La siguiente llamada fue de mi madre, por supuesto. Aún debía de tener algún tipo de vínculo psíquico con mi padre, porque siempre que él me llamaba, ella no tardaba ni una hora en hacer lo propio. Ella era como Lauren Bacall y él como Humphrey Bogart: un tipo feo con un carisma que le salía por las orejas. Y, bendito sea, no parecía en absoluto consciente de ello. Pero ese carisma seguía emitiendo ondas alfa o algo hacia mi madre.
Sabía que debía de estar ya al tanto de la confesión de Benjamin, y así era. También sabía que Benjamin había dicho que Morrison Pettigrue estaba detrás de los bombones. Tenía sus dudas.
– ¿Cómo iba a saber Morrison Pettigrue nada de los bombones Mrs. See’s? -preguntó-. ¿Cómo iba a saber que siempre me como los de crema?
– No tenía por qué saber que solo te comes esos -señalé-. Es imposible meter matarratas en los rellenos de nuez.
– Es verdad -admitió-. Pero me sigue costando creerlo. Apenas nos conocíamos. Coincidí con él en alguna reunión de la Cámara de Comercio, si mal no recuerdo, y hablamos de la necesidad de más aceras en el centro. Fue una conversación cordial y en ese momento no dio la sensación de pensar que yo era una especie de sanguijuela que vive a costa de los demás, o lo que sea.
Pero si Benjamin mentía sobre lo de los bombones, podía estar mintiendo sobre otras cosas también. Solo deseaba que dijera la verdad y nada más que la verdad.
– Será mejor que lo archivemos hasta que conozcamos más detalles -sugerí-. Quizá acabe diciendo algo que dé sentido a todo esto.
– Tu hermano… ¿aún pasará el fin de semana contigo? -me preguntó en uno de sus inesperados giros.
Suspiré en silencio.
– Sí, madre. Papá lo traerá sobre las cinco y se quedará conmigo hasta la noche del domingo. -Evitar a Phillip habría estado por debajo de la dignidad de mi madre, pero después de coincidir un par de veces con él, solía mantenerse apartada el tiempo que pasaba en mi casa.
– Bueno, pues ya hablaremos -dijo. Estaba segura de ello. Le pregunté por el negocio y se puso a hablar de él unos minutos.
– ¿Seguís pensando en casaros John y tú? -pregunté.
– Lo estamos hablando. -Había una sonrisa en su voz-. Prometo que serás la primera en saberlo cuando decidamos algo definitivo.
– Así me gusta -dije-. Me alegro mucho por vosotros.
– He oído que tienes un nuevo novio -señaló mi madre, lo cual, bien pensado, me parecía una progresión lógica en la conversación.
– ¿De cuál has oído hablar? -pregunté. Era incapaz de resistirme.
En alguien más joven que mi madre, habría considerado el ruido que hizo como una risita de deleite. Colgamos con una recarga de cariño mutuo y volví al trabajo con la indudable sensación de que la vida me volvía a sonreír.
El «novio» de mi madre, John Queensland, vino a la biblioteca esa tarde mientras me encontraba en el mostrador de préstamos. Me di cuenta entonces de que era todo lo contrario que mi padre: un maduro atractivo que rezumaba la misma reserva y dignidad que mi madre. Hacía tiempo que había enviudado, pero seguía viviendo en la gran casa de dos pisos que había compartido con su esposa y dos hijos, los cuales ya tenían su propia descendencia. Eran de mi quinta, me recordé amargamente.
Mientras él hojeaba dos biografías serias de gente famosa, comentó que alguien había irrumpido en su garaje en las últimas tres semanas.
– Ya no lo uso. Aparco detrás de la casa. El garaje está lleno de los cacharros de los chicos. No consigo que decidan qué hacer con todos esos trastos. -Sonaba más a padre feliz que a queja-. Pero, bueno, fui a buscar mis viejos palos de golf porque había pensado echar unos hoyos con Bankston, ahora que empieza a mejorar el tiempo, pero alguien se ha colado y me los ha robado.
Dado que John formaba parte de Real Murders, estaba segura de que había hallado un significado a ese robo. Le comenté lo de Gifford Doakes y su hachuela (por sorprendente que parezca, no tenía noticia del asunto) y dejé que sacase sus propias conclusiones.
– Sé que Benjamin Greer ha confesado -le dije-, pero es una prueba que la policía podría necesitar. Creo que con una confesión no basta.
– Creo que me pasaré por la comisaría cuando vuelva a la oficina -aseguró John, pensativo-. Será mejor que informe sobre los palos. Se llevaron toda la bolsa, y es un conjunto de los que no pasan desapercibidos. Siempre que mis hijos viajaban a alguna parte le pegaban una pegatina de donde hubiesen estado. Una broma familiar. -Y, sumido en su abstracción, John salió de la biblioteca. Pensé en Arthur y lancé un suspiro. Me preguntaba cómo se tomaría este otro imprevisto.
Palos de golf. Quizá ya los habían utilizado. Quizá los habían usado con Mamie. Jamás se halló el arma de ese crimen, al menos que yo supiera. Puede que Benjamin pudiera contarle a la policía dónde estaban.
Me dejé rondar por la idea hasta llegar a casa y ver el coche de mi padre aguardando frente al apartamento. Mientras saludaba a mi padre y daba un abrazo a mi hermanastro, me conjuré para no pensar en los asesinatos durante un par de días. Me apetecía disfrutar de la compañía de Phillip.
Phillip está en primero y puede ser tan divertido como exasperante. Es capaz de comerse cinco cosas con entusiasmo, cinco cosas nutritivas, quiero decir. (Cualquier alimento sin valor nutritivo es perfectamente válido para él). Afortunadamente para mí, unas de esas cosas son la salsa de espaguetis y la tarta de nueces, aunque tampoco se puede decir que ninguno de los dos sean alimentos precisamente saludables.
– ¡Roe! ¿Vamos a cenar espaguetis esta noche? -preguntó, entusiasta.
– Claro -dije con una sonrisa. Me incliné y le di un beso antes de que pudiera añadir: «¡Puaj! ¡No me beses!».
Me devolvió un besito fugaz y se fue corriendo a por su maleta y, lo más importante, una bolsa de basura llena de sus juguetes esenciales.
– Los pondré en mi habitación -le dijo a mi padre, que sonreía con indisimulado orgullo paterno.
– Hijo, me tengo que ir -contestó mi padre-. Mamá está como loca por llegar donde tenemos que ir. Pórtate bien con tu hermana mayor y haz lo que te mande sin causar problemas.
Phillip, que escuchaba a medias, farfulló un «Vale, papá» y fue a colocar sus cosas.
– Bueno, muñequita, eres un cielo por hacer esto -me dijo mi padre cuando desapareció Phillip.
– Él me gusta -confesé honestamente-. Me encanta pasar unos días con él.
– Aquí tienes los números donde podrás localizarnos -advirtió sacándose una hoja de bloc de notas del bolsillo-. Si surge un problema, cualquier cosa, llámanos inmediatamente.
– Vale, vale -lo tranquilicé-. No te preocupes. Pasadlo bien. Nos vemos el domingo por la noche.
– Eso es. Deberíamos llegar alrededor de las cinco o las seis. Si vemos que vamos a tardar, te llamo. No te olvides recordarle sus oraciones. Oh… Si le da fiebre o algo, aquí tienes una caja de aspirina infantil masticable. Debería tomarse tres. Y hay que ponerle un vaso de agua en la mesilla por la noche.
– Me acordaré. -Nos abrazamos y se metió en su coche con una sonrisa asimétrica y un saludo descuidado que difícilmente podría olvidar cualquier mujer. Observé cómo salía del aparcamiento y oí a Phillip que gritaba desde el interior:
– ¡Roe! ¿Tienes galletas?
Le hice un par de sándwiches de galleta horribles que decía que eran sus favoritos. Satisfecho, salió con su bolsa de juguetes, dejando los de «interior» en mi cocina comedor.
– Seguro que quieres ponerte a cocinar, así que me salgo a jugar fuera -dijo seriamente.
Pillé la indirecta y me puse manos a la obra con la salsa de espaguetis.
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