Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Él se encogió de hombros, pero por primera vez una ola de emoción le cruzó la cara.

– Nuestras leyes son arcaicas y no tienen sentido. Si un cazador mata a uno de nosotros en forma de leopardo, aunque sea ilegal contra la ley del hombre, les permitimos huir con ello. Uno mató a mi hermano pequeño. Le busqué y le maté. Los ancianos lo llamaron asesinato y me desterraron. En otras palabras, estoy muerto para la aldea. Me figuro que si estoy muerto para ellos, ellos lo están para mí y no les debo lealtad.

– Qué terrible. -Y hablaba en serio. Si una familia sentía que no había justicia en matar, ¿cómo lo superaban?-. Eso todavía no explica a alguien tan malo como Imelda Cortez y por qué escogerías revelar tu especie a ella.

Él retrocedió para dejar que le precediera por la puerta al siguiente cuarto.

– Cortez me ofreció una vida y yo la tomé. Sabía que el final la mataría, así que ¿qué jodida diferencia hay en que ella lo sepa? No puede demostrarlo y si se lo dice a alguien, pensarán que está loca, que lo está. Puedo olerlo en ella.

Ella se tragó el miedo. Él lo dijo con tanta normalidad. Sabía que al final la mataría .

– ¿Es lo que vas a hacerme finalmente? ¿Matarme cuándo te canses de mí?

Él sacudió la cabeza.

– No funciona así.

Le agarró la muñeca, tirando de ella, forzando a la palma a rodear su dura longitud, apretó los dedos en torno a los de ella.

– Tú pones esto aquí. Me acuesto y me levanto así. Esto no se irá hasta que estemos juntos. E imagino que regresará a menudo, igual de doloroso.

Ella le pisó tan fuerte como pudo en el empeine y giró, golpeándole las costillas con el codo, siguió girando cuando le liberó la mano, apuntando a su cara con el dorso del puño. Él ya estaba sobre ella, llevándola al suelo, cayendo con tanta fuerza que se estrelló contra la madera, Isabeau se rompió la cabeza, su peso superior encima de ella. Vio estrellas y tuvo que luchar para evitar desmayarse. Luchando desenfrenadamente, trató de quitárselo de encima. Él colocó la rodilla en la parte baja de su espalda y le sujetó las muñecas juntas, su fuerza era enorme. Ella yacía aplastada bajo él, las lágrimas le ardían en los ojos y garganta.

– No sabes mucho sobre hombres, ¿no, Isabeau? -dijo suavemente-. Algunos hombres se excitan con una mujer que luche contra ellos. Quédate quieta. Respira. Te dije que no te haría daño si era posible y hablaba en serio.

Ella se permitió llorar por un momento antes de hacer un esfuerzo por echarse hacia atrás. Él le acarició el pelo con la mano libre como si la tranquilizara. Cuando la tensión se desvaneció, se apartó y la puso de pie, forzándola a cruzar el cuarto a la misma silla. Una vez estuvo sentada, le puso ambas manos en los brazos de la silla y bajó la cara cerca de la de ella.

Ella se acurrucó. Un testarazo quizá funcionara. O darle un puñetazo directamente en medio de la gran erección.

Los ojos de él se encontraron con los de ella y sacudió la cabeza lentamente.

– La primera vez lo he dejado pasar porque tienes miedo de mí. Pero atácame otra vez y me vengaré.

Ella parpadeó, una mano fue defensivamente a la garganta.

– Hoy es el día de mi boda -admitió-. Me he casado con él.

La expresión de Ottila no cambió.

– Me importa una mierda. Lo sabes o por lo menos deberías saberlo.

Ella le estudió la cara, esa cara fuerte y masculina. Debía mantenerle hablando porque era la única defensa que tenía. El sonido de sus voces, el paso del tiempo. Conner tenía que regresar pronto.

Inhaló.

– ¿Le has contado a Imelda que somos leopardos?

– ¿Por qué lo haría? -Recogió la taza de té y se movió hacia la tetera.

Isabeau cubrió su suspiro de alivio con un pequeño carraspeo. Él era tan grande. Intimidante. A ella le parecía invencible. ¿Y dónde estaba Conner? Seguramente ya debía haber desenredado el rastro de Ottila y debería regresar.

– Imelda nunca debería haber tomado a esos niños. Traté de decírselo, pero le gusta ser la jefa. Supe que Adán nunca se quedaría quieto. Ella es tan arrogante que no escucha a sus consejeros, ni a sus consejeros de seguridad.

– Así que la has abandonado.

Del pequeño paquete que llevaba el cuello, él sacó un pequeño frasco y abriéndolo con el pulgar, lo vertió en la taza de té delante de ella. Todo el cuerpo de Isabeau se tensó. Medio se levantó, pero él le dio una mirada severa y ella bajó.

– No voy a beber eso.

– Entonces lo haremos de la manera difícil y te lo echaré por la garganta. Me da exactamente igual, Isabeau.

– ¿Qué es?

– No una droga de violación durante una cita amorosa. No me he caído tan bajo para violar a una mujer. Cuando te tome, será porque no puedes evitarlo, me necesitarás.

No iba a discutir cuán ilógico era eso, no cuando venía hacia ella con la taza de té. Saltó de su silla, recordando esta vez a su gata, pidiendo ayuda a la pícara perezosa. ¿Por qué no estaba ultrajada ella? ¿Por qué no luchaba por su supervivencia? Por la supervivencia de Conner. ¿Y, que Dios la ayudara, dónde estaba Conner?

En el fondo, su felina se revolvió, olfateó el aire y encontró su propia marca en Ottila. Otro rival para sus cariños. Se estiró lánguidamente. Isabeau siseó para que se agachara. ¿Dónde estaba la famosa lealtad de los leopardos? Se maldijo por no conocer las reglas.

– ¿Qué es eso?

– Escoge para él, vida o muerte.

Ella no podía apartar la mirada de esos ojos. Era difícil no creerle. Parecía invencible y absolutamente seguro de sí mismo. Se tocó el labio con la lengua, por un momento atroz consideró ir con él. ¿Por qué no la había noqueado y sacado de la cabaña? Esto no era acerca de elegir, nunca lo fue. Era algo enteramente diferente. El cerebro hizo clic, clic, clic cuando las piezas encajaron.

– Ibas a matarlo, directamente desde el principio, ¿verdad?

Él la agarró por la garganta, permitiendo que sintiera su inmensa fuerza. Isabeau no luchó. Había una advertencia en los ojos a la que prestó atención.

– Ha estado dentro de ti. Su marca está en ti. No puede vivir.

Ella tragó con fuerza.

– Nunca ibas a compartirme con Suma.

– Ni en un millón de años.

Ella levantó el mentón e indicó el té.

– Dime que tiene.

– No quiero que sientas lo que te voy a hacer.

El corazón de Isabeau latió con tanta fuerza contra el pecho que tuvo miedo de que estallara. El temor respiró por ella como una entidad viva. Él lo dijo de forma tan práctica, sin parpadear, ninguna compasión o remordimiento.

– ¿Qué me vas a hacer?

– A ti no. A él. Él tiene que sufrir. Para sacarle del juego. Su leopardo se volverá loco de rabia y no podrá controlarlo. Le he estudiado. Es metódico. Y bueno. No creo que sea estúpido. Necesito llevarlo al borde y el único modo de conseguirlo es hiriéndote, o arrastrarme a la casa del doctor y atacar a su joven amigo. Cualquiera de las dos opciones lo desencadenará.

Ella sabía que estaba amenazando deliberadamente a Jeremiah para obligarla a beber el té con droga.

– ¿Vas a hacerme daño? -repitió.

Él tenía razón, Conner nunca se perdonaría y pondría la selva tropical del revés buscando a Ottila. Lo seguiría directamente a una trampa. Miró a los ojos de Ottila, forzando valor a sus músculos congelados.

– Necesitas castigarme, ¿verdad?

A su propia manera enferma, él sentía que ella le había traicionado, traicionado su relación. Había sido engañada por su absoluta calma.

– Bebe el té, Isabeau -instruyó suavemente.

Ella tomó la taza, los dedos le temblaban, miró el líquido oscuro. Se había asegurado de que el agua no estuviera lo bastante caliente para quemarle si ella se lo tiraba. Realmente, él esperaba que le obedeciera y se bebiera la droga. Isabeau se llevó la mezcla a la boca y le lanzó el contenido a los ojos, estrelló la taza contra el brazo de la silla. Siguió moviéndose, girando cuando le cortó con un fragmento. No era como si tuviera mucho que perder, él iba a hacerle daño a propósito.

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