mirada de ella se tornaba de pronto tierna, inquisitiva, como queriendo decir: ¿Quién te ha hecho enfermar de este modo, cariño mío?
Afuera, tras una tregua, la ventisca comenzó a huracanarse de nuevo. Un viajero que acababa de entrar en el compartimento con bamboleos de borracho no apartaba los ojos de Besfort. Se contuvo cuanto pudo y luego se dirigió a él.
No hablo alemán, respondió Besfort.
Ya, dijo el otro. Mira por dónde. Durante un rato murmuró para sí mismo, luego alzó la voz. De todos modos no es necesario hablar alemán para comprender que Luxemburgo es un país innoble. Que finge ser un pequeño Estado precisamente para conseguir que se le perdonen sus ignominias. Donde todos los paneles indicadores son engañosos. Y donde las puertas traseras de los bancos se abren secretamente a medianoche para los pedófilos arrepentidos.
Besfort se levantó para ir a tomar un café a la cafetería.
Quizás el tren de Rovena hubiera salido ya de la zona de la tempestad. De pronto sintió el deseo de estrechar su cabeza contra su pecho. De este modo, con la cabeza apoyada en él, se había quedado dormida pasada la medianoche. Alrededor de las dos de la madrugada, se despertó asustada. Besfort, Besfort, decía en voz baja tratando de despertarlo. Quisiera saber, con nuestras conversaciones, ¿qué sucederá? ¿Cómo? Preguntaba él como atrapado en falta. Nuestras conversaciones de medianoche, después de hacer el amor. Ah, sí, respondía él.
Por supuesto, nuestras interminables conversaciones, no tienes nada que temer, continuarán lo mismo que antes. ¿Lo piensas de verdad o sólo lo dices para tranquilizarme? Desde luego, cariño, desde luego que lo pienso de verdad. Las conversaciones entre las call-girls y sus clientes son especiales. Ocurre lo mismo con las geishas. La mitad de la literatura japonesa ha salido de ahí. Perdona, decía ella. Es culpa mía por quedarme dormida. Me parece que habías empezado a contarme algo sobre los complots, ¿no es verdad? Yo tenía doce años cuando se produjo el último complot en Tirana. Lo recuerdo, todos hablaban de ello. Mi madre esperaba la llegada de mi padre para preguntarle, sin darle tiempo a que se quitara el abrigo, qué había de nuevo. Era invierno. El Primer Ministro acababa de suicidarse. Yo estaba pendiente de mis pechos, que no crecían como es debido. ¿Y tú? Si no me equivoco, me dijiste que te sentías muy triste.
Él le respondió que así era. Se trataba de una tristeza de un género particular. Como un abismo. Una infinita pérdida de esperanza. Los complots se sucedían, y tras cada uno de ellos el abismo se ahondaba un poco más.
¿Pero por qué?, preguntó ella. ¿De dónde procedía toda esa tristeza? Pese a todo, aunque las conjuras fracasaran, debía de reavivarse un hilo de esperanza. Alguien lo intentaba, a pesar de los pesares, alguien ponía su vida en peligro para derribar a la dictadura.
Él sacudió la cabeza para decir que no. Justamente eso no era verdad. Nadie intentaba nada. Nadie arriesgaba la cabeza. Los complots eran falsos. Y todavía más falsos que ellos eran los conspiradores. ¿Te parece cosa de risa?
En absoluto, había respondido ella. Me parece aterrador.
Así era justamente. Eran tal vez los complots más aterradores que jamás hayan existido.
Con voz monocorde, entre una nana y el relato de un cuento, él le rememoró durante largo rato todo aquello. Los falsos complots eran conocidos desde el tiempo de Nerón, quizás desde antes. Complots concebidos en aras de una idea. Por razones de Estado. Para remontar una crisis. Como pretexto para un ataque. Para aterrorizar. Proyectados por el deseo de anticiparse al mal (ya lo veis, tramasteis el complot pero no habéis conseguido derribarme). Incitados por las mujeres. Por la envidia. Por la locura. El mundo había visto toda clase de ellos, pero créeme, complots como los de los albaneses no se habían visto en ninguna parte. Tú tendrías motivos para preguntar: ¿Pero por qué se montaban, qué ganaban con ello? Te lo digo desde el principio, no ganaban nada excepto un tiro en la nuca. Y eso lo sabían. Sin embargo continuaban simulándose. ¿Crees que me lo invento? Créeme si te digo que no hay nada de exagerado aquí, puede que sea lo contrario. No obstante, tú estás en tu derecho de preguntar: Si ya conocían el desenlace, ¿por qué continuaban fingiendo ser conjurados? Por lo general, la gente finge ser fiel antes que renegada. Y sin embargo eso es lo que ellos aparentaban: ser traidores. No podían fingir ser fieles porque eso es lo que eran, fieles más allá de toda medida. Pero el dictador estaba harto de ellos y de su adulación. Él necesitaba otra cosa… Tienes motivos para pensar que estoy delirando. Tú saliste de ese tiempo con trece o catorce años, por tanto casi salvada, pero yo no. Tú aún puedes buscar un grano de lógica en esta maraña. Pensar por ejemplo que las dos partes, el dictador y los falsos conspiradores, empezaban aquello como diversión, como cosa de teatro: ellos desempeñarían el papel de los conjurados y él fingiría que los condenaba, hasta que al fin todos se desternillarían de risa y entre carcajadas se darían las buenas noches los unos a los otros. Conociendo sin embargo la locura de la época, podrás aceptar que si el asunto comenzaba en verdad como una diversión, muy pronto, en mitad de la representación, en el cerebro enfermo del tirano brotaba una duda. Y lo que había comenzado entre risas terminaba con esposas en las muñecas. Una cierta lógica, aunque brumosa, podía entreverse. Pero lo que sucedía realmente estaba más allá de todo lo que un cerebro humano podía concebir. Por eso resultaba tan difícil, por no decir imposible, explicarlo.
El engaño lo cubría todo, semejante a una niebla cada vez más densa. Envolvía todo el horizonte. No dejaba una sola fisura en parte alguna. Una tras otra, las conspiraciones surgían entre esa bruma, difusas al principio, como los rasgos de un feto en una ecografía del vientre de la madre, luego cada vez más nítidas. Quedaban todavía ilusos que pensaban: si esta conjura no ha podido derribarlo, otra llegará, tal vez con más fortuna, que lo consiga. Pero la siguiente en intentarlo resultaba ser más fiel que la anterior. Las cartas de los conspiradores enviadas desde la cárcel se tornaban cada vez más entusiastas. Algunos reclamaban diccionarios de albanés porque les faltaban las palabras para expresar su adoración al Guía. Otros se quejaban de que no los torturaban tanto como debían. Desde el pedregal apartado a la orilla de un río, las actas transmitían poco más o menos el mismo espíritu. Además de sus gritos: «¡Viva el Guía!», se consignaban las últimas voluntades de los fusilados. Algunos se sentían tan culpables que pedían ser ejecutados no con las armas clásicas, sino con cañones antitanque, incluso con lanzallamas. Otros solicitaban ser bombardeados de modo que no quedara rastro de ellos, que los enterraran cabeza abajo, que los metieran vivos en la tierra o que no los enterraran del todo sino que los dejaran a merced de los grajos, como en los tiempos antiguos. Nadie era capaz de discernir cuánto había de verdad y cuánto de fábula en estas informaciones. De igual modo que resultaba imposible dilucidar adonde querían ir a parar los conspiradores y adonde el líder.
A veces parecía que este último era el más fácil de comprender. Había sometido el país de un confín al otro y las alabanzas de los conspiradores se le antojaban ahora la coronación de su triunfo. Algunos llevaban el análisis incluso más lejos. Harto del amor de los fieles, pretendía ahora el otro, en apariencia imposible, el amor de los traidores. Aquel tras el que se ocultaba Occidente, la OTAN, la CÍA. Se había convencido a sí mismo de que los odiaba a muerte para adorarlos secretamente. Al igual que Tito, su ídolo primero convertido después en su bestia negra. El que lo corroía por dentro día y noche. Pero la bestia negra había franqueado ya el umbral del arco iris, mientras que él se había quedado atascado a este lado. A buen seguro que por las noches sentía deseos de aullar: ¿Por qué el otro era aceptado por el mundo y yo no? ¿Quién lo impedía? Y creía que había encontrado por fin la causa: sus fieles se habían convertido en su rémora. Aferrados a los bajos de su abrigo, era imposible deshacerse de ellos. Al pie mismo del arco iris, le impedían emprender el vuelo. (Tú no me dejas vivir.) Se colgaban de sus brazos, de sus botones, de sus botas ensangrentadas: Tu vida está con nosotros, no con ellos, ¡no nos abandones! Sentía ganas de aullar: Repugnante jauría de fieles, sois vosotros los que me instigáis. (Tú has destrozado mi sexualidad.) Pues ahora os vais a enterar. Y los flagelaba. Cuanto más lo alababan ellos, más fuerte les golpeaba. En ocasiones, entre los gritos, le parecía que se burlaban de él. Y lo creía. A fin de cuentas eran ellos los que triunfaban.
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