Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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El corazón de Isabeau saltó dolorosamente. ¿Quién podría hacer eso? Había oído de leopardos que arrastraban a sus víctimas fuera de sus casas, antes incluso de que los que estaban sentados a su lado supieran lo que había sucedido; pero ella no podía imaginar a nadie tan sigiloso. Miró hacia la puerta, tratando de juzgar la distancia. Para hacerlo más fácil, dio otro paso hacia la mesa, para mantenerla entre ellos. Como se figuró, él dio un paso hacia el otro lado, dándole a ella ese paso extra o dos.

Isabeau corrió hacia la puerta. Corrió como una humana, él saltó como un leopardo, salvando la mesa y aterrizando al lado de ella cuando los dedos de Isabeau se cerraron en la cerradura. Ella trató de abrir la puerta, pero él la cerró con un golpe de la palma, atrapando su cuerpo entre el de él y la madera. Ella gritó, temblando; se sentía pequeña y perdida contra esa enorme fuerza.

– Ssh, no chilles. Estate tranquila -dijo-. No voy a hacerte daño.

Los brazos la rodearon e Isabeau tembló, mantuvo la cabeza abajo, atemorizada de lo que él pudiera hacer.

– Por favor -dijo suavemente-. Lo que hice fue un accidente.

– Ssh. -Él la mantuvo derecha con su fuerza, cuando ella temblaba, las piernas de goma-. Hazte una taza de té y siéntate en el cuarto, lejos de la mesa. -Indicó una silla-. Pon azúcar en tu té. Ayudará.

Su voz era tranquila. Incluso agradable aún. Y eso de algún modo lo hizo peor, pero cuando apartó las manos, ella pudo respirar por lo menos otra vez. Se forzó a andar al mostrador donde el té maceraba.

Isabeau echó un vistazo por encima del hombro, tratando de fingir que él era un invitado.

– ¿Te gustaría una taza también?

La sonrisa fue de pura diversión masculina.

– No creo que sea buena idea poner la tentación en tu camino. Tratarías de tirarme agua hirviendo y entonces yo tendría que vengarme y tú saldrías herida. No quiero eso y creo que tú tampoco.

Isabeau se concentró en evitar que las manos le temblaran y se preparó una taza de té. Esperó a sorberlo antes de caminar a la silla que él había indicado y se sentó más bien con cautela. ¿Había puesto Conner un cuchillo bajo los cojines? Él le había dicho que no se asustara y ella definitivamente estaba al borde de asustarse. Se obligó a tomar otro trago del líquido caliente y respirar.

– ¿Por qué estás aquí?

Su voz estaba otra vez bajo control y se permitió sentirse triunfante. Una pequeña victoria a la vez.

– Para darte una oportunidad de venir conmigo. En este momento. Antes de que alguien muera. Ven conmigo. No necesitas nada más que la ropa en la espalda. Tengo dinero. Todo lo que Imelda me ha pagado ha sido en efectivo. -Sonrió burlonamente-. Entre lo que Suma y yo tomamos de Sobre y Cortez, podemos ir a cualquier sitio.

Esa oferta era la última cosa que esperaba. Parecía tan razonable. Él no se acercó, lo cual le ayudó a mantener la serenidad.

– Incluso si dejara una nota para tratar de convencerlos de que me fui voluntariamente contigo, vendrían detrás de nosotros -dijo-. Lo sabes.

Él se encogió de hombros y fue imposible no ver los haces de definidos músculos que ondularon en su pecho, los brazos y vientre.

– Sabes que tendrías que matarle. Yo no salvaría su vida yéndome contigo sólo para causarle pena. -Inclinó la cabeza y le miró tranquilamente por encima de la taza de té-. Estoy enamorada de él.

– Lo superarás con el tiempo. -Su mirada no se apartó de su cara-. Si vienes voluntariamente, te daré un poco de tiempo para olvidarlo. Tu gata ayudará aceptándome.

Isabeau podía ver que él pensaba que estaba haciéndole una inmensa concesión. Era aterrador, como caminar por un alambre, tratando de aplacarle, de entretenerle y evitar provocar un estallido violento. Era demasiado controlado y le aterrorizaba. Se humedeció el labio inferior con la punta de la lengua y puso la taza aparte, dejando caer las manos a los lados con el pretexto de ocultar los dedos temblorosos. Sabía que él captaba el temblor, estaba demasiado centrado en ella, pero tenía que encontrar un modo de comprobar los cojines.

Él sacudió la cabeza y saltó otra vez; el salto le llevó al lado de la silla.

– Te lo he dicho, quité las armas. El cuchillo estaba bajo el lado derecho. ¿Crees que soy estúpido? -Había un filo en su voz.

– No. Pero estoy muy asustada -admitió, apartándose un poco de él mientras trataba de encontrar las palabras correctas para alcanzarle.

Él ancló la mano en su pelo, evitando que se alejara un centímetro más.

– Esta es tu oportunidad para salvarle, Isabeau. Te lo ofrezco una vez porque será más difícil para ti perdonarme si le mato, pero lo haré.

Su cara estaba a centímetros de la de ella, una máscara furiosa de determinación y confianza absoluta. Las líneas en la cara estaban profundamente grabadas, un hombre duro con mucha experiencia. Al mirarle a los ojos, supo que había tenido razón sobre él: había sido el cerebro, el que ordenaba a Suma, pero se había ocultado bien. No necesitaba los elogios. No iba a herirla, pero la amenaza estaba allí. De hecho, las puntas de los dedos le estaban frotando mechones de cabello como si saboreara la sensación.

– Toma una ducha -dijo bruscamente-. Si discutes conmigo o te pones algo suyo, me restregaré yo mismo y no va a gustarte mucho. Hazlo rápido. Quiero que vuelvas aquí en cinco minutos oliendo como tú, no como él.

Le tiró del pelo lo suficiente para levantarla y empujarla fuera de la habitación. La siguió a un ritmo más pausado. Se estaba quitando el sujetador cuando él entró y ella se paró bruscamente, sacudiendo la cabeza.

– No voy a quitarme la ropa delante de ti.

Un músculo le hizo tictac en la mandíbula.

– Te he visto dejándole follarte en la selva y luego otra vez en el porche. Soy bien consciente de cómo es tu cuerpo. Quiero que su olor se vaya. Ahora. Me restregaré yo mismo si no te mueves. Ahora tienes cuatro minutos.

Ella se dijo que era leopardo y no había modestia en ese mundo. No quería provocarle y que se duchara con ella y posiblemente la violara. Si podía, le entretendría lo bastante para permitir que Rio y Conner recogieran su rastro y se dieran cuenta de que había dado un rodeo de vuelta a la cabaña. Quiso seguir dándole la espalda mientras se desnudaba, pero necesitaba verle. Porque si se movía para tocarla, no se rendiría sin luchar.

Se metió bajo el agua, la mirada sobre él, fija y desafiante, desafiándole a intentar acercarse y se lavó bajo su intenso escrutinio. Ottila se estiró a por el agua al mismo tiempo que ella, rozando sus dedos e Isabeau apartó la mano de un tirón, levantándolas defensivamente.

Eso pareció divertirle. Le entregó una toalla.

– ¿De verdad piensas que puedes luchar contra mí y ganar? No seas tonta. No soy un hombre que golpearía deliberadamente a una mujer. Tiene que haber una razón muy buena.

– ¿Por qué demonios trabajas para Imelda Cortez y secuestras niños para ella? -preguntó, frotándose el agua de la piel y el olor de Conner, como mejor podía.

Sigue hablándole y calmándole, se recordó. Muéstrate interesada en él.

Le empujó para pasar por delante y encontró su mochila, sacó un par de vaqueros de un tirón y se los puso rápidamente. Le miró por encima del hombro.

– Vendes a tu propia gente.

Él la miró con los ojos impasibles de un felino.

– Ellos no son mi gente. Me echaron. No les debo lealtad.

Ella frunció el entrecejo mientras se ponía una camiseta y se giraba para encararlo, haciendo cuanto podía para parecer un poco comprensiva.

– ¿Por qué harían eso?

Estaba interesada, esa parte no era mentira. Esperaba estar cercana a la verdad. Había admitido que estaba asustada. Quizá él lo tendría en cuenta.

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