– No quiero que esto se acabe. -Conner echó la cabeza atrás y miró al cielo nocturno. Las estrellas eran tan densas que la oscuridad parecía lechosa.
– Hombre tonto. -Le empujó-. Adoro mantenerte feliz.
Sólo su respuesta fue suficiente para enviar una oleada de calor al cuerpo de Conner. Los leopardos a menudo podían oír las mentiras e Isabeau nunca le mentía. Ella adoraba atender su cuerpo y era generosa con su atención.
Ella se rió suavemente, sintiendo como su erección se hinchaba, se volvía más dura cuando él empujó suavemente más profundamente. Los dedos de Conner se apretaron en sus caderas cuando levantó la cabeza al cielo. El viento cambió un poco y la cabeza de Conner giró bruscamente, los ojos ardiendo mientras escudriñaba la línea de árboles y el dosel. Muy lentamente, se enderezó, todavía de rodillas, el cuerpo enterrado apretadamente en el de ella. En el fondo su leopardo gruñó y arañó, la furia estalló por él.
Inhaló profundamente y olfateó, enemigo . Fue breve, un olor apenas discernible que desapareció casi inmediatamente, como si el leopardo macho hubiera cambiado de posición con el viento. No había advertencia del dosel, nada indicaba que hubiera un enemigo cerca, pero Conner sabía que no estaba equivocado, había olfateado otro leopardo macho brevemente. Permaneció inmóvil, barriendo con la mirada el bosque circundante.
– ¿Hay algo mal? -preguntó Isabeau, reconociendo la calma en él. Comenzó a girar la cabeza, pero él clavó los dedos en sus caderas y se inclinó hacia adelante, enviando ondas de réplicas a través de ella.
– No te muevas. Sólo mírame.
– Oh mi Dios -cuchicheó-. ¿Alguien nos está mirando? -Tiritó, de repente asustada. La selva tropical nunca la había asustado, pero ahora las sombras parecían estar acechando detrás de cada árbol.
– Está ahí afuera. Mirándonos.
Ella no tuvo que preguntar quién era «él». Ottila Zorba.
– ¿Cuánto tiempo ha estado ahí?
– No tengo la menor idea. Vamos adentro. Quiero que te encierres. Sabes cómo disparar. Llamaré para que venga el respaldo y entonces cambiaré y le cazaré.
Ella quiso negar con la cabeza, atemorizada por él. Conner se arrancó de ella y movió su cuerpo para bloquear la vista de Ottila de ella mientras la ayudaba a levantarse y abría la puerta, casi empujándola adentro.
Ottila no había cortado las comunicaciones, probablemente no queriendo avisar de su presencia. Conner hizo la llamada a Rio y luego comenzó a moverse por la cabaña, preparándose para dejarla.
– Espera a Rio, Conner -advirtió Isabeau-. Hay algo acerca de él que es simplemente aterrador. Me sentiré mejor si esperas.
El leopardo de Conner no lo permitiría. Dudaba si el hombre lo haría. Ella no tenía la menor idea de cuánta naturaleza e instintos tomaban parte en su vida, dominando el buen sentido a veces. Su gato rugía, una neblina negra de celos que se esparcía por su mente. Sacó armas y se las mostró a ella, pegando una bajo la superficie de la mesa, poniendo otra en un cajón, ocultando cuatro armas y dos cuchillos para ella.
– Estará demasiado ocupado tratando de matarte -indicó Isabeau-. Él no quiere matarme, pero a ti te desea muerto. Si es realmente él y no lo sabemos con seguridad…
– Lo es -dijo Conner con certeza-. Mi felino sabe que es él. Cierra las puertas, Isabeau. Permanece dentro y mantén las luces apagadas. Llamaré cuando vuelva, de otro modo dispara a cualquiera que trate de entrar.
Ella se adhirió a él.
– Por favor, escúchame por una vez. Eres tú a quien persigue. Te quiere muerto. Quiere que vayas a la selva tras él. De otro modo, ¿por qué te avisa de su presencia?
– Nadie puede predecir el cambio de viento. Fue atrapado y probablemente está a medio camino de la siguiente aldea ya, corriendo como un conejo.
Ella sabía que no, sabía que Ottila no tenía la intención de huir. El corazón retumbaba con temor por Conner. Él estaba sumamente seguro, pero no había conocido a Ottila como ella había hecho. El leopardo renegado cambiaba sus lunares continuamente y ella tenía el presentimiento de que ocultaba algo.
Conner suavemente la apartó, se inclinó y la besó una vez nada más. Entonces levantó la ventana de atrás y cambió mientras se zambullía. Desapareció casi inmediatamente en las sombras. Isabeau cerró y trabó la ventana y luego las contraventanas, asegurándose de que todo estuviera en su lugar y nadie pudiera entrar por la ventana.
Con manos temblorosas, Isabeau se vistió, poniéndose su ropa como una armadura. Capas de ellas. Ropa interior, vaqueros, calcetines pesados, una camiseta, antes de envolverse en el suéter de Conner. Se sentó a esperar, el corazón palpitaba rápidamente y tenía el sabor del temor en la boca. No tuvo la menor idea de cuánto tiempo había estado sentada allí, pero se dio cuenta de que lágrimas le enturbiaban la visión. No podía quedarse sentada. Caminó un rato y por último abrió las contraventanas del porche delantero y miró fuera, tratando de ver lo que sucedía en la selva tropical. Podía oír los sonidos de los insectos y criaturas de la noche, el bosque tenía su propia música nocturna, pero no había interrupción, ningún combate entre leopardos y ninguna advertencia de los animales de que había leopardos en la vecindad.
Por ahora, se consoló, Rio se habría unido a Conner en la búsqueda. Y quizá él estaba equivocado. Quizá no había captado realmente el olor de un leopardo macho, aunque ella no lo creía realmente.
Después de un tiempo se dio cuenta de cuán desesperada era la tarea de mirar la selva tropical, esforzando los ojos cuando no había nada que ver, así que cerró con cuidado las contraventanas otra vez antes de poner el hervidor. El té combatiría el susto que sentía. Por lo menos el ritual de hacer té la mantenía ocupada. Una vez que el agua hirvió, la vertió en la pequeña taza sobre las hojas de té y colocó una toalla para macerarlo. Necesitaba algo para revitalizarla. No había manera de relajarse, no con Conner en peligro.
Se giró para volver a la ventana. El corazón saltó. Comenzó a golpear. El temor le secó la boca. Ottila Zorba estaba a menos de medio metro de ella, los ojos le brillaban en la oscuridad, su mirada fija sobre ella como si fuera su presa. Obviamente había cambiado. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí, pero su cuerpo desnudo, todo haces de músculos y fuerza estaba muy excitado.
Ottila Zorba ladeó la cabeza e inhaló, atrayendo profundamente el perfume de Isabeau a los pulmones.
– Se ha asegurado de dejar su olor por todo tu cuerpo -saludó.
Isabeau envolvió el suéter de Conner en torno a su cuerpo en busca de protección.
– ¿Qué quieres?
Los ojos verde dorados brillaron sobre ella de pies a cabeza.
– Dejaste tu marca sobre mí.
Ella se mordió el labio con fuerza.
– No he sido criada con la gente leopardo. No sabía que me estaba pasando.
– Tu felina lo sabía y me deseó.
Isabeau jadeó. Eso no podía ser verdad. Conner era su compañero. Sabía que lo era. Sacudió la cabeza negando.
– Cometí un error y lo siento por eso, pero tú me provocaste deliberadamente. Sabías que yo no entendía lo que significaba.
Él se encogió de hombros y dio un paso hacia ella.
– No. -Isabeau se retiró, moviéndose hacia la mesa donde el arma esperaba.
– No quiero herirte, pero lo haré si no me das otra elección.
Ottila sonrió, descubriendo los caninos de su leopardo y levantó un arma.
– ¿Estás buscando esto? Mirabas fijamente a la noche y todo el tiempo yo rondaba por el cuarto, quitándote las armas bajo la nariz.
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