Charlaine Harris - Unos asesinatos muy reales

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El “Asesinato del Mes” de repente adquirió una dimensión muy violenta y… real
Cada mes, Real Murders, una asociación de aficionados al crimen de Lawrenceton, Georgia, se reúne para discutir sobre un asesinato famoso. Sus miembros son de lo más excéntrico: Gifford Doakes, el especialista en masacres; Jane Engle, amante de las historias de terror victorianas; Perry Allison, fan de Ted Bundy…
Durante la noche de la última reunión, la bibliotecaria local, Aurora «Roe» Teagarden, descubrió el cuerpo mutilado de Mamie Wright en la cocina de la sede del club. Está segura de que el asesino pertenece a la asociación, ya que el crimen guarda un parecido escalofriante con el Asesinato del Mes.
Y como quiera que después tuvieron lugar otros asesinatos de imitación, el único móvil parece un aterrador y extraño sentido de la diversión…

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Bajo el cielo gris cruzamos la bocacalle y llegamos a la entrada del callejón. El día anterior me había sentido tan visible y perseguida que resultaba espectral lo invisible que me sentía en ese momento. Ninguna casa daba a ese callejón, poco tráfico. Al avanzar por el callejón de grava, resultó evidente cómo el asesino había entrado en la casa sin ser visto.

– Y casi todo el recorrido está vallado, lo que bloquea la visión del callejón -constató Robin- y del patio trasero de los Buckley.

El patio de los Buckley era uno de los pocos que no estaban vallados. Las casas adyacentes contaban con vallas de metro y medio. Nos detuvimos justo detrás del patio, junto a los cubos de basura, con una vista clara sobre la puerta trasera. Había camelias y rosas por todas partes. Eran las favoritas de la señora Buckley y ella misma las había plantado. En su cubo de basura -qué pensamiento más escalofriante- probablemente estaba el algodón con el que se quitaba la pintura de labios, restos del café que bebieron esa mañana, desechos de vidas que ya no existían.

Sí, su basura seguía allí. La basura de todo Parson se recogía el lunes. Los mataron el miércoles. Me estremecí.

– Vámonos -dije. Mi humor había cambiado. Se me habían pasado las ganas de jugar a los detectives.

Robin se giró lentamente.

– ¿Y qué harías? -preguntó-. Si no quisieras ser observada, ¿dónde aparcarías el coche? ¿Dónde? ¿Por dónde entramos al callejón?

– No. Es una calle estrecha, y alguien podría recordar haber tenido que maniobrar para sortear el coche aparcado.

– ¿Y qué hay del extremo norte del callejón?

– No, hay una gasolinera justo enfrente, muy concurrida.

– Entonces -dijo Robin, avanzando con paso resuelto- habría que ir por aquí. Si tuvieses un hacha, ¿dónde la pondrías?

– Oh, Robin -exclamé, nerviosa-. Vámonos ya, por favor.

Salimos del callejón tan inadvertidos como habíamos entrado, al menos que yo supiera, y me felicité por ello.

– Yo -prosiguió Robin- la habría dejado en uno de esos cubos de basura a la espera de ser vaciados.

Por eso Robin era tan buen escritor de misterio.

– Estoy segura de que la policía los ha registrado -dije con firmeza-. No pienso quedarme aquí a hurgar en todos los cubos de basura. Entonces sí que alguien llamaría a la policía. -¿Lo harían? Hasta el momento, nadie se había percatado de nuestra presencia.

Alcanzamos el extremo del callejón, el lugar por el que habíamos entrado.

– Si no aparcases aquí, podrías cruzar la calle y entrar por el siguiente callejón -especuló, pensativo-. Incluso podrías aparcar más lejos, reduciendo las probabilidades de ser visto y que te relacionen.

Así que nos deslizamos por la estrecha calle hasta el siguiente callejón. Este había sido ensanchado cuando construyeron unos apartamentos nuevos. Tenían los aparcamientos en la parte de atrás, y habían construido una zanja de drenaje a lo largo del callejón para evitar su inundación. Había bocas de alcantarillado en las cunetas que daban acceso a los espacios privados. Pensando, me dije que, si tuviese que ocultar un hacha, lo haría en una de esas bocas. Me pregunté si la policía había registrado esa manzana.

Era un callejón demasiado silencioso y solitario, y empecé a tener la desconcertante sensación de que Robin y yo éramos las dos únicas personas que quedaban en Lawrenceton. El sol asomó brevemente entre las nubes y Robin me cogió de la mano, así que me esforcé para sentirme mejor. Pero cuando se agachó para atarse los cordones de una zapatilla, empecé a mirar por las bocas de alcantarilla.

Nadie había tocado la boca que teníamos justo al lado. Las hojas de roble melojo que habían bloqueado parcialmente el conducto estaban casi alineadas, apuntando en la misma dirección, por la torrencial lluvia que había caído la noche anterior. Pero la siguiente…, alguien había trasteado esa boca, no cabía duda. Alguien había apartado las hojas con tanta fuerza que también se había llevado el barro que había debajo. Puede que la policía la hubiese registrado, pero seguro que ninguno de los agentes era tan bajo como yo y no pudo ver el leve destello del interior, un destello arrancado por un efímero e inesperado rayo de sol. Y seguro que sus brazos no eran tan largos como los de Robin, de modo que no habrían podido estirarlos para sacar…

– ¿Mi maletín? -dijo Robin profundamente asombrado-. ¿Qué hace aquí? -Sus dedos presionaron los cierres dorados.

– ¡No lo abras! -grité justo cuando Robin lo hacía, y del maletín cayó un hacha ensangrentada, para aterrizar con un golpe seco sobre las hojas amontonadas junto a la boca de alcantarilla.

Capítulo 14

Mientras Robin montaba guardia sobre esa cosa horrible que yacía en el callejón, yo llamé a la puerta de uno de los apartamentos. Se oía un bebé llorando en el interior, así que sabía que debía de haber alguien despierto.

La exhausta mujer que abrió aún iba en camisón. Fue lo bastante confiada como para abrirle a una extraña y aceptar su urgente necesidad de usar el teléfono sin dar rienda suelta a la propia curiosidad. El bebé chillaba mientras buscaba el número de la comisaría, y no dio muestras de amainar mientras marcaba y hablaba con el agente de guardia, que tuvo algunos problemas para comprenderme. Cuando colgué y le di las gracias a la joven mujer, el bebé seguía llorando, aunque se había reducido a un sollozo.

– Pobre criatura -solté, por decir algo.

– Es un cólico -me explicó-. El médico ha dicho que lo peor debería de pasarse pronto.

Aparte de cuidar, como quien dice, de mi hermanastro Phillip cuando era pequeño, yo no sabía nada en cuanto a bebés. Así que me alegró saber que ese tenía una razón específica por la que quejarse. Tras mostrar mi agradecimiento de nuevo y cerrar la puerta, oí que la intensidad del llanto se redoblaba.

Avancé de nuevo hacia el callejón donde Robin estaba sentado como una estatua sombría, la espalda apoyada contra una valla en el lado opuesto de los apartamentos.

– Yo y mis geniales ideas -dije con amargura, dejándome caer a su lado.

Obvió el comentario haciendo gala de sus buenos modales.

– Tápala -dije-. No soporto verla.

– ¿Cómo, sin dejarla llena de huellas? Más huellas, quiero decir.

Resolvimos el problema mientras una neblina empezaba a pegarme el pelo contra las mejillas. Encontré un palo y Robin lo deslizó bajo el borde del maletín. Lo levantó un poco y lo arrastró sobre el hacha manchada de sangre. Volvimos a nuestra posición contra la valla. Ya se oían sirenas aproximándose. Me sentía extrañamente tranquila.

– Me pregunto si alguna vez recuperaré el maletín -dijo Robin-. Alguien se metió en nuestro aparcamiento, abrió mi coche y me lo robó para esconder en él un arma homicida. Lo he estado pensando, Roe. Cuando se resuelva este caso, si es que se llega a resolver, creo que probaré suerte con la novela basada en hechos reales. Estoy aquí y conozco a algunos de los implicados. Incluso conocí a los Buckley la noche anterior a que los asesinaran. Estaba presente cuando tú y tu madre abristeis la caja de bombones. Y aquí estoy descubriendo un arma homicida en mi maletín. Te diré una cosa: esto ya no me gusta tanto. Pensándolo bien, creo que ni siquiera quiero el maletín como recuerdo. -Pero, tras permanecer un instante en silencio, murmuró-: Ya verás cuando se lo cuente a mi agente.

Las lentes de sus gafas empezaron a impregnarse de pequeñas gotas de humedad. Me quité las mías y las limpié con un pañuelo de papel.

– Admiro tu entereza, Robin -dije.

– ¿Entereza?

– ¿Crees que no querrán hacerte algunas preguntas? -señalé.

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