Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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El pedazo de cristal le provocó una línea delgada a través del pecho, pero no respingó. La mirada de él ardió sobre ella, una promesa violenta de castigo. Isabeau se negó a ser intimidada. Tenía un fragmento como cuchillo, hacia abajo, la orilla mellada apuntada hacia las partes más suaves de su cuerpo. Ottila dio un paso a un lado y se movió sobre ella, rápidamente, demasiado rápidamente para un hombre grande. La mano le golpeó la muñeca, apartando el cristal mientras le daba la vuelta, atrapando su cuerpo contra el suyo.

Su mano controló la de ella, golpeándola con fuerza contra la pared.

– Tíralo -ordenó-. Tíralo ahora mismo.

Cuando ella vaciló, estrelló la mano una segunda vez contra la pared. Los bordes mellados cortaron la palma de Isabeau y la fuerza del golpe hizo que el dolor se disparara por el brazo. Lágrimas ardieron en sus ojos y parpadeó rápidamente para alejarlas, no queriendo mostrar debilidad. Estaba aterrorizada por tener que soltar su única arma, pero él era demasiado fuerte.

– Tíralo, Isabeau -ordenó otra vez.

No hubo cambio en su inflexión. Podría haber estado hablando del tiempo. Tiritando, ella obedeció. Él la sostuvo unos pocos momentos más, sus brazos fuertes, manteniéndola de pie cuando ella se habría desplomado.

– Eso fue estúpido. ¿Qué has ganado?

– Tenía que intentarlo.

– Supongo.

Las manos fueron tiernas cuando la alejó. Tan tiernas, de hecho, que cuando la golpeó, estuvo más sorprendida que herida. Los golpes llovieron sobre su cuerpo, duros; rápidos puñetazos que la hicieron doblarse y deslizarse por la pared. Él siguió golpeándola metódicamente, una y otra vez. Trató de arrastrarse lejos de él, defendiéndose, utilizando los brazos para defenderse, pero los golpes siguieron cayendo por todo su cuerpo. Nunca le tocó la cara y cuando ella se curvó en posición fetal para tratar de protegerse, él se agachó a su lado y continuó.

No había manera de protegerse de los golpes. Parecieron durar para siempre. Cerró los ojos, sollozando, levantando las manos para tratar de bloquearle. Entonces, tan bruscamente como comenzó, dejó de golpearla.

– Abre los ojos -ordenó suavemente.

Las lágrimas nadaban en sus ojos pero obedeció de mala gana. Dobló la cabeza hacia ella, cambiando mientras lo hacía, hasta que un leopardo macho en la flor de la vida la sujetó contra el piso, hundió los dientes profundamente en el hombro directamente sobre la marca que Conner había puesto allí. Al mismo tiempo, la garra de atrás le arañó el muslo. Sintió la cuchillada, la sangre manó libre y también sintió la quemadura que se esparcía por su sistema. Podía oír sus propios chillidos de angustia, pero el leopardo ignoró sus súplicas, la hizo rodar hasta que estuvo de espaldas, con el suave vientre expuesto a él.

Las garras se hundieron en los senos; perforaciones profundas que sacaron sangre. Ella se oyó chillar, pero él no había terminado. Las garras arañaron dentro de los muslos y luego se hundieron profundamente en el montículo femenino. El dolor fue agónico. Casi se desmayó, los bordes de su visión se oscurecieron, la bilis subió.

La levantó sobre sus manos y rodillas, sujetándole la cabeza bajo para evitar que se desmayara. Ella iba a vomitar, tenía retortijones en el estómago y arcadas de protesta. Él parecía ser tan paciente, las manos le acariciaron el pelo, calmándola como si él no hubiera sido el que había causado tanto daño en primer lugar.

Sollozando, Isabeau trató de arrastrarse lejos de él, pero él simplemente la atrajo a sus brazos y la meció. Ella no luchó. Cualquier movimiento hacía que el dolor recorriera su cuerpo.

– Estamos atados juntos, Isabeau -dijo suavemente, mirando abajo hacia sus destrozados y ensangrentados vaqueros-. Necesitarás antibióticos. Él estará tan enfurecido que quizá lo olvide, así que tendrás que ser la que se lo recuerde

Otra vez hablaba de forma práctica.

– ¿Por qué? -preguntó.

Él no fingió entender mal.

– Cuando pienses en el día de tu boda, será a mí a quien recuerdes, no a él. -Le acarició el pelo con la mano, tratando de calmarla cuando ella temblaba incontrolablemente-. Y para demostrar un punto. Nunca estarás a salvo con él, ni tus hijos. Llegué hasta el niño bajo las narices de sus guardias y he llegado hasta ti. Lo puedo hacer otra vez, en cualquier momento, en cualquier lugar. Debes pensar sobre lo que quieres de un compañero. Vivimos bajo la ley de la selva, Isabeau y si él no te puede proteger, ¿qué uso tiene para ti?

– ¿Has matado a Jeremiah?

Se apretó los dedos temblorosos contra la boca. Cualquier movimiento era doloroso y quería quitarse desesperadamente los vaqueros y la camisa para apretar una tela fresca sobre las heridas que latían.

– Su muerte habría logrado muy poco. Necesitaba al niño vivo para retrasar a tu hombre. Ahora tendrá que vivir con el hecho de que hizo la elección equivocada al ayudar al chico. Cada vez que trate de tocarte -la punta del dedo se deslizó sobre las heridas del seno-, verá mi marca, mi señal.

Ella quiso alejarle la mano de un golpe, pero estaba demasiado intimidada. Nunca había sido golpeada en la vida. Él lo había hecho con tanta objetividad, como si estuviera completamente fuera del acto. Trató de arrastrarse lejos de él, encontró la pared y se inclinó contra ella, el único modo de sostenerse.

Los dedos de él le rodearon el tobillo como un grillete.

– Asegúrate de no quedarte embarazada de su bebé. Odiaría tener que matar a un cachorro y sería mucho más duro para ti perdonarme.

¿Cómo podía pensar él que podría perdonarle la paliza que le había dado? La había aterrorizado a propósito; un castigo que en su mente retorcida, ella merecía.

– Dile que se encuentre conmigo y que venga solo. Si no lo hace, regresaré periódicamente de visita hasta que lo haga.

– ¿Dónde? -Susurró la palabra.

– Él lo sabrá.

Ella se deslizó pared abajo cuando él la soltó, llorando suavemente, aterrorizada por si misma, por Conner. Ottila se puso de pie sobre ella, tomando una vez más forma humana. Ambas eran intimidantes.

– Puedo llegar a ti dondequiera. En cualquier momento. Si él trata de huir contigo, deberías creer que no puede protegerte, no importa a dónde te lleve, te encontraré. Dile eso.

Ella se mordió con fuerza el labio inferior y permaneció muy quieta, atemorizada de moverse. Él se inclinó sobre ella, su boca encontró la suya. Ella se mantuvo inmóvil, tratando de no sollozar cuando él exploró la boca con la lengua, tomándose su tiempo, las manos una vez más apacibles. Era desconcertante, iba de la violencia hasta ser casi cariñoso. No protestó cuando ella permaneció pasiva. Se echó hacia atrás y la miró a los ojos.

– La próxima vez, podrías recordarle que a los leopardos les gusta ir por arriba.

Cambió delante de ella, un leopardo macho en la flor de la vida, la cola se movió bruscamente cuando saltó a las vigas con facilidad y desapareció en el pequeño altillo. No le oyó después de eso, pero se quedó acurrucada contra la pared, aterrorizada de que no se hubiera ido realmente y regresara.

* * *

Se golpeó la boca con el puño y lloró tan silenciosamente como pudo. No quería ver a nadie, no a Conner, especialmente no a Conner. Se sentía magullada y apaleada. Ottila la había roto completamente. No tenía la menor idea de qué sentir, sólo temor, un temor intenso. La había dejado sin nada hasta que no pudo reconocerse a sí misma. Tenía que quitarse las ropas y tratar las heridas. Había querido marcarla, no mutilarla, así que no podían ser tan malas como se sentían. Pero no podía moverse. Permaneció quieta, acurrucada contra la pared, llorando calladamente.

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