– Tengo la grabadora, pero ahora no podemos usarla -se quejaba Melanie-. Creo que empezó a sospechar cuando me vio salir del aparcamiento. No quería ayudarla a buscar, así que tuve que fingir que no la había oído. Creo que esta noche no vamos a tener diversión.
– No lo he planeado lo suficiente -convino Bankston-. Ahora se pasarán toda la noche buscándolos, y encima tendremos que sumarnos a la búsqueda. Al menos, ahora que tenemos sus llaves, no podrán usar el juego maestro para entrar aquí. -Las sostuvo visiblemente. Debí de perderlas mientras caía por las escaleras.
– ¿Crees que insistirán en registrar todos los apartamentos? -preguntó Melanie, ansiosa-. No podemos negarnos si lo piden.
Bankston meditó. Aún estaban al pie de las escaleras. No podría alcanzarlas. No podía ver ningún arma, aparte del palo de golf, pero aunque los atacara con el brazo bueno y la poca energía que me quedaba, los dos me reducirían con facilidad y nadie oiría el ruido, a menos que los Crandall hubieran decidido pasar la noche en su sótano.
– Tendremos que improvisar -resolvió finalmente Bankston.
¡La pelota de béisbol! Quizá Robin la viera, como la vi yo.
– ¿Hablaste con alguien antes de entrar? -preguntó Bankston.
– Solo lo que te he dicho antes. Robin me preguntó si había visto al crío y le dije que no, pero que me encantaría ayudar en la búsqueda -respondió Melanie sin rastro de ironía-. Roe se dejó la puerta trasera abierta, pero la he cerrado con llave. Y he recogido el bate del niño, que seguía en el patio.
Aquella era nuestra sentencia de muerte, pensé.
Bankston maldijo.
– ¿Cómo acabó ahí fuera? Estaba seguro de haberlo metido en casa.
– No te preocupes -dijo Melanie-. Aunque lo hubieran encontrado, podrías haber dicho que se lo estabas guardando, pero que nunca se presentó para reclamarlo.
– Tienes razón -admitió Bankston, convencido-. ¿Y qué hacemos con estos dos? Si los dejamos amordazados aquí mientras subimos a buscar con los demás, podrían soltarse. Si los matamos ya, perdemos la diversión con el chico. -Avanzó hacia nosotros, seguido por Melanie.
– Actuaste impulsivamente cuando lo secuestraste -observó Melanie-. Creo que deberíamos encargarnos de ellos ahora y esconderlos bien. Luego, cuando se calmen los ánimos y dejen de buscar, veremos si podemos meterlos en el coche y tirarlos por ahí. La próxima vez intenta contenerte, haremos lo que hemos planeado sin extras.
– ¿Me estás criticando? -se revolvió Bankston. Su tono era bajo y amenazante.
La expresión de Melanie cambió por completo. Jamás había visto nada parecido. Se acobardó, se doblegó y se convirtió en otra persona.
– No, jamás -lloriqueó y se inclinó para lamerle la mano. Vi sus ojos. Estaba interpretando, y eso la excitaba inmensamente.
Se me revolvió el estómago. Ojalá estuviese interponiéndome lo suficiente en la línea visual de Phillip. Me arrimé más a él, a pesar de que el dolor de la clavícula se hacía cada vez más intenso. Phillip estaba temblando y se había orinado encima. Su respiración era cada vez más entrecortada y de vez en cuando afloraban sollozos apagados.
Melanie y Bankston se estaban besando y este se desvió un poco para morderle el hombro. Ella lo abrazó como si ambos estuviesen dispuestos a hacerlo allí mismo, pero en ese momento se separaron y ella dijo:
– Será mejor que acabemos ahora. ¿Por qué correr más riesgos?
– Tienes razón -convino Bankston. Pasó el palo de golf a su compañera y ella lo agitó en el aire ensayando el golpe mientras él rebuscaba en sus bolsillos. Con sus pantalones negros, jersey verde y el pañuelo anudado al cuello, Melanie parecía a punto de ir a pasar unas horas en el club de campo. El palo silbó a pocos centímetros de mí en ese diminuto espacio e iba a protestar cuando me di cuenta de que a Melanie no podía importarle menos. Las viejas asunciones son difíciles de reprimir.
Vi un pie asomando por las escaleras, tras ellos.
– Dame tu pañuelo, Mel -dijo Bankston de repente. Melanie se lo desató al instante-. Así será menos aparatoso, y es la primera vez que lo intento -observó él, feliz. En ningún momento nos miraron a mí o a Phillip, salvo de pasada, y tenía la certeza de que, para ellos, no éramos personas en absoluto.
Al pie se le unió otro igual, y el primero avanzó silenciosamente sobre el siguiente peldaño.
– Quizá debería grabar esto -dijo Melanie alegremente-. No es lo que teníamos planeado, pero seguro que será interesante.
El siguiente paso hizo ruido y yo empecé a chillar:
– ¡Ojalá os pudráis en el infierno! ¿Cómo podéis hacerme esto? ¿Cómo podéis hacerle esto a un niño?
Estaban tan asombrados como si la silla se hubiese puesto a hablar. Melanie alzó el palo de repente con ambas manos. Cubrí a Phillip en la silla con mi propio cuerpo, pero el golpe fue tan fuerte que la silla se tambaleó. No me costó aullar tan fuerte como un tren de mercancías. Vi que los pies apuraban las escaleras a toda prisa.
– ¡Cállate, zorra! -restalló Melanie, furiosa.
– Cállate tú -le recomendó una voz monótona.
Era el viejo señor Crandall, y llevaba una pistola grande.
El único sonido que se oía en el sótano era el que provenía de mis sollozos, mientras pugnaba por controlarme. Phillip levantó sus muñecas atadas para rodearme la cabeza con los brazos. Deseé más que nunca que se desmayara.
– No vas a disparar -dijo Bankston-, viejo idiota. Rebotará en el suelo de hormigón y les dará a ellos.
– Antes les pegaría un tiro que dejártelos a ti -dijo el señor Crandall llanamente.
– ¿A quién de los dos dispararás primero? -inquirió Melanie, presa de la furia. Se estaba alejando poco a poco de Bankston-. No podrás con los dos, viejo.
– Pero yo sí -dijo Robin desde lo alto de las escaleras, y no estaba tan tranquilo como el señor Crandall. Conseguí alzar la mirada. Vi a Robin descendiendo con una escopeta recortada-. No sé tanto de armas como el señor Crandall, pero me ha cargado esta y, si apunto y la disparo, estoy seguro de que a algo le daré.
Si iban a intentar algo a la desesperada, sería ahora. Podía sentir la agitación que rezumaban sus poros. Se miraron mutuamente. Solo podía observar a través de la neblina del dolor y el pañuelo verde que sostenía Bankston en la mano. Debían de ser cada vez más conscientes de que todo había terminado.
De repente la voluntad de lucha se les evaporó. Recuperaron la imagen de lo que solían ser, al menos por un instante: un administrativo de préstamos bancarios y una secretaria que parecían incapaces de recordar dónde estaban y cómo habían llegado allí. Bankston dejó caer el pañuelo. Melanie bajó el palo de golf. Ya no se miraban mutuamente.
Empezó a oírse un tumulto arriba, y Arthur y Lynn Liggett aparecieron bajando por las escaleras para detenerse en seco ante la escena que tenían delante.
El aliento de Phillip surgió de detrás de la mordaza en un profundo suspiro y se desmayó. Me pareció una buenísima idea y seguí su ejemplo.
– Si hubiese tenido mi desintegrador de partículas humanas, no nos habrían hecho daño -susurró Phillip. No se despegó de mí mientras me trataban las heridas. Siempre estaba agarrado a mi mano, a mi pierna o a mi torso, a pesar de que muchas personas amables se ofrecieron para consolarlo, comprarle un helado o colorear con él, pero no se separó de mí. Evidentemente, eso me puso las cosas más difíciles, pero intenté volcar toda mi simpatía hacia él de modo que el dolor dejara de tener importancia. Pero me temo que descubrí que, para mí, el dolor es muy importante, por mucho que también se lo hubieran hecho a otra persona.
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