Charlaine Harris - Unos asesinatos muy reales

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El “Asesinato del Mes” de repente adquirió una dimensión muy violenta y… real
Cada mes, Real Murders, una asociación de aficionados al crimen de Lawrenceton, Georgia, se reúne para discutir sobre un asesinato famoso. Sus miembros son de lo más excéntrico: Gifford Doakes, el especialista en masacres; Jane Engle, amante de las historias de terror victorianas; Perry Allison, fan de Ted Bundy…
Durante la noche de la última reunión, la bibliotecaria local, Aurora «Roe» Teagarden, descubrió el cuerpo mutilado de Mamie Wright en la cocina de la sede del club. Está segura de que el asesino pertenece a la asociación, ya que el crimen guarda un parecido escalofriante con el Asesinato del Mes.
Y como quiera que después tuvieron lugar otros asesinatos de imitación, el único móvil parece un aterrador y extraño sentido de la diversión…

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Y le había dicho a Phillip que pensase dónde había visto la pelota por última vez. Claro, la había visto en la mano de Bankston.

¿Estaba Bankston tumbado y escondido en su coche? ¿Estaba encima de Phillip para no delatar su presencia?

Se había encontrado un largo cabello marrón en casa de los Buckley. Benjamin no tenía el pelo largo y marrón. El suyo era ralo y rubio. Como el de Bankston. Era de mediana altura, como Bankston, y su cara era redonda. Como la de Bankston. Era a Bankston a quien había visto la joven madre del callejón, no a Benjamin Greer.

Melanie tenía el pelo largo y marrón. Juntos. Habían cometido los asesinatos juntos.

Y en ese momento recordé el pensamiento que me había estado importunando todo ese tiempo. Cuando John Queensland había descrito su bolsa de golf, dijo que tenía pegatinas por todas partes. La misma bolsa de palos de golf que llevaba Bankston a su casa el miércoles, tan tarde después de la hora del almuerzo que no esperaba encontrarse conmigo, y mucho menos saliendo por la puerta de los Crandall. Bankston se la había robado a John Queensland.

¿Había estado Phillip en la casa de Bankston? Apunté la linterna hacia la cerradura. «Esto no puede considerarse allanamiento», me dije, histérica. Tenía una llave. Era la casera. La metí en la cerradura, abrí la puerta con mucho sigilo y entré.

No llamé. Dejé la puerta trasera abierta.

La luz de la cocina estaba encendida y el conjunto que formaba con el salón estaba hecho un desastre. En la encimera había un libro de la biblioteca abierto, uno que yo misma tenía en mi colección personal: Beyond Belief, de Emlyn Williams. Me mareé y tuve que inclinarme para leerlo.

En esta ocasión habían decidido seguir el patrón de Myra Hindley y Ian Brady, los «Asesinos del páramo». Iban a matar a un niño. Iban a matar a mi hermano. El monstruo no estaba metido en una celda de la cárcel de Lawrenceton. Los monstruos vivían aquí mismo.

Hindley y Brady torturaban a los niños durante varias horas, así que cabía la posibilidad de que Phillip siguiera con vida. Si estaba en el coche, si lo estaban llevando a casa de Melanie, estuviese donde estuviese (vale, la misma calle donde vivía Jane Engle), quizá hubiera dejado algún rastro.

Dejando de lado el sigilo, subí corriendo las escaleras. No había nadie. En el dormitorio más grande había una cama de matrimonio y un rollo de cuerda al lado. Sobre el tocador habían dejado una cámara.

Hindley y Brady, dos oficinistas de bajo nivel que se conocieron en el trabajo, habían grabado en cinta y fotografiado a sus víctimas.

El otro dormitorio estaba lleno de material para hacer ejercicio, el origen de la mejora muscular de Bankston. Había una caja archivadora con la tapa deslizada hacia atrás y la llave aún puesta en la cerradura. Deseaba ver cualquier cosa que guardase bajo llave. La abrí del todo y las revistas de su interior se derramaron como un chorro de lodo. Miré horrorizada la que estaba abierta. No sabía que se pudieran comprar fotos de mujeres tratadas de ese modo. Cuando supe del movimiento antipornográfico, pensé en mujeres que, al menos aparentemente, estaban dispuestas, cobraban y seguían sanas después de la sesión fotográfica.

Bajé corriendo por las escaleras, eché un vistazo al salón y abrí los armarios. Nada. Abrí la puerta del sótano. La luz estaba apagada, así que la escalera se sumía en la oscuridad en su medio tramo final. Pero había algo blanco en uno de los peldaños inferiores, apenas visible gracias a la poca luz que se colaba desde la cocina.

Bajé los peldaños y me agaché para recogerlo. Era un cromo de béisbol.

Oí un ruido ahogado y tuve tiempo para pensar: «¡Phillip!», pero entonces sentí un punzante dolor por el hombro y el cuello. Caí de frente, los brazos y las piernas enmarañados, dando con la cara en el borde de las escaleras. Lo siguiente que supe era que estaba tumbada en el suelo del sótano, contemplando el rostro de Bankston que se cernía sobre mí, más impasible que nunca bajo la tenue luz, aunque sonriente como una gárgola. Tenía un palo de golf en la mano.

Había otro interruptor al fondo de las escaleras y lo pulsó. Volví a escuchar el sonido ahogado y, con gran dolor, volví la cabeza para ver a Phillip, amordazado y con las manos atadas, sentado en una silla recta junto a la secadora. Su cara estaba empapada de lágrimas y su cuerpecito se había hecho todo el ovillo que le permitía la silla. Sus pies no tocaban el suelo.

Se me partió el corazón.

Toda mi vida había oído decir eso a la gente; que se les había roto el corazón porque su amor les había dejado, porque se les había muerto el gato o porque habían roto el jarrón de la abuela.

Iba a morir y mi hermano también iba a pagarlo con su vida, y se me partió el corazón ante la perspectiva de lo que podría durar hasta que se cansasen de él y lo matasen.

– Te oímos entrar -dijo Bankston, sonriente-. Estábamos aquí esperándote, ¿no es así, Phillip?

Increíble; Bankston, el banquero. Bankston, el de la lavadora y secadora tono almendra a juego. Bankston, el que concede un préstamo para un empresario por la tarde y se dedica a machacar la cabeza de Mamie Wright por la noche. Melanie, la secretaria; la que ocupa su tiempo libre matando a los Buckley con un hacha mientras su jefe está fuera. La pareja perfecta.

Phillip lloraba desconsoladamente.

– Cállate, Phillip -le dijo el mismo hombre que había estado jugando al béisbol con él esa tarde-. Cada vez que llores, pegaré a tu hermana. ¿Verdad que sí, hermanita? -Y Bankston descargó un golpe con el palo de golf que me rompió la clavícula. Mi aullido debió de ahogar los pasos de Melanie, porque de repente vi que estaba allí, mirándome con placer.

– Cuando llegué, el espantapájaros estaba registrando el aparcamiento -le contó a Bankston-. Aquí está la grabadora. ¡No puedo creer que nos la hubiésemos olvidado!

Caramba, vaya pareja de chiflados. Había sonado como la típica ama de casa que se olvida de la ensalada de patatas en la nevera justo cuando la familia está saliendo para un picnic.

Cuando el dolor amainó lo suficiente como para pensar, decidí que el «espantapájaros» al que se refería era Robin. Me esforcé para volver a mirar a Phillip. Intenté desterrar el dolor para infundirle seguridad, pero apenas pude mantener la vista en él sin gritar. Si lo hacía, Bankston me molería a palos.

O puede que pegase a Phillip.

– ¿Qué opinas? -le preguntó Bankston a Melanie.

– Será imposible sacarlos de aquí ahora -dijo ella con suma naturalidad-. El otro me ha dicho que ha llamado a la policía. Será mejor que uno de nosotros suba pronto para unirse a la búsqueda. Si no lo hacemos, supongo que la poli querrá registrar la casa y sospechará. No nos podemos permitir eso, ¿verdad? -Y sonrió pícaramente, dándome un golpecito en la pierna con su pie, como si yo fuese una travesura que tuviesen que ocultar por conveniencia. Me pilló mirándola-. Levántate y ponte junto al niño -ordenó antes de darme una patada. Sollocé-. Siempre quise hacer eso -le dijo a Bankston con una sonrisa.

No eran solo los golpes los que me dificultaban el movimiento, sino la conmoción. Me encontraba en ese sótano prosaico a más no poder con esas dos personas, prosaicas a más no poder, monstruos que iban a matarme junto a mi hermano. Durante años había leído y me había maravillado acerca de gente que vivía puerta con puerta con psicópatas sin sospechar nunca nada. Y allí me encontraba yo, intentando arrastrarme desesperadamente sobre el suelo de cemento de un edificio propiedad de mi madre mientras mis amigos buscaban fuera a mi hermano, sencillamente porque pensé que algo así jamás iba a pasarme. Tardé un poco en ponerme junto a Phillip, a pesar de las patadas que me propinó la joven que conocía de toda la vida y con la que había ido a la iglesia más de una vez. Agarré el borde de la silla y me arrastré como pude hasta arrodillarme, rodeando torpemente a mi hermano con el brazo sano. Recé por que Phillip se desmayara. Su expresión era mucho más de lo que podía soportar y no encontraba consuelo para él. Estábamos ante dos demonios, y todas las normas de educación y cortesía con las que nos habíamos criado con tanto esmero Phillip y yo ya no tenían validez alguna. No había recompensa para el buen comportamiento.

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