Ismaíl Kadaré - El accidente

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Un taxi se sale inexplicablemente de la calzada y se estrella en la carretera que lleva al aeropuerto de Viena. Como consecuencia del choque, los dos pasajeros, un hombre maduro y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, resultan muertos. Las investigaciones policiales no consiguen aclarar qué fue lo que despistó al taxista al mirar por el retrovisor como para perder el control del vehículo. El asunto queda archivado como un mero accidente, aunque con el calificativo de extraño. Meses más tarde, los servicios de inteligencia serbios y albaneses primero, y un investigador anónimo después, reclaman el expediente e inician sus propias pesquisas. El fallecido, Besfort Y., era un experto para asuntos balcánicos del Consejo de Europa que había seguido de cerca el proceso de descomposición de Yugoslavia, especialmente la guerra de Kosovo. La mujer que lo acompañaba, Rovena, se había entrevistado con él en distintos hoteles de toda Europa, por lo que podría estar implicada en las nunca desveladas actividades de Besfort. A través de los indicios policiales, testimonios de amigos y conocidos, un diario de Rovena…, se va trazando un bosquejo de la personalidad de los fallecidos y, sobre todo, de su particular relación amorosa.

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Afuera, la tormenta de nieve se aplacaba un tanto. Besfort Y. se sentía cansado. En todo aquel galimatías, ni él mismo era capaz de distinguir lo que había pensado para sí y lo que le había dicho realmente a Rovena. Mucho menos era capaz de imaginar lo que ella había escuchado y lo que no.

Hacia las cinco de la mañana, Rovena se había puesto a temblar en sueños. Él la había despertado con cautela. ¿Has pasado miedo? Ella le contestó con palabras desprovistas de sentido. Luego, medio dormida, le susurró: ¿Por qué te sometes a esta prueba?

El mantenía los ojos cerrados, como si, a cubierto del sueño en el que esperaba refugiarse, pudiera responder con mayor facilidad.

Por qué lo hago, se dijo, siguiendo con la mirada los copos de nieve ahora escasos. En buenas condiciones estaba él para dar con el porqué.

Luego oyó la voz conocida del borracho. No es necesario hablar inglés, sir, para percibir la bajeza de este país.

Dios mío, sólo esto me faltaba. Por suerte, el otro le estaba endilgando su perorata a un larguirucho pelirrojo. Créeme, sir, Europa se va islamizando poco a poco. Mientras que en los países árabes, en cuanto se agote el petróleo, vamos, cuando les llegue la gran miseria, se extenderá de nuevo el cristianismo, como hace dos mil años. No, no, replicaba el larguirucho intentando volverle la espalda. Pero el borracho no soltaba su presa. ¿Has empezado a escucharme? Pues escúchame hasta el final. Por lo tanto, lo mismo que hace dos mil años, el cristianismo tratará de remontarse hacia Europa, pero ya será demasiado tarde. Demasiado tarde, ¿comprendes? Too late! Por encima de los rascacielos flotará el canto de los almuédanos. Too late! ¿Me entiendes o no? No es necesario saber inglés para captar esa fatalidad.

Besfort buscó otro asiento más alejado, siempre junto a la ventanilla. Los últimos copos de nieve, semejantes a jirones de un velo de novia, escapaban hacia atrás como empavorecidos.

Por qué hacía aquello… Durante los dos días pasados con Rovena habían vuelto sucesivas veces a esta cuestión. Llegaba un momento en que todas su explicaciones se enturbiaban hasta parecerle a él mismo carentes de sentido. Entonces buscaba otras. Volverían sin duda a ser libres. No sólo ella sino también él. Sin sospechas ni vanas ofensas. Liberados de la rutina, del peso del ritual, de los celos, del torpe fastidio de los silencios prolongados al teléfono, finalmente de aquella dama fatal, aquella viuda enlutada: la separación. Rovena hacía esfuerzos por seguirle. ¿De ese modo no te importaría separarte de mí? El fingía reír. No era cuestión de si le importaría o si le dejaría de importar. Habrían conseguido poner fin a la propia separación. Les gustara o no, una call girl y su cliente no podían separarse. Se encontraban ya al otro lado del espejo. Allí donde muchas nimiedades de este mundo no conseguían llegar.

Cansada, ella trataba de contradecirle, pero sin mucho afán. ¿No intentaría tal vez de este modo renovar en sus relaciones la llama del deseo? ¿De forma que en cada nuevo encuentro, convertida en extraña, distante, a ser posible infiel, le atrajera con más intensidad físicamente hablando?

Él no sabía qué responderle. No podía decirle que no. En realidad, la sola posibilidad, incluso la propia conversación sobre ello, eran perturbadoras. Ella decía «no, no», en un tono quejoso que, más que oposición, a él se le antojaba revelador del tormento de la tentación. Y de inmediato la sospecha de que, puede que inconscientemente, también ella se sentía atraída por la idea no se apartaba de él.

Rovena había vuelto a repetir su pregunta y él, de nuevo, no había sabido qué responder.

Me estás poniendo un nudo en la garganta, le dijo ella. ¿Tú no tienes miedo, Besfort? Estás pidiendo lo imposible…

Ni él mismo sabía si tenía o no tenía miedo. Lo único de lo que tenía conciencia era de que era tarde para echarse atrás.

Por qué hacía aquello… En casos semejantes, a la gente le resultaba fácil decir: ni yo mismo lo sé. En realidad, él lo sabía, aunque fingía no saberlo. Lo había sabido siempre. Se esforzaba en mantener la vaguedad de forma deliberada. En eludirlo. Pero estaba siempre allí.

Muchas cosas habían sido dichas por cada uno de los dos, pero siempre a medias. Nunca completamente al desnudo. Y el miedo, naturalmente, estaba allí. Pero no a lo imposible. El miedo de ella a él. El que ella le provocaba. El miedo de los dos.

Lo había sabido desde el primer instante cuando, con un andar ligero, ella llegó y se inclinó sobre él, en el sofá, aquella tarde inolvidable. Tú eres excesiva. Todo su ser lo había gritado.

Rovena era demasiado para él. Se sentía fuera de la ley. No sabría decir de qué ley, pero estaba convencido de que estaba infringiendo una ley.

Ella decía cualquier cosa, él respondía, pero lo que se decía no tenía la menor relación con lo que tenía lugar en su cabeza. Siempre había pensado que un hombre no podía afrontar en su vida más de tres o cuatro mujeres hermosas. El ya había recibido su parte. Ambicionar más era peligroso.

Durante años, el enigma de las mujeres hermosas no había dejado de fascinarle. Sus signos, aquello que las hacía diferenciarse de las simplemente agraciadas, eran difíciles de explicar. Una línea divisoria tal vez, aunque inestable, una cesura como la que se percibe a veces en la superficie del agua, o como la articulación entre las dos lunas de un espejo, proclamaba su naturaleza huidiza. Fieles o infieles, todas daban la misma impresión de estar siempre pendientes de algo, en alguna parte, de unos ganchos galácticos quizás, que ellas mismas ignoraban.

Tú te encontrabas a su lado y continuabas teniendo la sensación de que algo te faltaba. Te echaban los brazos al cuello, te decían palabras dulces, se entregaban, y tú continuabas sintiendo avidez. No me falta nada, te decías, no pretendas más de lo que se te ofrece. Sin embargo, algo no cesaba de escaparse al otro lado de la línea divisoria, las caricias, las preciadas lágrimas…

Incluso cuando parecían doblegarse ante el sufrimiento y tú creías que se habían vuelto semejantes al resto, ellas no desfallecían. Un contramodelo defensivo acudía en su ayuda. Aunque tú te dabas cuenta de que ella continuaba estando presente, incluso su llanto resonaba claramente en tu oído y sus lágrimas humedecían aún tus mejillas, el hecho es que el original, el modelo indestructible, ya se había procurado refugio en algún lugar distante. Y contra esto tú estabas impotente. Y si esto te irritaba, si tras el cuello sedoso, los labios, los pechos, los muslos, el sexo que ella te había entregado, pretendías extender tu dominio más allá, sobre la parte inasible de ella, entonces sentías que la única manera de conseguirlo era matarla.

Cuando Rovena, de manera despreocupada, leve como una golondrina, se había apoyado sobre el sofá, desde el primer instante, fue así como se perfiló en esa zona oscura de su imaginación, como un pájaro en el punto de mira de un arma.

Era innegablemente «una de ellas». Para cualquiera, la expresión designaba a las fulanas. Pero no había en ella nada de eso. Poseía los signos distintivos de las mujeres hermosas, esa línea divisoria, inestable, lo mismo que las otras, incluida la conjunción astral. De nuevo él dijo que no. No, nunca había sido de los que van detrás de las faldas, y mucho menos ahora. Y en cuanto a las frases del tipo: aunque mi juventud ya está lejos, tengo el corazón ardiente, le parecían miserables. Tenía la impresión de que a algunos hombres les sucedía lo contrario. No era su cuerpo, sino su corazón lo que se cansaba primero. Él formaba parte de este grupo.

Rovena continuaba diciendo algo. Él respondía. La satisfacción por gustar todavía a las mujeres, aunque moderada, continuaba allí. No tenía motivos para renunciar a eso. Poco más o menos eso es lo que había pensado. Incluso con cierta irritación, se diría que alguien se lo exigiera como un deber.

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