Su compañera. Suya . Rugió un desafío a cualquier macho en la vecindad y luego estuvo sobre ella, le hundió los dientes en la nuca para evitar que se moviera, le cubrió el cuerpo con el suyo. Todos los machos eran posesivos y atentos cuando su hembra estaba en celo y el sexo entre gatos podía ser rudo. El gran leopardo macho se tomó su tiempo con ella, el camino para reclamar a su compañera abrumador. Ella gritó cuando él se retiró, dándose la vuelta para amenazarle con sus costados subiendo y bajando y una mueca en la cara, pero cuando él frotó el morro sobre ella, se calmó.
Se tumbaron juntos en un montón de piel, las colas se trenzaron la una en la otra mientras él descansaba y luego estuvo sobre ella otra vez. Pasaron varias horas juntos, pero el macho siguió moviéndoles lenta pero constantemente de vuelta hacia la pequeña cabaña donde sus contrapartes humanas permanecían. Se aparearon con frecuencia y ferozmente al modo de los leopardos.
Cuando se acercaron a la cabaña, la hembra comenzó a darse cuenta de donde estaban e intentó volver al bosque y a la libertad de vivir salvaje. El macho, conociendo el tremendo atractivo, lo evitó, utilizando la fuerza del hombro y la parte superior del cuerpo para empujarla de vuelta hacia la casa. La reacción era muy común en la primera salida, pero era necesario dominarla rápidamente. Permanecer en forma de leopardo durante espacios de tiempo largos podía ser peligroso, aumentando los rasgos del leopardo en el humano.
Isabeau olió la civilización y supo que Conner la forzaba a casa. El cambio ya empezaba. En el momento que ella reconoció el intelecto, supo que el cerebro ya funcionaba como un humano. El cambio comenzó allí, en su mente, alcanzando el cuerpo humano. Casi inmediatamente hubo la reacción, un desgarro de músculos y huesos. Escapó un pequeño grito medio humano, medio salvaje.
Ella sentía el aire de la noche en la piel y se encontró boca abajo en el porche de su cabaña, completamente desnuda, su cuerpo en un estado terrible de excitación. No tenía sentido cuando su leopardo había sido saciada completamente, pero aparentemente la necesidad violenta se manifestaba en el humano, por lo menos en ella. Levantó la cabeza para mirar a su marido.
Conner estaba agachado a medio metro, los ojos dorados fijos en su cara. No hizo ningún intento de ocultar la necesidad absoluta y cruda que ardía en su cuerpo. Con deliberada intención la alcanzó, rodó sobre ella para ponerla de espaldas, allí mismo en el porche. Su mirada era violenta, casi tan salvaje como el leopardo cuando fue sobre ella, buscando la boca con la de él. Estaba hambriento del sabor de ella, las manos se movían, amasando, explorando, hambrientas de la sensación de su suave piel.
Ella levantó la cabeza para encontrarlo, las bocas se fundieron, se soldaron, se unieron, las lenguas se batieron en duelo mientras las manos de Conner amasaban y masajeaban los senos, tironeaban y rotaban los pezones hasta que unos pequeños sollozos de desesperación empezaron en la garganta de Isabeau. Hasta que ninguno pudo respirar y fueron forzados a separarse unos pocos centímetros, atrayendo el aire con fuerza a los pulmones ardientes y devorándose el uno al otro con los ojos. Las manos de Conner nunca se detuvieron, bajando por el vientre hasta que los dedos se hundieron dentro de ella y ella corcoveó con impotencia contra él. Ella se sentía como si estuviera tan caliente que su centro se fundía.
– De prisa, Conner. Por favor deprisa -imploró.
Él se arrodilló entre las piernas y le levantó las caderas, vacilando un momento en su entrada. Ella se retorció, sacudiendo la cabeza, sin querer esperar, tratando de empalarse en él. El avanzó hacia delante y ella gritó, un sonido roto y lloriqueante de placer intenso mientras le sentía entrar hasta el fondo. Su vagina apretada le agarró con fuerza, reacia a abrirse, forzándole a empujar a través de los pliegues calientes para que ella pudiera sentir cada centímetro de grosor.
Los suelos eran lisos y cuando la sostuvo inmóvil y golpeó en ella, las llamas lamieron sobre ella como un fuego fuera de control, barriendo a un vórtice de placer. Cada vez que él entraba en ella, parecía estirarla al límite, su pesada erección quemaba como una marca entre los muslos y en esta ocasión profundamente, tan profundamente, que sintió como si Conner estuviera alojado en su estómago. Podía sentir su propio cuerpo latiendo y pulsando alrededor del de él, agarrándolo con avidez, deleitándose en el salvaje placer que él le daba.
Isabeau se retorció y corcoveó bajo él, las caderas sintonizadas con su salvaje ritmo, penetrando repetidamente y con fuerza. El aliento entraba en desiguales jadeos, entrecortadamente y se empujó con los talones, queriendo tomarlo aún más profundo. Ese grueso miembro, tan caliente, golpeó en ella, le acarició, varió el ritmo hasta que ella se estremeció una y otra vez con tal placer que sólo pudo jadear su nombre y clavar las uñas en sus brazos para anclarse. La tensión creció, su cuerpo serpelnteó para apretarse más y más mientras él empujaba en ella, las manos de Conner la anclaron. Él ajustó el ángulo del cuerpo de ella, agachándose sobre ella, entrando con más fuerza.
El grito suave y agudo de ella vagó desde el porche a la selva, el sonido de sus cuerpos juntándose en el apareamiento rítmico y frenético se vertió sobre el cuerpo de ella como fuego fundido y el placer explotó como una ráfaga de droga. Comenzó a moverse con fuerza bajo él, su respiración era un sollozo ahora mientras el placer se incrementaba hasta que pensó que quizá no sobreviviría.
La cara de Conner era una máscara de líneas duras, la lujuria grabada profundamente, el amor ardía en sus ojos dorados cuando furiosamente la reclamó, poniéndose las piernas sobre los hombros de un tirón, golpeando más hondamente que nunca hasta que ella se tensó y su cuerpo se apretó como un torno alrededor suyo. El orgasmo rompió por ella, llevándose a él con ella, Isabeau pudo sentir la salpicadura caliente de su liberación en medio de las olas feroces que la desgarraban. Ella gritó, un fuerte y largo gemido de placer cuando la liberación la atrapó y se negó a soltarla, un infierno llameante que les quemó vivos.
Conner se desplomó sobre ella, su respiración tan dura como la de ella. Isabeau podía oír el corazón de Conner latiendo desenfrenadamente cuando entrelazó los dedos detrás de su cuello. Ella le habría dicho que le amaba, pero no pudo encontrar suficiente aire. Él sonrió y se arrodilló retrocediendo, muy lentamente y pasando deliberadamente las manos sobre los senos, vientre y más abajo, y ella supo que era una reclamación. Suya . Adoraba ser suya.
Le sonrió, embebiéndose de él ahí en la oscuridad. Se sentía como el día perfecto. Había tenido una boda de cuento de hadas y su leopardo había surgido por fin. Había experimentado el correr libre así como la bondad de los extraños. Habían hecho el amor hasta que ninguno podía moverse y ahora estaban aquí en su propio pequeño mundo donde la fealdad de alguien como Imelda Cortez no podía tocarles.
– Algunos días son simplemente perfectos -susurró.
Él se inclinó otra vez, la besó en la boca, mordisqueando el labio inferior y luego lamiendo la garganta hasta el seno izquierdo.
– Eres tan hermosa para mí, Isabeau. Cuando te vi caminando hacia mí con ese vestido, mi corazón se paró. -No podía soportar el separar su cuerpo del de ella. Sabía que la boca de Isabeau crearía milagros si le daba la oportunidad, pero su cuerpo era un caldero de fuego rodeándole. Las pequeñas réplicas que ondulaban dentro de ella enviaban ondas de placer a su vientre y muslos.
– Han sido todos tan amables -dijo. Se estiró para acariciarle la mejilla, las cuatro cicatrices se añadían a la perfección masculina.
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