Charlaine Harris - Unos asesinatos muy reales

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El “Asesinato del Mes” de repente adquirió una dimensión muy violenta y… real
Cada mes, Real Murders, una asociación de aficionados al crimen de Lawrenceton, Georgia, se reúne para discutir sobre un asesinato famoso. Sus miembros son de lo más excéntrico: Gifford Doakes, el especialista en masacres; Jane Engle, amante de las historias de terror victorianas; Perry Allison, fan de Ted Bundy…
Durante la noche de la última reunión, la bibliotecaria local, Aurora «Roe» Teagarden, descubrió el cuerpo mutilado de Mamie Wright en la cocina de la sede del club. Está segura de que el asesino pertenece a la asociación, ya que el crimen guarda un parecido escalofriante con el Asesinato del Mes.
Y como quiera que después tuvieron lugar otros asesinatos de imitación, el único móvil parece un aterrador y extraño sentido de la diversión…

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– Será mejor que vayas a la policía ya -le dije con delicadeza. Salió por la puerta antes de que pudiera recuperar el aliento.

El hacha de Gifford y el maletín de Robin. Los que no encajaban en el papel de víctimas entraban en el de asesinos, para mayor diversión del verdadero asesino.

Me pregunté en qué categoría entraba yo. Me sobraba con ser la que encontraba los cadáveres.

Aún le daba vueltas a ese y otros pensamientos de- sagradables media hora más tarde, cuando entró Perry Allison. Apenas podía creer mi suerte de ver a Gifford y a Perry en la misma noche. Dos tipos grandes. Al menos, mientras Gifford estuvo, hubo otras personas alrededor, pero en la siguiente media hora Bankston y Melanie, junto a otros dos clientes, ya se habían ido.

En esta ocasión abrí discretamente el cajón y cogí unas tijeras. Comprobé el reloj; solo quedaba un cuarto de hora para el cierre.

– ¡Roe! -balbuceó- ¿Qué pasa? [13]-Puso sobre el mostrador una mano con un tatuaje digno de un maníaco.

Sentí un punzante temor. Este ni siquiera era el habitual y desagradable Perry, que quizá se había saltado alguna de las medicaciones prescritas. Perry estaba colocado con alguna droga que ningún médico le había dado. El concepto de «drogas recreativas» me había eludido por completo, pero es que yo era muy ingenua para esas cosas.

– Poca cosa, Perry -respondí cautelosamente.

– ¿Cómo puedes decir eso? Aquí las cosas flipan -me dijo, arqueando las cejas hasta acaparar casi todo su estrecho rostro-. Casi un asesinato al día. Tu novio, el poli, vino a casa esta tarde. Me hizo preguntas. Insinuaciones. ¡Sobre mí! ¡Si no sería capaz de matar una mosca!

Se echó a reír y rodeó el mostrador en unos pocos pasos.

– ¿Tijeras? -saltó-. ¿Tijeeeeraaaas? -expresó con un siseo. Estaba tan aturdida con la rapidez de sus movimientos y agitaciones de cabeza, tan impropios del Perry con el que solía trabajar, que me pilló desprevenida cuando me agarró de la muñeca del brazo que sostenía las tijeras. La aferró con fuerza maníaca.

– Me haces daño, Perry -le espeté-. Suéltame.

Pero Perry no paraba de reír, sin relajar la presa un solo momento. Sabía que acabaría soltando las tijeras, y no podía imaginar lo que ocurriría después.

De repente montó en ira.

– Ibas a apuñalarme -restalló con furia-. ¡Ninguno de vosotros quiere que me recupere! ¡Ninguno de vosotros sabe cómo era el hospital!

Tenía razón, y en otras circunstancias le habría escuchado con cierta simpatía, pero me estaba haciendo daño y estaba aterrorizada.

Lo único que sentía era el frágil tacto de las tijeras en mis dedos, cada vez más entumecidos.

En un día repleto de extraños incidentes, un loco no dejaba de vociferarme, proyectando sobre mí su intensidad emocional en medio de un edificio sinónimo de tranquilidad y civismo, donde la gente iba a llevarse libros igualmente tranquilos y cívicos.

Entonces empezó a zarandearme para que lo escuchara, agarrándome del hombro con la otra mano con la fuerza de un torno. No paraba de hablar, enfadado, triste, lleno de dolor y autocompasión.

Sentí que empezaba a enfadarme yo misma, y de repente algo chasqueó en mi interior. Levanté un pie y le di un pisotón en el empeine con cada gramo de fuerza que pude aunar. Con un aullido de dolor, me soltó y, en ese instante, me giré para correr hacia la entrada.

Tropecé con Sally Allison.

– Oh, Dios mío -dijo con voz ronca-. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño? -Sin aguardar una respuesta, gritó a su hijo por encima de mi cabeza-. Perry, ¿qué diablos te ha dado, por el amor de Dios?

– Oh, mamá -contestó, desesperado, y se echó a llorar.

– Está drogado, Sally -señalé con un jirón de voz. Me apartó un poco y me escrutó en busca de heridas, dejando ver su alivio al comprobar que no había sangre. Vio que aún llevaba las tijeras y se horrorizó-. No ibas a hacerle daño, ¿verdad? -preguntó, incrédula.

– Sally, solo una madre podría decir eso -respondí-. Llévatelo ahora mismo a casa.

– Escúchame, por favor, Roe -rogó Sally. Aún estaba asustada, pero también me sentía sumamente incómoda. Jamás nadie me había rogado nada, y ahí tenía a Sally, quien indudablemente lo estaba haciendo-. Escucha, no se ha tomado la medicación de hoy. Está muy bien cuando se la toma, en serio. Sabes que puede venir y hacer su trabajo, nadie se ha quejado nunca, ¿verdad? Así que, por favor, no se lo cuentes a nadie.

– ¿Contar el qué? -preguntó una tranquila voz de hombre sobre mi cabeza, y supe que Robin había llegado con mucho sigilo. Levanté la mirada hacia su escarpado rostro, su ahora seria boca arrugada y me alegré tanto de verlo que hubiera podido llorar-. He venido a ver cómo estabas -me dijo-. Señora Allison, creo que nos conocimos en la reunión del club.

– Sí -dijo Sally, esforzándose por recomponerse-. ¡Perry! ¡Vámonos!

Perry caminó hacia ella, su pálido rostro inexpresivo y cansado, los hombros caídos.

– Vámonos a casa -le sugirió su madre-. Tenemos que hablar de nuestro acuerdo, sobre la promesa que me hiciste.

Sin mirarme o decir una palabra, Perry siguió a su madre por la puerta. Me derrumbé en los brazos de Robin y sollocé con las tijeras aún en mi poder. Su enorme mano acarició mi pelo. Cuando lo peor había pasado, dije:

– Tengo que cerrar, es la hora. Me importa un bledo que Santa Claus vaya a venir para llevarse un libro. Esta biblioteca está cerrada.

– ¿Me vas a contar lo que ha pasado?

– Puedes apostar por ello, pero primero quiero salir de este sitio. -Detesté tener que separarme de su reconfortante torso y acogedores brazos; fue agradable sentirse protegida por un hombre grande y fuerte como él durante unos segundos. Pero deseaba salir de ese edificio e ir a casa más que cualquier otra cosa y, con suerte, podríamos repetir la escena en mi casa con más comodidades a mano.

Capítulo 15

– Puede ser -especuló Robin entre bocados de galleta salada- que haya más de un asesino.

Si íbamos a pasar una noche juntos, no sería esa. El momento había pasado.

– ¡Oh, Robin! Eso no me lo puedo creer. ¡Es imposible que haya dos personas tan horribles a la vez en Lawrenceton haciendo lo mismo! -Con una bastaba. Dos nos incluirían en los libros de historia, eso seguro.

Me señaló con la galleta salada enfáticamente.

– ¿Por qué no, Roe? Un asesino imitador. Por ejemplo, quizá alguien quería a los Buckley fuera de la circulación por algún motivo, y cuando ocurrió lo de Mamie, vio su oportunidad. O a lo mejor alguien quería deshacerse de Pettigrue, y mató a Mamie y a los Buckley para ocultarlo.

Había bastantes precedentes de eso, pero más en las novelas de misterio que en la vida real, pensé.

– Supongo que es posible -concedí-. Pero, Robin, es que me niego a creerlo.

– Entonces quizá haya más de un asesino. Quiero decir, un equipo de asesinos.

– Jane Engle dijo lo mismo -recordé tardíamente-. ¿Dos personas? ¿Cómo podrías mirar a nadie que supiera que has hecho algo así, Robin? -Me costaba imaginarme diciéndole a nadie: «Eh, colega, ¿has visto cómo me he cepillado a Mamie?». Casi sentí náuseas. Me espantaba que dos personas fuesen capaces de idear un plan así y llevarlo a cabo…

– Los estranguladores de Hillside -me recordó Robin-. Burke y Hare.

– Pero los estranguladores de Hillside eran asesinos sexuales -objeté-. Y Burke y Hare querían vender los cuerpos a facultades de Medicina.

– Bueno, es verdad. Estos asesinatos probablemente no sean más que una diversión. Una broma pesada.

Pensé en Gifford y su hachuela. El asesino se reía de nosotros de más de una manera.

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