Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Conner echó una mirada a los hombres y mujeres que se habían establecido en el valle retirado. Cultivaban alimento en sus granjas y la mayoría trabajaban en sus ocupaciones, pero ahora estaban comprometidos con el bien de la comunidad.

– Tenemos conocimiento en abundancia aquí mismo -cuchicheó contra la oreja-. Míralos a todos. Ellos ya han luchado sus batallas y aprendido sus lecciones. Nos asentaremos en algún lugar cerca de ellos. Puedes trabajar con tus plantas en la selva tropical, podemos criar a Mateo y a cualquier niño que tengamos.

– ¿Qué hay de tu trabajo?

Él se encogió de hombros.

– No es tan difícil. Rio nos llama cuando tenemos un trabajo.

Ella le frunció el ceño.

– No creo que vaya a estar dispuesta a que seduzcas a una mujer después de esto. Me gustaría decir que mi leopardo no estaría celosa…

Él se rió suavemente.

– Tu leopardo estaría bufando de celos. Se volverá feroz si encuentra a su compañero cerca de cualquier otra mujer. No te preocupes, cedo alegremente mi trabajo a uno de los otros. Cuando vaya -porque ella tenía que saber que este era el trabajo de su vida- iré como uno del equipo, no el líder.

Elijah terminó su turno de patrulla y una de las mujeres le entregó una limonada de fresa. La sonrisa de él fue verdadera, pero ella no pudo imaginarse que pensaba. ¿Conocían ellos su pasado? Probablemente. Los hombres y las mujeres en el valle parecían saberlo todo, leopardo o humano. Aceptaban, eran personas tolerantes con cualquiera que les dejara vivir sus vidas. Nadie le hacía preguntas y era tratado con abierta amistad.

Isabeau inhaló bruscamente, queriendo recordar cada detalle, el sol poniente convirtiendo el cielo en una llama anaranjada rojiza, el bosque una silueta de árboles oscuros y maleza, y especialmente los perfumes que se mezclaban en el aire. Los podría separar a todos si optara por eso, el alimento, el bosque y a cada individuo. Sabía exactamente donde estaban Mary y Doc en cualquier momento. Entrelazó los dedos con los de Conner mientras caminaban por el patio hablando con varios invitados.

Mary, Ruth y Monica insistieron en que cortaran el bizcocho y se alimentaran el uno al otro con un trozo, Isabeau lo hizo, riéndose ante la expresión retorcida de Conner. La boda había sido su sugerencia, pero él no había contado con que las mujeres llevarían a cabo una boda tradicional. Descansó la espalda contra él y echó una mirada alrededor, guardando su boda mágica en la memoria.

Una oleada de calor se vertió sobre ella inesperadamente, nada parecido a las otras veces. Esta fue caliente, rápida y le robó de aliento. Casi dejó caer su plato con el trozo de bizcocho. No era un mero picor bajo la piel, sino un empujón fuerte, una presión tremenda. Con mucho cuidado puso el plato sobre la mesa, cada movimiento preciso. Saboreó el temor en la boca. Supo que el leopardo no iba a esperar mucho más. La piel se sentía demasiado apretada y la boca y la mandíbula le dolían, los dientes sensibles. Su vista se enturbió, los ojos le dolieron.

– Conner -cuchicheó su nombre como un talismán.

– ¿Qué pasa, amor? -preguntó y bajó la mirada.

Ella vio el reconocimiento instantáneo. Los ojos habían tomado el brillo nocturno de un gato, enteramente leopardos ahora. Había pánico en la cara, algo que ella no podía evitar. Sabía que era diferente esta vez. El latido del corazón era diferente. La piel le ardía, el peso del vestido era doloroso. Quiso desgarrarlo del cuerpo, clavar las uñas en su propia piel y destrozarlo, quitárselo. El calor entró en oleadas, derramándose sobre ella hasta que apenas pudo respirar.

El puso su plato de bizcocho al lado del de ella, tan cuidadosamente como ella había hecho.

– No tengas miedo, Isabeau. Estaré contigo. Experimentarás el correr libre, te sentirás casi eufórica. No hay nada de lo que tener miedo.

Ella respiró profundamente, grandes tragos de aire, tratando de suprimir el impulso de frotarse por todas partes contra él. Había pensado que su adición por el cuerpo de él era poderosa antes, pero ahora, con las necesidades del leopardo emergiendo a la superficie, no podía mantenerse quieta. Miró a la cara de Conner, con desesperación en su mirada. No quería arruinar su momento perfecto desgarrando el vestido inapreciable de su cuerpo, su leopardo emergía para saltar, para lanzarse sobre la mesa de buffet y aplastar el bizcocho. Por un momento atroz, se imaginó la matanza.

– Sigue respirando, nena -susurró, envolviendo el brazo alrededor de su cintura y empujándola a la puerta trasera de la casa. Echó un vistazo por encima del hombro-. ¡Mary! -Su llamada fue aguda. Imperativa.

Cuando Isabeau trató de contestar, ningún sonido coherente surgió, no con la garganta cerrada e hinchada. Era agudamente consciente de los mecanismos de su cuerpo. La manera en que tomaba aire, la manera en que se movía por su cuerpo. Cada mechón individual de cabello de su cabeza. Los olores se volvieron más fuertes, inundando su sistema hasta que temió que lo colapsara. El cuerpo ardía, la tensión subía más y más, la picazón creciendo no sólo por su piel, sino por cada célula de su cuerpo.

– Te tengo -le aseguró Conner, empujándola al primer cuarto que vio.

Ella se movía continuamente, incapaz de permanecer quieta. El calor perfumado del interior de la selva tropical la llamaba. Las paredes parecieron opresivas. Se sentía enjaulada y claustrofóbica. Los senos se sentían hinchados y doloridos, los pezones duros y tan sensibles que con cada paso que daba, rozaban la tela del corpiño, las terminaciones nerviosas crepitaron y las cargas eléctricas corrieron directamente a su centro. Se estaba derritiendo de dentro a fuera. El olor masculino de Conner la abrumaba, su calor corporal le hacia entrar en combustión cuando los dedos de Conner manosearon los botones de su vestido de novia.

Mary abrió la puerta, vio la cara ruborizada de Isabeau y su expresión inquieta y se deslizó en el cuarto, cerrando la puerta detrás de ella.

– Consigue todo lo que necesitarás -le dijo a Conner-. Ayudaré a Isabeau. He pasado por eso. -Sus manos reemplazaron las de Conner en los botones. Aunque era mayor, desabrochó cada botón de raso hábilmente, abriendo rápidamente la espalda del vestido.

Conner se inclinó para darle a Isabeau un beso rápido.

– Dame cinco minutos, amor.

Isabeau honestamente no sabía si tenía cinco minutos. La casa era demasiado agobiante y la presencia de Mary, tan cerca de Conner, volvió loca a su gata. Ejerció control sobre su felina, molesta porque una mujer que la había tratado como una madre con tanta bondad pudiera provocar una conducta mala en su leopardo.

– Está bien -aseguró Mary-. La manejarás. Está surgiendo y todos sus instintos están centrados en Conner. Déjala correr con él y coquetea hasta que esté agotada. Querrá aparearse con el gato de Conner. Necesitará a su felino. Y esa es la manera en que se supone que es. Una vez que sea consciente de que nadie va a apartar a su compañero de ella, se calmará. -Sostuvo el vestido para que Isabeau pudiera salir de él.

– ¿Duele?

Mary le sonrió.

– Es un alivio. Cuando surge, querrás estar con cualquier cosa que se parezca a un hombre. Cuando ella empiece, sólo deja que suceda. No desaparecerás, pero la primera vez, se siente como si ella te tragara. Cuanto más rápido permitas que suceda, menos desgarrador será. Tu hombre estará allí contigo y no permitirá que nada vaya mal.

Isabeau no podía soportar la sensación de ropa sobre su piel, pero no podía correr por la extensión de terreno hasta entrar al bosque desnuda delante de los invitados. Mary le empujó una delgada bata en las manos y se la puso sin mirarla siquiera.

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