Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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– ¡Isabeau! Vamos a entrar

La voz de Conner la hizo saltar, pero no se movió, haciéndose tan pequeña como era posible allí contra la pared.

Conner esperó inquietamente cuando Isabeau no le contestó. Miró a Rio, que todavía se estaba poniendo los vaqueros. La cabaña estaba a oscuras, justo como le había dicho que la dejara. Todas las contraventanas estaban cerradas. No parecía haber ninguna razón para su intranquilidad, aunque después de rastrear al gran leopardo de vuelta a la casa del doctor y al cuarto de Jeremiah, podía creer al leopardo capaz de cualquier cosa. El chico había estado indefenso, enganchado a la IV, luchando por cada aliento y Ottila le había arañado profundamente con las garras en el vientre.

Podría haberlo destripado. El consenso general fue que había sido interrumpido por Mary o el médico cuando fueron a verle.

Muchos invitados permanecían todavía en la casa y Elijah patrullaba afuera, pero el leopardo había logrado localizar el cuarto de Jeremiah y entrar con tanto sigilo, que nadie había sabido que estaba en la casa. Conner sabía que el leopardo podía haberles matado a todos, a Mary, al doctor, a sus amigos y ciertamente a Jeremiah. Sabía que los otros estaban equivocados, Ottila no había sido interrumpido, no había querido matar a Jeremiah.

Conner puso la mano en la puerta e inhaló. ¿Había un débil olor a leopardo?

– Voy a entrar, Isabeau, no me dispares.

Desatrancó la puerta y el olor le golpeó con fuerza, oleadas de ello. Leopardo y sangre. La mezcla era potente. Giró la cabeza de golpe, examinando cada centímetro de la cabaña hasta que su mirada la encontró acurrucada y manchada de sangre en la oscuridad.

– ¿Está él aquí? -preguntó.

Ella parecía estar conmocionada, la cara absolutamente blanca. Le tomó cada gramo de control no saltar a su lado y recogerla.

Por un momento ella se quedó silenciosa. Traumatizada . Él no quería pensar en lo que había sucedido aquí. No con su ropa manchada de sangre y esa mirada de terror en su cara.

– Isabeau -siseó, poniendo un poquito de orden en su voz.

– No lo sé. Se fue por allí arriba -indicó a las vigas en lo alto.

Su tono fue tan bajo que él apenas captó las palabras, aún con su audición aguda.

Rio entró en el cuarto, los pies descalzos silenciosos en el piso de madera mientras estudiaba las vigas encima de la cabeza. Saltó, agarrando una de ellas y balanceó el cuerpo.

Conner cruzó al lado de Isabeau, agachándose a su lado, la alcanzó tiernamente. Se aseguró de mantener sus movimientos lentos y deliberados.

– Dime, Isabeau -instruyó.

Un solloza escapó y ella apretó los dedos contra la boca temblorosa, retrocediendo para hacerse más pequeña. Conner dejó que su mirada resbalara sobre ella, buscando lo peor de las heridas. Tenía sangre en la camisa sobre los senos y más se filtraba a través de la tela en la unión de las piernas. El corazón comenzó a palpitar con alarma.

– ¿Puedes decirme que ha hecho?

Ella se humedeció los labios y se apretó contra la pared, necesitando la estabilidad de la estructura.

– Dijo que quería que te encontraras con él. Dijo que sabrías donde.

– Se ha ido -anunció Rio-. Entró por una pequeña abertura en el altillo. Tuvo que haberlo planeado con mucho cuidado. -Se columpió hacia abajo y se paró junto a Conner, observando la cara pálida y la ropa manchada de sangre-. Llamaré al doctor. -Fue en busca de la luz.

Isabeau sacudió la cabeza, la alarma se esparció por su cara, hasta tal punto que Conner levantó la mano para detener a Rio.

– No quiero que nadie me vea así. No enciendas la luz.

– Tengo que echarte una mirada -dijo Conner, su voz suave-. Voy a levantarte, cariño. Puede doler.

Él no tenía la menor idea de la extensión de las heridas, pero el olor a sangre era fuerte. Había una insinuación de almizcle persistente, como si Ottila hubiera estado excitado, pero no olió a sexo.

– Allí hay cristal roto en el suelo -advirtió Isabeau.

Parecía tan intrascendente dadas las circunstancias.

– Tendremos cuidado.

Se estiró a por ella, atemorizado de herirla cuando ella se estremeció en sus brazos. El olor a sangre era más fuerte, pero aún más lo era el olor del leopardo de Ottila. Él la había marcado deliberadamente, queriendo insultar a Conner, queriendo que se diera cuenta de que podría tomar a su mujer en cualquier momento. Conner leyó el desafío como lo que era.

– ¿Te importaría preparar un baño, Rio? -preguntó, más para conseguir que el hombre saliera del cuarto que por cualquier otra razón.

Él no tenía la menor idea de por donde comenzar. Acababa de saber que esto no era sobre él, sobre la rabia que ardía como un fuego salvaje en su vientre. Esto tenía que ser sobre Isabeau. Ella estaba aturdida, confundida y le miraba con temor en los ojos.

Temblando, Conner recogió a Isabeau, sosteniéndola contra su pecho, la sintió dar un respingo cuando su cuerpo se apretó contra el de él.

– ¿Qué te ha hecho?

– Me golpeó -dijo, suprimiendo otro sollozo-. No estaba enfadado. Sólo me golpeó, como si fuera un trabajo para él. Y entonces utilizó las garras sobre mí, sobre mi… cuerpo.

Enterró la cara contra el hombro de Conner y se adhirió a él.

Tan cerca de ella, el olor del otro leopardo era abrumador. Su felino se estaba volviendo loco, arañando y clavando las garras, exigiendo ser liberado para matar a su rival. Quería ese olor fuera de ella.

– Necesito mirar el daño, Isabeau.

Ella sacudió la cabeza, negándose a mirarle a los ojos.

– ¿Estarías más cómoda con una mujer? ¿Con Mary? -Mantuvo su voz suave.

Otra vez ella sacudió la cabeza.

– No quiero ver a nadie.

Tenía que preguntar.

– ¿Te ha violado?

Ella apretó la frente con fuerza contra el hombro. A Conner el corazón le latía desenfrenadamente en el pecho, pero no hizo ningún movimiento, permaneciendo inmóvil, sólo esperando.

– Dijo que él nunca violaría a una mujer. -Comenzó a llorar un poco desenfrenadamente-. Fue tan cruel, Conner. Y todo el tiempo, actuó como si yo lo mereciera, como si le hubiera traicionado.

Él apretó los brazos con cuidado en torno a ella, tratando de no estrangularse con el olor del otro hombre. Su leopardo estaba loco, empujaba cerca de la superficie, rugiendo por su enemigo, tratando de desgarrar la carne para llegar al olor horroroso y ofensivo.

– Vamos a meterte en la bañera donde pueda inspeccionar el daño. Necesitarás analgésicos, Isabeau, y antibióticos…

Ella levantó la cara para mirarle por primera vez y hubo una insinuación de orgullo en su mirada.

– Él dijo que estarías demasiado molesto para recordar los antibióticos, pero no lo has olvidado.

– Por supuesto que no -le rozó la frente con un beso-. Tú eres mi máxima prioridad, siempre, Isabeau.

– Él pensó que yo estaría molesta porque habías ido a ayudar a Jeremiah -dijo-. Pero estoy contenta de que lo hicieras. -No podía evitar el borde de histeria en su voz-. Hizo todo lo que pudo para abrir una brecha entre nosotros.

El estómago de Conner se llenó de nudos. Oyó la incertidumbre en su voz. Ella no era consciente de ello, pero Ottila había causado daños a Isabeau sacudiendo su confianza, no sólo en él, en que podría aceptar la marca de otro hombre sobre ella, sino en ella misma. La levantó, llevándola al cuarto de baño. Rio, amablemente, había encendido velas para mantener la luz débil y suave.

– ¿Debería ir a por el doctor? -preguntó.

– Ella ya ha tomado antibióticos. Dame algún tiempo para valorar el daño -contestó Conner-. Él lo planeó muy bien. Me permitió olerlo, colocó un rastro directo a Jeremiah, le hirió lo bastante para que nos quedáramos allí y ayudáramos, nos dejó otro rastro en la selva que nos alejara del valle y de aquí y todo el tiempo que le perseguimos él estaba aterrorizando a Isabeau.

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