Ismaíl Kadaré - El accidente

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Un taxi se sale inexplicablemente de la calzada y se estrella en la carretera que lleva al aeropuerto de Viena. Como consecuencia del choque, los dos pasajeros, un hombre maduro y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, resultan muertos. Las investigaciones policiales no consiguen aclarar qué fue lo que despistó al taxista al mirar por el retrovisor como para perder el control del vehículo. El asunto queda archivado como un mero accidente, aunque con el calificativo de extraño. Meses más tarde, los servicios de inteligencia serbios y albaneses primero, y un investigador anónimo después, reclaman el expediente e inician sus propias pesquisas. El fallecido, Besfort Y., era un experto para asuntos balcánicos del Consejo de Europa que había seguido de cerca el proceso de descomposición de Yugoslavia, especialmente la guerra de Kosovo. La mujer que lo acompañaba, Rovena, se había entrevistado con él en distintos hoteles de toda Europa, por lo que podría estar implicada en las nunca desveladas actividades de Besfort. A través de los indicios policiales, testimonios de amigos y conocidos, un diario de Rovena…, se va trazando un bosquejo de la personalidad de los fallecidos y, sobre todo, de su particular relación amorosa.

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Él la besó suavemente. No debía tomárselo a mal. Se trataba de algo relacionado con una vieja conversación entre los dos.

Aja, de eso se trataba en aquella conversación.

Su voz era susurrante, lo mismo que antes de su primer beso. Ella debía intentar comprenderlo. Si no había acabado aún, el tiempo de su amor se estaba aproximando a su final. La mayoría de los malentendidos, incluso de los dramas entre las personas, tenían lugar precisamente porque se negaban a reconocer ese vencimiento. Eran perfectamente capaces de distinguir el día de la noche o el verano del invierno, pero ante el tiempo del amor actuaban como ciegos. Y de este modo, privados de la vista, marchaban contra el tiempo.

¿Lo que tú quieres es que nos separemos? ¿A qué vienen tantos rodeos?

Ella se expresaba, según él, con arreglo a las medidas vulgares del mundo. Dicho de otro modo, de las cloacas. Todo el pensamiento vulgar del mundo, que por desgracia era dominante y aspiraba a adquirir patente de ley, surgía del fango. El pretendía apartarse de eso, encontrar una fisura, otra salida.

Rovena ya no se tomaba la molestia de intentar comprender. Tal vez encuentre alivio hablando de ese modo, pensó. Según él, ellos dos se encontraban por ahora en un momento bisagra. Después de eso, los últimos rayos del amor, a semejanza de la luz del día, se extinguirían. Entonces comenzaría un tiempo negativo. Éste obedecía a otras leyes, pero la gente se negaba a reconocerlo. Entraban en conflicto con ellas, padecían, se golpeaban los unos a los otros, hasta que un día descubrían con horror que su amor se había convertido en escoria.

Habla, se dijo ella. No cortes el hilo.

Se estaba haciendo tarde, desde luego. Eso era precisamente lo que él quería evitar, que se enfangaran en ese terreno crepuscular. Debían buscar otro donde aún calentara el sol. El descenso de Orfeo a los infiernos para sacar de él a Eurídice tal vez debía ser interpretado de otro modo. Quien había muerto no era Eurídice, sino el amor. Orfeo, en su esfuerzo por recuperarlo, probablemente había cometido un error en algún momento, puede que se precipitara demasiado, y lo había vuelto a perder.

Pero tú mismo me has dicho que el amor porta un problema en sí mismo, pensó ella. Así le había dicho tiempo atrás: había dos cosas en el universo cuya existencia se veía puesta constantemente en duda: el amor y Dios. La tercera, la muerte, como era bien sabido, las personas sólo podían advertirla en los demás, nunca en sí mismas.

Dos años antes, en el apogeo de su historia con Lulú, él le dijo que le había perdonado todas las palabras hirientes que le había dirigido porque le había parecido fuera de sus cabales. Ella haría lo mismo ahora. Parecía agotado y sin lugar a dudas sus nervios estaban al límite.

En el hotel, después de la cena, tras preguntar «¿Hay algún mensaje para mí?», los ojos de él se clavaron en el recepcionista con insistencia.

¿De dónde esperas mensajes?, preguntó ella.

Él sonrió.

Espero una citación. Una citación ante un tribunal.

¿De verdad?, dijo ella, esforzándose por mantener el mismo tono juguetón.

No estoy hablando de broma. Espero de verdad una citación a juicio. Al juicio final tal vez…

En el espejo del ascensor no conseguía encontrar sus ojos.

Ellos acabarán por encontrarme, dijo él en voz baja.

Tú no puedes más, Besfort, dijo ella, aproximando la cabeza a su hombro. Necesitas descansar, cariño mío.

En el lecho, ella se esforzó por ser lo más dulce posible. Le susurró palabras acariciantes, algunas de doble sentido, como le gustaba a él antes de hacer el amor, luego, cuando se dejó caer a su lado, en voz muy baja le preguntó: ¿Cómo era… tu ex mujer?

Él utilizó su último aliento para darle respuesta.

Sublime, repitió Rovena para sí.

Cada vez con mayor frecuencia, él rememoraba el regusto radicalmente inusual de su primer encuentro tras la historia con aquella Liza. Sabía que algo había sucedido, pero nada más. Mucho menos que había de por medio una mujer.

A la pálida luz de la lámpara de noche, el rostro de ella parecía a ratos tan extraño e indescifrable como entonces. La esperanza de experimentar de nuevo aquella sensación se le antojaba semejante a la espera del retorno de un sueño de inefable dulzura, de esos que, originarios de otros mundos incomparablemente más benignos, iluminaban de manera fortuita, por una sola vez, la vida de una persona.

Posiblemente Liza había formado parte de la zona intermedia donde se había engendrado esa alteración.

¿Qué es lo que te ha hecho recordarla?, dijo Rovena, cuando él le preguntó algo acerca de Liza.

El hizo esfuerzos por sonreír, luego dijo «No, nada», pero ella ya no se reía. Tú continúas ocultándome algo, dijo con voz cansada. ¿No te parece que te estás excediendo?

Es posible. Sin embargo, no me siento culpable.

Si le había dicho que no se sentía culpable era porque sabía que un hombre, por muy impenetrable que fuera o fingiera ser, siempre continuaría siendo un aficionado en comparación con una mujer.

Vosotras, es decir, tú en el caso presente, lo quieras o no, sois la ocultación misma, le susurró acariciándole el bajo vientre. Nadie, ni ella misma, podía ver lo que se ocultaba tras aquella hendidura muda. Salvo que el ojo de la gitana fuera capaz de captarlo.

Mientras le escuchaba, ella recordó de pronto el lavabo de las chicas, en la escuela, y la siguiente pintada: «Rovena, me muero por tu sx…». Se sentía fuertemente conmovida al entrar en la clase, sin conseguir adivinar cuál de sus compañeras podía ser la autora de la inscripción. Le parecía que podía ser tanto una como cualquier otra. Y tras cada suposición se escondía siempre la misma pregunta: ¿Qué sabía la otra de su sexo? Nadie se lo había tocado, ni siquiera mirado, a excepción de su madre. En el siguiente descanso corrió de nuevo al lavabo, pero la pintada había desaparecido. Sobre la puerta repintada de forma grosera se veía un pedazo de papel pegado, con el letrero: «Cuidado, pintura fresca».

Espero que no tengas la impresión de que pretendo hacerme el misterioso, dijo él acariciándole el cabello. Ella le besó la mano. Oh, no. El no tenía necesidad de hacerse, él era.

Oculta bajo la pintura, la inscripción resultaba infinitamente más peligrosa y, al regresar al aula, ella había sentido que le flaqueaban las piernas.

El le daba su palabra de que aquella confusión pasaría y que la próxima vez todo quedaría mucho más claro.

Siempre lo dejas todo para la próxima vez, le respondió ella en tono quejoso. ¿De verdad esperas una citación para un juicio? ¿De verdad que nada es ya como antes? Al menos respóndeme a eso.

El no respondió de inmediato. Le acarició los cabellos, se pasó un mechón sobre los ojos como si se tratara de un pañuelo, luego con voz clara y nítida le dijo que era verdaderamente así.

5

Trigésima tercera semana.

Liza según Besfort Y.

Todas las informaciones coincidían en situar a Besfort Y. en Tirana durante la trigésima tercera semana. La furia de los elementos de las noches de febrero parecía haber dejado rendida a la ciudad. Las escasas torres lujosas se devolvían unas a otras sus trémulos reflejos. Mientras recorría el barrio antaño prohibido sin alcanzar a decidir en qué café entrar, Besfort Y. creyó captar en las fachadas de vidrio de los edificios todo el resentimiento y la conciencia atormentada de la ciudad, tal como los periódicos se referían a ella cada mañana. Todos reunidos allí, procesos, agravios, deudas y venganzas sin saldar, esperaban su momento.

Indeciso, detuvo el paso ante la entrada del Manhattan, luego un poco más allá frente al café contiguo, hasta que, sin pensarlo más, penetró en la Sky Tower.

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